El techo de la gozada

El internado resultaba muy riguroso para todas nosotras. Prácticamente no salíamos y nos pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo en las aulas, donde se desarrollaban los estudios. No es que pretenda justificarme. Desde pequeña había sentido inclinaciones hacia mi propio sexo, jugaba con mis amigas en un desván que coronaba la casa de campo donde vivían mis padres. Después, me mandaron a la capital y la soledad de aquellos fríos dormitorios me inclinó a pensar en lo segura que me sentiría en manos de una amiga, en su brazos, durmiendo en su regazo y sintiéndome protegida en las noches de excitaciones sensuales.

Los hombres no entraban en mis sueños. Normalmente, me parecían zafios y su propio olor me repugnaba, así como sus gritos y sus groseras manifestaciones de cariño. Mi experiencia con ellos se reducía a una triste aventura que terminó en la noche de mi desvirgación.

No sentí ninguna satisfacción al ser poseída casi a la fuerza y verme, luego, alrevesada por un enorme dolor. Allí terminó la ilusión amorosa que me podía haber producido aquel muchacho. Nunca más volví a verle, ni creo que tenga necesidad de ello.

En la universidad hice amistad con Luisa, a la que mandaba inocentes cartas contándole lo que pensaba en cada momento. Ella me contestaba, y así se entretenían nuestras tardes invernales. Al llegar la buena temporada, cuando las clases finalizaban, la invitaba a pasar las vacaciones en mi casa. Ella aceptaba en seguida. Era una chica mayor, que no se llevaba bien con su familia y que hacía todo lo posible por mantenerse alejada de ella. Se sentía muy feliz ante lo que yo le decía. Llevábamos algún tiempo manteniendo unas ciertas relaciones.

Se acercaba ya el tiempo caluroso, y nosotras llevábamos unos camisones abiertos, que casi desnudaban nuestras formas adolescentes. Súbitamente, mientras ella se desvestía, descubrí lo hermosa que podía llegar a ser. Su cabello le caía ondulado sobre los hombros, donde unas ligeras tiras dejaban flotar el resto del camisón. Al tumbarse me acerqué a Luisa.

Pronto noté la dureza de sus tetas, y advertí una cierta ansiedad en su mirada. Me esperaba desde hacía un rato y su estado era de un febril nerviosismo. Casi me hizo daño al apretarme con las manos y preguntarme la razón de mi tardanza. Es cierto que me había retrasado con respecto a otras noches; pero no encontraba motivos para una reprimenda. Se lo dije e incluso me mostré ansiosa por marcharme en seguida.

Ella casi gritó de indignación; luego, me empujó contra el extremo de la cama y me redujo con sus brazos para, acto seguido, besarme desesperadamente pidiéndome perdón si es que me había hecho daño. Yo me quedé sorprendida ante esta reacción tan inesperada.

Jamás pude suponer que dependiera tanto de mis visitas. Más bien pensaba que la molestaban un poco, y que me hacía un favor debido a lo joven que yo era y al estado de desamparo en que me veía. Por el contrario, en aquel momento comprobé cómo vibraba su cuerpo junto al mío y sentía una emoción bien distinta.

Luisa me ansiaba, recorría nerviosamente con las yemas de sus dedos cualquier punto de mi piel, y las primeras lágrimas estaban a punto de saltar de mis ojos. Me sentí turbada.

Entonces la besé, puse mi piel junto a sus labios ardientes y, ( después, me abandoné en una unión prolongada. Sentí que su lengua, tímida y nerviosamente, pugnaba por entrar. Suspiré profundamente y abrí mis dientes, queriendo sentir el paso de su lengua. Me despertó una sensación que era la primera vez que surgía en mi ánimo, por lo tanto se quedó grabada en mi cerebro con la claridad de un relámpago.

La suavidad con que ella me trataba me llenó de sensaciones maravillosas, al mismo tiempo que su mano se deslizaba por mi cuerpo palpándolo sin dejar ningún rincón por recorrer. Su delicadeza constituía un atractivo fundamental. Yo era muy tímida, y aquel tratamiento abrió las puertas definitivas para una relación que continuaríamos durante mucho tiempo.

Días más tarde, nos encontrábamos al lado de un cobertizo, tumbadas a la sombra por el calor, que nos impedía estar al descubierto. Yo llevaba una falda plisada, y Luisa se encontraba a mis pies, con la cabeza apoyada en mi regazo.

Entonces, ella levantó los pliegues mientras yo creía que empezaría a acariciarme. Me encontraba imposibilitada para protestar; pero lo que sucedió me sorprendió sobremanera y me impidió cualquier réplica que yo hubiese pretendido ofrecerle. Todo sucedió con demasiada rapidez.

