Aquella noche con dos chavalas

No lograba conciliar el sueño, a pesar de estar tendido en el lecho y en una lujosa habitación de un hotel de la Costa Brava. Un edificio que disponía de un gran complejo deportivo situado entre bosques y colinas. Me acababa de fichar un equipo de fútbol de segunda división —permitid que oculte el nombre—. Yo pasaba por ser un cañonero infatigable, que contraatacaba maravillosamente a pesar de mi aire tranquilo y casi blando. Sobre el campo nacía en mí como un furor especial, y llegaba a proferir gritos bestiales para abrirme camino en la carrera hacia la portería. Sin importarme los adversarios que trataban de cortarme el paso, dejando atrás al que me marcaba y a todos los que intentaban interferirme con una astucia viril, ya fuera los que me empujaban o los que me sujetaban cuando saltaba de cabeza.

Insensible a las patadas y al peligro de que me rompiesen algún hueso, seguía adelante hasta conseguir el gol. Un gol lleno de furia, como si quisiera desfondar, violar la portería igual que si se tratara de un coño de mujer. Porque, en mi furor, volcaba en el juego bastante de la carga humana de un hombre al que le gustaban las mujeres a rabiar: verlas debajo de mí, gimiendo, implorando y pidiéndome una pausa; mientras, yo las empalaba descompuestas, vencidas y agonizantes después de dos o tres orgasmos. Y yo con mi tranca de león, continuamente erguido, potente y gallardo.

Esta neurosis del gol la llevaba en la carne desde hacía mucho tiempo, cuando era más joven. Entonces jugaba con el balón contra la pared de una casa en ruinas; también lo hacía en el patio de la parroquia, arrojando al suelo con furia a mis adversarios, rompiendo los zapatos y tragándome luego las palizas que me arreaba mi madre. Pues había decidido que sería futbolista profesional. Uno de esos campeones que entran en el terreno de juego mientras cien mil personas le aplauden. Uno así se convierte en un rey, aunque haya nacido sin un céntimo y crecido comiendo patatas, sardinas y cebollas.

Pero, aparte de mi vocación inicial, mi ansia de gol explotó como una consecuencia de la auténtica represión sexual en la que había vivido; del despiadado control a que un jugador como yo se había sometido durante la época adolescente. Era un jugador muy valioso para mi equipo, y por eso controlaban ferozmente mi vida privada para impedir que me estropeara, que me malgastase con las mujeres. Porque todos sabían que follar era, después del fútbol, lo que más me gustaba y que me habría pasado el día entero metiendo gol en las vulvas de las chicas. Las mismas que nada más verme me enviaban este mensaje mental:

«Decídete… Soy toda tuya… Me abriré para que me desfondes… Te lo daría aquí mismo, en la calle…, dentro de un portal, en un retrete, en el ascensor… ¡Donde tú quieras!».

Yo estaba convencido de que follar me haría bien, porque aumentaría mi carga de agresividad. Me daba cuenta de que estaba equivocado el criterio médico que obligaba a los atletas a mantener dosis excesivas de abstinencia, a casarse con mujeres insignificantes y tibias, o a esas otras que, sin poder soportar la absurda dieta sexual, te ponían los cuernos mientras estabas en el campo jugando.

Esto le sucedió a un amigo mío y se hundió en la duda. Estaba en el campo como ido: perdía los balones, no nos veía ni nos sentía a los demás, siempre con la mente perdida en su hermosísima mujer, que en aquel momento estaba con los muslos abiertos, ofreciéndose a un desconocido, gimiendo bajo sus caricias, besándole impúdicamente, absorbiendo la ola de cálido semen que brotaba de la picha y llenándose de la satisfacción de conseguir todo lo que su marido no podía darle porque el entrenador se lo prohibía. Y así se fue hundiendo el pobrecillo: en un año se quedó en nada, desapareció del firmamento de los futbolistas donde basta una mala racha, un error fatal, para que te echen del equipo e inmediatamente el público te olvide.

