No hace mucho tiempo contesté a un anuncio que decía: «Pareja 50-60 años busca un hombre para una relación amistosa durante un fin de semana». Soy un soltero de veintiséis años, que posee un carácter aventurero. Así que me decidí a escribir. En seguida me contestaron y, con el fin de mantener un contacto previo, decidimos encontrarnos en un parking.
De esta manera, mi primer conocimiento de Juan e Irene tuvo lugar dentro de un fantástico «Mercedes» propiedad de ellos. El marido era calvo, muy delgado y bastante simpático; mientras que ella resultaba una mujer bonita, bien peinada y maquillada y que vestía con gusto.
Rápidamente, Juan me dio a entender que no estaba en situación de satisfacer por completo a su mujer, por lo que necesitaba buscar un amigo de vez en cuando para pasar un fin de semana. Comprendí que no se trataba de que fueran gente viciosa, ni que él fuera un mirón; al contrario, advertí que era un tipo nada egoísta que trataba de conseguir una mayor felicidad para su mujer.
Aquello me gustó. El viernes nos pusimos de camino hacia un chalet que tenían en la playa. Llegamos allí hacia la medianoche, y el lugar me entusiasmó porque era una casita construida justo encima del mar; pero asentada en la ladera de una montaña, cuyos árboles llegaban hasta la playa. Me pareció un sitio de ensueño. Juan y yo tomamos una copa; mientras, Irene iba a ducharse y a ponerse cómoda. Luego, apareció con un vestido estampado, muy amplio y provisto de un generoso escote en pico.
— ¡Bravo, querida! —exclamó Juan—. Estás preciosa. Ahora os voy a dejar porque quiero acostarme pronto para ir a pescar mañana.
Y así me encontré solo con esta bella mujer que me miraba sonriendo. Me acerqué y le dije:
—Es usted realmente muy bonita y no puedo ocultar que me resulta de lo más apetitosa.
Ella se echó a reír halagada por el cumplido y me contestó:
—La verdad es que eres un muchacho encantador y muy guapo; por favor, llámame de tú.
Me acerqué más a ella y la tomé en mis brazos. Nuestras bocas se juntaron. Ella debía estar bastante deseosa, porque enseguida deslizó la mano hacia mi bragueta para sacar el instrumento que esta ansiando conocer y, al momento, se lo engulló. Me dedicó una mamada extraordinaria demostrando una enorme experiencia. Después, me desnudó lentamente y se detuvo mucho rato sobre mi pecho lleno de vello, que cubrió de besos. Yo quisé desnudarla a mi vez; si embargo. Irene me dijo:
—Todavía no. Siéntate en el sillón.
Obedecí. Estaba completamente desnudo, y ella se colocó en frente de mí en el otro sillón. Se levantó despacio la falda, dejándome ver sus medias; luego, sus muslos; y, más tarde, lentamente separó las piernas. Vi claramente su liguero, y me di cuenta de que estaba sin bragas. Allí aparecía una mata de pelo negro y rizado, que ella cubrió con la mano. Después, mirándome bien, se acarició lentamente y me dijo tranquilamente:
—Nunca llevo bragas.
Me di cuenta de que se ponía roja y, siempre muy despacio, añadió a media voz:
—Me considero una guarra. Me gustan con locuras los jovencitos. Me permiten gozar sólo con verlos. ¡Ah, cómo disfruto imaginando lo que vamos a hacer!
Apretó los muslos en torno a su mano y gozó ampliamente. Aquello duro mucho; yo estaba sorprendido y por supuesto muy excitado. Después, se tranquilizó, me sonrió y me tendió un cigarrillo.
—No tengas miedo de mí, pero compréndeme. Hace mucho tiempo que fantaseo sobre lo que acaba de pasar. En realidad no he engañado nunca a mi marido, ni jamás me he masturbado delante de nadie. Siempre llevo bragas como todo el mundo pero soñaba a menudo con hacer una cosa como la que acabas de ver. Por nada del mundo me hubiese atrevido a realizarlo, ni creo que vuelva a repetirlo. Mi marido no está en situación de satisfacerme por completo, y ha sido él quien ha tenido la idea de buscar alguien que lo reemplazase.
Al principio yo me negué; pero, poco a poco, la idea empezó a excitarme. Te advierto que a veces me satisfago únicamente con la imaginación y llego a gozar mucho. Mira, la otra noche cuando hablabas con mi marido en el coche sentí un enorme deseo de acariciarme, a causa de que me habías producido una enorme excitación; pero, no me atreví a hacerlo. Bueno, ya lo sabes todo. Ahora ya si quieres puedes desnudarme.
