Con botas e impermeable

Acabo de cumplir los treinta y siete años, estoy divorciada, soy bonita y, según dicen, bastante coqueta. Siempre había pensado que se podía ser chica de la limpieza y, al mismo tiempo, una mujer elegante.

Desde el primer día que empecé mi trabajo en casa de los señores que me habían contratado, llegué cuidadosamente maquillada: los labios pintados, las uñas cuidadas y del mismo tono que los labios, y con botas de tacón alto porque era otoño.

La señora encontró mi vestimenta de lo más afortunado, por lo que elogió calurosamente mi buena presencia. Sin embargo, visiblemente entusiasmado, el señor me dio a entender que para él yo iba a ser algo más que «la nueva chica de servicio». Pero lo hizo de una manera tan discreta como inesperada.

Los días de lluvia, cuando me cambiaba los zapatos bajos que usaba para limpiar por unas botas de goma —un calzado que hacía el pie muy fino, al verse provisto de unos altos tacones muy elegantes y coquetos—, siempre me daba cuenta de que éstas no se hallaban nunca colocadas como yo las había dejado al llegar; además, las manchas de barro, que se habían formado durante el camino de llegada a la casa, ya no aparecían por ninguna parte. Y, como por encanto, me las encontraba otra vez limpias y brillantes.

Durante un tiempo aquello me intrigó, hasta que un día el señor, en ausencia de la señora, me confió con mucha simpatía y amabilidad que me encontraba muy elegante con «esas preciosas botas de caucho…»

Yo no acababa de descubrir cuál era el sentido de tanta admiración. Por lo que aquella mañana me quedé con las botas puestas durante todo el tiempo, protestando que no había traído otro calzado para cambiarme. Realicé de esta manera el trabajo que se me había indicado en un papel.

Por la tarde, cuando entré en el despacho para despedirme del señor, éste me pidió que me sentara unos instantes. Hablamos de unas cosas y otras. Luego, se levantó y se detuvo ante mí, fijando descaradamente su mirada en mis botas. Finalmente, me dijo:

—Es un gesto muy amable por su parte el hecho de haberse quedado con las botas todo el día… ¿Me permite?

De pronto, se puso a cuatro patas delante de mí, y empezó a acariciar y a besar mis botas: chupándolas, limpiándolas con la lengua y volviéndolas a chupar. Después, se divirtió quitándomelas, sintiendo un placer indecible en meter la nariz en cada una para olerlas, y respirar en profundidad el aroma del caucho mezclado con el de mis pies.

—Por lo que veo —le dije—, al señor le gusta extraordinariamente el caucho.

Todo aquello me resultaba tan asombroso que estaba temblando. Pasaron quince días y, al cabo de ellos, recibí en mi casa el regalo de un bonito impermeable de color rojo, forrado de caucho y que me estaba perfecto de talla.

Era una prenda preciosa, con capucha y cinturón, que se sentaba igual de bien con mis tacones altos que con mis botas de caucho. El regalo iba acompañado de una nota que decía:

«Usted sabe llevar el caucho con auténtica elegancia: póngase este impermeable cuando venga a trabajar, si lo desea. A mí me gustaría que lo hiciera ya desde mañana mismo. No tenga cuidado. Siempre le he ocultado este fetichismo a mi mujer, así que ella no tiene ni idea de nada de esto.»

Con aquello me sentí mucho más segura y no dudé en complacerle. A pesar de que en todo momento tenía la sensación de que él me seguía, con la polla fuera del pantalón y haciéndose una paja. Sólo tenía que mirar discretamente hacia las ventanas o a cualquier superficie brillante, de esas que se pueden utilizar como espejo, para verle detrás de mí. Siempre con un rojo capullo en la mano, encarnecido de tanto frotarlo, y oscilando exageradamente.

Pero él se conformaba con aquello, sin pedirme nada más. La verdad es que yo le consideraba guapo, capaz de conquistar a cualquier mujer con un poco que se lo propusiera. Por otro lado, no estaba casado con ningún adefesio. La señora resultaba bastante notable. El único inconveniente que tenía radicaba en su puritanismo. Seguro que jamás habría consentido el fetichismo del señor.

Recuerdo que una mañana de lluvia, al fin, nos volvimos a encontrar solos en casa. Cuando abrí la puerta, comprobé que me estaba esperando.

—Buenos días, Benita. ¡Está usted más preciosa que nunca! —susurró, temblándole la voz y todo el cuerpo.

Me volví y esperé que él me quitase el impermeable. Pero no entendió la intención, acaso porque de tanto desearla le resultaba inconcebible que yo se lo estuviera poniendo en bandeja.

—¿Quiere ayudarme, señor? —le pregunté, muy mimosa.

Soltó un leve gemido, apretó las piernas para contener ese potro desbocado que era su picha y dijo con un hilo de voz:

—Gracias, Benita…

Nunca me habían dedicado tanto mimo y devoción. Me fue sacando el impermeable muy despacio, tirando de la manga derecha como a cámara lenta. Deseando que el proceso se eternizara; al mismo tiempo, iba secando las gotas de lluvia con sus labios y su lengua. En el momento que terminó, más allá de los diez minutos después de haber comenzado, se hallaba tan excitado que, en su bragueta, la tienda de campaña estaba a punto de arrancar los vientos y reventar la lona del techo.

—¿Me permite, señor? —le pedí, agachándome un poco.

—¿Qué va a hacer usted, Benita…?