A mí no me podía pasar nada así. Yo tenía una mujer tranquila, de toda confianza, encantadora y que follaba con gran pasión cuando se lo pedía. Pese a a ésto no cesaba de dar vueltas sin parar en la cama del hotel, pensando en aquellas cosas y en el partido del día siguiente. En medio de la oscuridad, sólo aliviada por la suave luz de un rayo de luna, trataba de olvidar que debajo de las sábanas, a pesar de las píldoras tranquilizantes, contaba con dos testículos a punto de estallar y una polla sometida a una erección espasmódica. Unas fuerzas de la naturaleza que me provocaban unas ansias locas de salir corriendo como un caballo loco en busca de una yegua en celo…

De repente, vi que allí había una yegua en celo… ¡En mi misma habitación! Era una sombra desnuda que se destacaba bajo la claridad que entraba por la ventana… ¡Un cuerpo desnudo de mujer! ¿Acaso un sueño? ¡No, era real!

Se acercó a mi cama y alargó las manos para separar las sábanas. Me quedé quieto, con los ojos semicerrados y admirando la aparición sin poder creerlo. Una mujer en mi habitación y a aquellas horas en mi retiro futbolístico, donde se me mantenía vigilado… ¡Imposible!

Pero las manos de ella ya recorrían mi cuerpo, ligerísimas, aladas; y sus cabellos resbalaban acariciando mi tórax, al igual que un océano tibio y tentador. Mi verga se llenó de vibraciones eróticas. Dominado por el entusiasmo cambié de postura, con un gesto brusco para alejar el sueño afrodisíaco, y la muchacha cayó en la moqueta del piso.

Encendí la luz muy asustado. Entonces la vi claramente junto a mi cama: bellísima, segura de sí y totalmente ofrecida. Era Paloma, una chica a la que había visto a veces en el comedor. Una criatura fascinante y enigmática que en muchas ocasiones me había dedicado unas miradas provocativas. En aquel momento se hallaba allí, para mí, sin ningún preaviso, y mimando con gestos sensuales y exhibicionistas mi deseo exasperado de penetrarla. Se acariciaba las tetas, me las brindaba, sacaba la lengua, pasándola lentamente por los labios semicerrados; descendía con sus dedos hasta sus ingles; abría los secretos de su chumino, mostrándomelo y deteniéndose sobre su clítoris color carmín, enmarcándolo y sacudiéndose toda, en silencio, pero sin suspiros y sin palabras…

Yo me consideraba un hombre de hierro, un duro. Sabía que una chica así era peligrosa la noche antes de un partido. Fácil al comienzo; pero, luego, ¿cuándo acabaría de poseerla? ¿Qué cantidad de eyaculaciones desahogaría con ella? Y mis innumerables hinchas, ¿qué pensarían al verme soñoliento sin conseguir meter el balón en la portería?

Me moví en la cama, cerré los ojos y esperé que desapareciera aquella visión diabólica, que se evaporara y pudiese relajarme.

No obstante, allí estaba de nuevo la caricia, el flujo de sus cabellos, y el contacto de sus labios perfumados y de la lengua tierna, que comenzó a recorrer mi boca. Luego, su rostro se insinuó en mis orejas y me lamió el cuello. Cosquilleó mi tórax poderoso pero sensible; después, llegó más abajo en busca de mi cintura, de mi vientre, de mi polla atormentadamente erecta…

Mis fuertes manos la sujetaron justo en el momento que estaba recibiendo en su boca mi virilidad. La separé rudamente en una tentativa de impedir el momento fatal del orgasmo. O quizá de cumplirlo de otra manera, con una auténtica posesión.