Su boca se posó sobre mi rodilla y comenzó a ascender con suavidad; al mismo tiempo, su lengua se deslizaba y sus dientes mordían mi piel como en un juego. Pronto me invadieron unas convulsiones de placer. Jamás me había sentido tan nerviosa y tan feliz a la vez.

Su lengua no paraba en sus oscilaciones rítmicas, su respiración chocaba con mi piel, que bullía por el calor de la tarde y la emoción en que me encontraba. Me sentía poseída al mismo tiempo que arrastrada por una pasión más fuerte que yo misma.

A mi amiga el calor le ponía cachondísima. Y dado que era una lesbiana de mil demonios, me encontré con algo encima de mí que pretendía devorarme.

Ese «algo» eran su lengua y su boca, capaces de realizar unos cunnilingus que me dejarían el chocho como si fuera una raja de sandía en manos de una sedienta. Bebió en mí, amorrada y provista de una lengua que se cuidó de titilarme el clítoris. Lo golpeó hábilmente. Y yo empecé a temblar, sacudida por unos espasmos que me permitieron no sentir la dureza del suelo en el que me apoyaba. La cabeza me daba vueltas.

—Hace un calor de infierno… ¡Y tú te has empeñado en que ésto se convierta en un horno, bonita!— protesté cariñosamente, sin que por nada del mundo estuviera deseando que ella abandonase la mamada.

No creo que me oyese, de lo entregada que se hallaba en la faena. Pero seguro que se enteró del alarido que solté al llegarme el primer orgasmo. Pero no solté ningún sonido más; lo mío fue cuestión de convulsiones ventrales, cierre de muslos y unas manos que sujetaban la cabeza de Luisa para incrustarla aún más en mi chocho. Debía absorber los regueros de caldos que me salía a borbotones.

—¡Me estás poniendo loquita, Paula…! —susurró ella, emergiendo de la mamada que acababa de aplicarme—. Luego de tantos meses pensando únicamente en los estudios, ¡ahora a ti te ha dado por quererte poner más hermosa que nunca… No lo entiendo…!

—¡Es el calor, bonita! ¡Y las noches de excitaciones que nos pasamos, sin poder ir al dormitorio de la otra porque mis padres se «mosquearían»!— me agaché para dar comienzo al pago de mi deuda.

Me gusta corresponder al trato que se me da, multiplicándolo por dos. Incrusté mi boca en el coñazo de mi amiga preferida, le mordí el clítoris y, a la vez, le metí dos dedos en el agujero anal. Escarbando en la entrada y profundizando a la manera de una picha diminuta.

Luisa se puso en marcha, brincando hacia delante y hacia atrás. Se quedó sin fuerzas y debió arrodillarse. Yo la recogí con mis brazos, besándola en el cuello, en los hombros y en la boca. Sus labios sabían a sal y a lujuria. Los pezones los tenía tan duros, que materialmente me pinchaban al rozarse nuestros cuerpos.

Las dos estábamos completamente enceladas. Hasta tal punto que no nos servían las posiciones fijas, ni el hecho de dejar que la otra llevase la iniciativa. Si a una se le ocurría chupar, seguro que provocaba la réplica idéntica en su propio cuerpo. Por este motivo, Luisa volvió a tomar el mando de la situación.

Sin embargo, ella siempre más agresiva, no sólo se dedicó a mamarme el chumino, sino que me hincó sus dedos en el culo. Retorciéndolos de tal manera que acabó dejándome tres dentro. Como una sodomización en toda la regla. Entonces, a mí se me ocurrió algo más provocador. Me dediqué a meter toda la mano en su coño. Le entré con facilidad, a pesar de que la obligué a dar unos bandazos a derecha e izquierda para ajustarse mejor a mi «penetración».

Durante unos momentos las dos nos conformamos con lo que teníamos a nuestro alcance, sin buscar situaciones nuevas. Bastante teníamos con disfrutar de aquel instante extraordinario.

Nos habíamos olvidado del calor. Sólo importaba el goce de nuestros cuerpos. Comprobar que con las lenguas, las manos y los otros elementos personales éramos capaces de poner en estado de vibración y calentura todo lo que manipulábamos. A mi se me incendió la imaginación, me volví más golfa que mi compañera. A pesar de que sólo contaba con dieciocho años. Necesitaba alcanzar el disfrute máximo…

Pero me limité a acariciar con una mano el clítoris rosa claro, muy fácil de capturar de lo enorme que se encontraba. La otra me sirvió para seguirle trabajando las nalgas. También la besé en las piernas. El pórtico celestial de Luisa se abrió y se cerró seguramente al mismo compás de la mamada que estaba dedicando a la verga.