—El señor es muy bueno. Yo deseo ayudarle a que goce un poco más… Extraje del estuche de la bragueta una polla cárdena, congestionada y súper erecta. No podía ser considerada grande, pero sí hubiera hecho feliz al menos a un 75 por 100 de las mujeres del mundo. La besé en la punta, y tembló como un pajarito asustado… ¡No, era el deseo tan inmenso que seguía considerando increíble el regalo que yo le estaba proporcionando!

Me la metí en la boca, pero sólo el capullo. Un sabor ácido se combinaba con la gran cantidad de saliva que yo había segregado. Lentamente, sin querer precipitar su eyaculación, le rebordeé con la lengua el glande; al mismo tiempo, me apoyé en la pared, para alzar mi pierna derecha lo más posible. Y él comprendió, aquella vez sí, lo que yo le estaba proponiendo. Me quitó las botas con muchas dificultades.

Al no querer detener la mamada, supuso un esfuerzo extra el hecho de descalzarme. Pero valió la pena. Aquel hombre se entregó a besar la bota, a lamerla de arriba a abajo y a meterse el tacón en la boca, sin importarle el barro y la suciedad. Todo un morboso juego de excitaciones que a mí me llegaban a través de su polla.

—¡Benita, Benita…! Si hay una mujer más hermosa y comprensiva en la tierra… ¡tendría que ser un ángel o un demonio…! ¡Toda una vida soñando con este momento… Y lo he ido a encontrar cuando menos me lo esperaba…! ¡Gracias, gracias…!

En aquel instante advertí el engordamiento de sus cojones, las oscilaciones de su picha y la llegada del primer globo de esperma. Me agarré a sus muslos, dispuesta a tragarme todo aquel líquido. No obstante, en un relámpago de lucidez, preferí sacarme la polla de la boca, le quité la bota de las manos… ¡Y conseguí, en el último segundo, que todos los chorretones cayeran en el interior de la caña y en los bordes…! ¡Cómo se reía y se le saltaban las lágrimas al señor! ¡Su felicidad eran tan inmensa que me enamoré de él!

—¿Me dejas, Juan María? —le pedí, tuteándole.

—¿Con qué me vas a regalar ahora, Benita…? —me preguntó, muy en el papel que yo le había obligado a asumir voluntariamente.

Le llevé la bota a los labios. Jadeaba y estaba apoyado en la pared, sin apenas fuerzas para incorporarse. Poco a poco, fue pasando la lengua por los goterones de su propio esperma. En una operación fetichista, que combinaba el señor del material con el de su líquido viril. Después, como yo esperaba, me cedió parte de aquel manjar. Lo compartimos como verdaderos amantes, sin egoísmos. Por último, él me dijo.

—Tú no has conseguido el orgasmo, Benita… ¿Qué podría hacer yo por ti para compensarte?

—Sólo tienes que tocarme un poco el coño. Estoy a punto de caramelo, Juan Manuel.

Me cogió de la mano y me llevó al comedor. Sentados en el sofá de cuero, me desnudó por completo y me colocó el impermeable, pero totalmente abierto. Más tarde, fue pasando la mano derecha por mis ingles, a la vez que con la otra acariciaba el impermeable… Sus dedos entraron en mi raja, supieron localizar el clítoris, para frotarlo con una suavidad exquisita, y realizar al mismo tiempo un simulacro de penetración de follada…

—¡Ya me viene, Juan Manuel…! ¡Me estoy derritiendo viva…! ¡Cómo me gusta…!

De repente, se me ocurrió algo más. Cerré el impermeable, de tal manera que me cubriese la mitad del coño, pero coincidiendo con el momento cumbre de mi orgasmo. Y como soy una mujer que acostumbra a soltar muchos caldos, él se encontró con que podía mamarme y sentir la proximidad del impermeable… ¡Cómo gozamos!

Hoy día nos dedicamos a repetir lo mismo cada dos semanas, siempre que nos quedamos solos. Hemos mejorado mucho, y él hasta ha llegado a follarme. Como suele durarnos el jueguecito una hora y media; luego, me ayuda en la limpieza de la casa, para que su mujer no se dé cuenta de «cómo perdemos el tiempo».

Estoy a punto de convencer a Juan Manuel de que podíamos encontrarnos en algún hotel o en mi casa, aprovechando las frecuentes visitas que él tiene que hacer a la ciudad. A pesar de que sea tan meticuloso en sus cosas, podría empezar a ampliar el tiempo que dedica a sus visitas profesionales, con el fin de acostumbrar a su esposa a que, en lugar de hallarse ausente desde las cuatro a las ocho de la tarde, ya tiene que quedarse hasta las nueve o las diez.

Sería la mejor manera de no vernos supeditados a hacerlo únicamente dos veces al mes. Por otra parte, mi colección de botas e impermeables ha aumentado en gran medida, pero todas son del mismo material y parecidas características. Hay momentos en los que se pone tan loquito conmigo, que me ofrece mucho dinero. Tiene una cuenta corriente privada, cuyo dinero se halla fuera del control de su esposa, y más de una vez me ha puesto en las manos un cheque de cinco ceros… ¡No se lo aceptaré jamás!

Yo lo paso tan bien con él. aunque lo mío quizá sea más piedad que amor. Si tomara algún regalo o ese dinero, estoy convencida de que terminará considerándome una puta, ¿no os parece?

BENITA – LA CORUÑA