Paloma me miró dulcemente y encontró una sonrisa en mi rostro descompuesto. Ella no tenía prisa. Sabía que trabajaba sobre seguro, que le ayudaba en esta operación nocturna una altísima complicidad. La complicidad de haber sido enviada por la mujer del presidente del equipo, Soledad. Una hermosa mujer de 30 años, elegante y depravada. Pero no más depravada en realidad que cualquiera de las esposas de los ricos burgueses, que con el dinero te quitaban cualquier capricho y te compraban cualquier placer. Les bastaba con pagar para disponer de un chico sexualmente bien provisto o quizá de dos, para jugar con ellos, y luego hacerse follar por uno por otro, o por los dos a la vez. Y al comprobar que yo la rechazaba, me envió a aquellas hembras para comprometerme.

La noche antes del partido, Paloma había entrado clandestinamente en el hotel, se metió en mi habitación y me ofreció su cuerpo. En aquel momento se hallaba sobre mí—yo era un atleta, pero mi sangre no estaba compuesta de agua y los consejos de abstinencia no impidieron que funcionasen mis cojones—, y logró que se la «clavase»; en vulgar, como dice todo el mundo. Quería ser jodida. Estaba echada para que me hundiese dentro de ella, para que la hiciera sentir mi falo poderoso en las vísceras.

La chavala me la tomó en sus manos poderosas y las llevó a sus tetas, y consiguió que se las apretara, que se las pellizcara; luego, yo me llevé los pezones a los labios y los chupé con movimientos frenéticos de lengua; mientras, los golpes rítmicos de la follada aumentaron hasta que llegué al espasmo. Me quedé quieto, distendido bajo ella y con los ojos cerrados, tranquilo, poderoso y estremecido de voluptuosidad…

Con los ojos cerrados después del orgasmo. Mi pensamiento volvió lentamente al fútbol, porque estaba recuperando el conocimiento. Regresé a la aventura, me pareció escuchar a la multitud y el grito gigantesco con que se acompañaba el gol.

Pero no había acabado la noche. En aquel instante, las manos que acariciaban mi tórax ya no eran dos sino cuatro… ¿Una fantasía? Acababan de apagar la luz. Sólo escuchaba el murmullo de unas voces femeninas, unas risas sofocadas… Dos labios oprimieron mi boca; pero no me supieron como los de Paloma. Resultaban más ligeros, más ávidos. Y otros muy expertos se insinuaban en mis ingles, resbalando entre mis cojones y empezaban un lengüeteo enloquecedor en torno a mi verga, que en ningún momento había dejado de estar erecta…

Las mujeres en mi cama eran sin duda dos. Las vi con toda claridad. Junto a Paloma había una muchacha hermosa, llena y jovencísima. Una criatura que me ofrecía la boca, abriéndola delante de mi rostro: redonda, fresca, bellísima y con una hilera de dientes blanquísimos, y mostrándome la lengua, apretando sus mejillas en la mímica provocativa de la felación.

La pequeña era Laila, la hermana de Paloma. Pero yo descompuesto por el doble asalto femenino, lo ignoraba. No pude imaginar, ni siquiera jugando con las formas femeninas, que era una chiquilla de 18 años, ya entrenada por las morbosas atenciones de su hermana.

No pude pensar que la aparición de aquella «lolita» suponía el toque final del complot que trataba contra mí la presidenta. Quería que las chavalas me denunciasen por violación, lo que hubiese supuesto el final de mi carrera deportiva. Y la venganza de mi enemiga.

En el corazón de la noche a mí no me quedó otra posibilidad que abandonarme indefenso a las caricias abrasadoras, a los besos expertos, y a las lujuriosas iniciativas de las dos chicas que asediaban y conquistaban mi cuerpo. Mientras la pequeña se volcaba en una felación provocativa y profunda, después de acariciarme la polla con sus manos inocentes, Paloma me ofreció sus tetas para que las besara, las chupara y las gozara en el momento del orgasmo.. ¡Un orgasmo interminable, delirante…!

Un verdadero triunfo, que enloqueció a las dos chavalas, hasta el punto de que decidieron marcharse de la habitación, olvidando que habían venido a comprometerme por indicación de la presidenta del club rival. Debieron considerar que no podían pagarme con esa guarrada. Y a la mañana siguiente jugué el mejor partido de mi vida.

Simón – Tarragona