Rabiosa aumenté la velocidad de agresión de mi lengua. Y dado que me estaba convirtiendo en una experta con las manos, la metí mis dedos en todos los lugares que se hallaban a mi alcance. Noté los espasmos de su cuerpo; al mismo tiempo, yo le seguía explorando con la boca y con una hábil manipulación.

Disponía de la suficiente claridad para ver lo que estaba haciendo. El sudor no me molestaba. Cosa extraña con el calor ambiental y el propio generado por la actividad sexual. Deseaba llegar al fondo de Luisa, de aquella amiga que siempre conseguía ganarme en los momentos más excitantes.

Preferí continuar acariciándola. Me hallaba de rodillas en el duro suelo. De pronto, advertí que ella se quedaba como floja, seguro que por culpa de un nuevo orgasmo. Aproveché la ocasión para darla la vuelta, y repetí con la comida de chumino. Luisa temblaba de incontenible excitación, deseosa de que yo le mantuviese en el éxtasis. Pero le separé las piernas, me las coloqué alrededor de la cabeza y empecé a comérmela apoyando mi boca sobre el capuchón del clítoris.

Lo tenía grande y bonito y, afortunadamente, no me planteó ningún problema. Lo acaricié con las yemas de los dedos, separando los labios para dejar al descubierto el húmedo y encarnado interior del umbral del coño. ¡Allí estaba la mecha femenina: toda hembra de las decenas de razas que hay en el mundo disponemos de este punto «tan vulnerable»!

Noté una presión al profundizar con mis dedos en el chocho suave y lubricado; al mismo tiempo, lamí el clítoris con la lengua y succioné con la boca. Metí un dedo —con la uña recortada— más profundamente y, después, lo saqué rápidamente… ¡Habíamos llegado al techo de la gozada!

Al año siguiente, diversas causas nos alejaron mutuamente. Aunque nos escribíamos, la emoción fue restando importancia a nuestros sentimientos. Yo propuse relaciones a una compañera, que me sorprendió con una respuesta entre temerosa y provocativa. Sin negar que sintiera atracción hacia las mujeres, me dijo que estas cosas no se debían hacer aunque ella encontraba una justificación en que estábamos tocando un tema que consideraba «prohibido» y muy peligroso.

Esto me hizo pensar en la siguiente ocasión que sentí deseos de acariciar a alguna amiga. No quería tropezarme con su oposición. Lo cierto es que las cosas marcharon mucho mejor de lo que yo suponía, luego de empezar a pensar que ya no volvería a obtener «el techo de la gozada».

Pronto me relacioné con una jovencita, en la que jamás hubiera puesto mis ojos por el mucho trato que mantenía ella con los chicos. Continuamente cambiaba de pareja y practicaba todo tipo de relaciones sexuales. Era muy atractiva, su tipo resultaba mejor que el mío, aunque yo también provocaba los piropos admirativos a mi paso. Más bien parecía existir una competencia entre ambas para destacar ante los demás.

Nuestra amistad comenzó al pedirme ella una serie de favores relacionados con los estudios. Poco después, comenzó una amistad que tuvo una continuidad muy larga. Yo descubrí pronto una particular obsesión de ella en provocarme para que me desnudase con las menores excusas. Cuando le pregunté la razón, confesó que yo le atraía muchísimo.

Y, de esta manera, comenzó una relación intensa. A aquella chiquilla le gustaban muchos mis tetas, pasar su cabeza por ellas y posar sus labios en mis pezones; también mordérmelas casi hasta hacerme daño. Su atracción hacia mi persona resultaba puramente física. Sin embargo, un tiempo después, accedí a vivir con ella. Tres años permanecimos juntas y, durante ellos, me fue totalmente fiel, ya que dejó todas las relaciones con los hombres que siempre le andaban «mosconeando».

Un día, al oír el timbre de la puerta de casa, me acerqué a abrir. Y me encontré ante Luisa. Allí mismo, quieta en el descansillo, con la maleta y pidiéndome que le indicase la dirección de alguna pensión pues había decidido escaparse de casa de una forma definitiva.

Naturalmente, le dije que podía quedarse en la mía. Una nueva emoción nació en mi cuerpo. Aunque no sabía la seguridad que ella me ofrecería, tuve la certeza de que abandonaría a mi fiel amiga de tres años para volver a sentir la emoción que alcancé con Luisa… ¡Mi techo de la gozada!