Es lo que empecé a hacer con mucha dulzura y en medio de infinidad de besos. Era la primera vez que follaba con una mujer de esta edad y me sentí asombrado de que tuviese un cuerpo tan juvenil y una naturaleza tan fuerte. Follamos como dos locos encima de la moqueta, tan excitados uno como el otro.
Comencé a sentir mi propia excitación, y no traté de disimular. A su vez, la de Irene ya había alcanzado su total dimensión: me pareció antológica por el tamaño de sus pezones, y porque su coño no dejaba de manar caldos. Miré con descaro todo el conjunto vaginal, y ella me correspondió arrimándose a mi cuerpo. Una descarga eléctrica me recorrió por entero, y fue como el farolillo verde que dio inicio a la batalla sexual.
En seguida Irene echó mi cabeza hacia atrás, y su boca se posó en la mía. Traté de escapar de la húmeda presión, acaso para tomar algún tipo de iniciativa; sin embargo, me di cuenta de que estaba totalmente inmovilizado…
Muy pronto me rendí a aquel juego de pasiones: especialmente a causa de que la boca de la mujer estaba succionando mis labios, hasta tal punto que sentí cómo se perdían en las excitaciones brasas de su interior…
—Así me lo estás haciendo más fácil —me susurró al oído.
Me había abandonado totalmente. Gocé de ese placer instalado en mis riñones, meciéndome bajo un dominio feroz, potente y fascinante. Porque ella pretendía que le entrase con todo lo mío. Y sentí cómo su vientre se apoyaba en mi paquete genital, apretándome casi hasta hacerme daño; a la vez, buscaba mi verga, que, nada más encontrarla, acarició, estrujó y movió para proporcionarme mucho mayor placer. Por último, las múltiples contracciones del inminente orgasmo conjunto nos hicieron jadear. En seguida nos entregamos a las potentes pulsaciones de la descarga total…
Después de la explosión de semen, bajo cuya ducha había «bautizado» sus muslos e ingles, permanecimos uno sobre el otro durante un largo rato. Con las piernas entrelazadas parecíamos negarnos a la separación, igual que si la transpiración hubiera pegado completamente nuestros cuerpos; además, mi polla y su coño se mantenían calientes y llenos de deseo. Poco más tarde nos separamos para tomar aliento…
Mirándonos a los ojos, construyendo un universo de complicaciones alimentadas por las evidentes facilidades, repetimos la follada. Y fui yo el que descansé mi cuerpo sobre el suyo. Irene me estrechó entre sus brazos para ofrecerme todo su chumino. La dejé que se adueñara de mi boca abierta.
Deseando recibir mi descarga sexual, ella chupó y lengüeteó desesperadamente. Y minutos después coronó sus deseos: la inundé con mi esperma, que se tragó hasta la última gota… Cuando la solté, se derrumbó exhausta en la cama.
Seguidamente, follamos en las posiciones más insólitas. Casi sin palabras y con las mínimas prestaciones. Nos amamos como sólo un hombre y una mujer pueden hacerlo. Transpiraban nuestros cuerpos y palpitaban nuestras venas.
Los genitales aún se mantenían dispuestos. Y el silencio no podía ser absoluto debido a nuestros constantes gemidos y susurros de gozo. Proseguimos el juego del amor: con los cuerpos mirando a la puerta, dejando las piernas abiertas y los sexos aún no saciados; por eso nos masturbamos mutuamente…
Entre las delicadas y, a la vez, agresivas manos de Irene mi verga acabó deshaciéndose en nuevos torrentes de esperma; mientras, que su coño, a merced de mis dedos, se recreaba en el éxtasis absoluto. Y cuando volví a atacar con mis labios su abultado clítoris, que humedecí con abundante saliva, comprobé que se tendía. Un esfuerzo más.
Los aprisioné con mi lengua, para recorrerlo una y otra vez, de arriba a abajo y de abajo a arriba, queriendo lograr que el hirviente néctar del chumino me inundara hasta la saciedad; mientras, el hermoso cuerpo de mi madura amante se derrumbaba agotado sobre el mío. La recibí con un largo suspiro de satisfacción…
Al final, tomamos un baño los dos juntos y nos acostamos después de haber vuelto a follar una vez más.
A la mañana siguiente, sucedió algo parecido. Y así pasamos el fin de semana. El domingo por la noche, cuando los dejé, me encontré en el bolsillo dos billetes de 100 €. No me volvieron a llamar nunca más. Luego, muchas veces, he pensado si realmente ella fue sincera en todo lo que me dijo o era una viciosa de tantas en busca de carne fresca…
Pedro – Ciudad Real