La pelirroja de la bicicleta

La noche era mía. Durante la mayor parte del día estaba durmiendo, duchándome o comprando. También iba al banco a sacar el dinero que necesitaba para la semana. Los viernes los dedicaba a escribir a mis padres y a mis tíos; pero las cartas no las echaba al buzón hasta el lunes siguiente.

En lo que se refiere a la limpieza del apartamento, de esto se cuidaba la portera del edificio. Subía tres tardes a la semana, siempre cuando yo me hallaba fuera. Algunas veces me preparaba algo para cenar, que normalmente acababa en la basura. Porque yo sólo como lo que mis manos han cocinado, después de comprobar que cada uno de los alimentos son sanos y cumplen las fechas de caducidad…

Pero las noches eran mías. Tras una celosía, con unos prismáticos apoyados en su trípode, buscaba a las mujeres desnudas. Doce edificios para mí solo: 128 ventanas, 48 balcones y 33 terrazas. No contaban los ventanucos ni las claraboyas, aunque en ocasiones me reservaran alguna que otra sorpresa.

Aquella noche miré el reloj de esfera luminosa, procurando que la lucecita no se reflejara en el plástico de la celosía, y comprobé que eran las 22,45. La hora de la pelirroja que gustaba de montar en una bicicleta fija sin llevar ropas.

Enfoqué las lentes provistas de un diminuto ordenador que las graduaba según la intensidad de la luz y la distancia… ¡Sí, allí estaba! Acababa de sentarse en el sillín, con esas tetas cuyos pezones rozaban el manillar, con esa raja del culo que se expandía y se estrechaba a medida que ella daba pedales. De pronto, ¡lo obligado!, la fatiga provocó que ella se incorporara…

Para que apareciesen los pelos del coño, vistos desde atrás… ¡Como hilillos de rojo fuego!

Sin dejar de mirar, me abrí el pantalón y dejé en libertad mi cipote. Ya no lo toqué; pero sabía que me hallaba esclavizado por las imágenes que permitían descubrir los potentes prismáticos. La secuencia moldeaba a la pelirroja fatigada y resplandeciente.

Ella ya se estaba bajando de la bicicleta. La vi buscando una gran toalla para secarse el sudor que cubría su cuerpo. Cuando llegó al pubis, volvió a agacharse, en esta ocasión más exageradamente… ¡Para exhibir, involuntariamente, el horno al rojo que era su chocho abierto, que se cubría con una maleza de color oro viejo! Así permaneció, unos cinco minutos.

Lo suficiente para que yo llegase a la eyaculación sin necesidad de tocarme el glande. El semen cayó en una bolsa que tenía delante, encajada en el hueco de una banqueta apropiada a la situación. Ni una sola gota llegó al suelo.

Como un mirón esperé quince minutos exactos. Luego me bajé del todo el pantalón y lo junté al calzoncillo. Cogí la bolsita de semen y la llevé al retrete, donde procuré tirar de la cadena las veces suficientes para que el testimonio de mi «indecencia» desapareciese. Seguidamente, me lavé el cipote en el bidé, me sequé a conciencia y me cambié de pantalones y de calzoncillos. Los otros los eché en la lavadora. Pero dejé los prismáticos en el mismo lugar.

En la cocina me preparé un bocadillo y abrí una pequeña botella de vino rosado. Terminé de cenar mientras desenfundaba la máquina de escribir. Encendí un cigarrillo antes de meter el folio. Ya tenía una de mis nuevas fantasías en la mente. Comencé a teclear despacio, sin errores…

«La he visto en la pradera esta mañana. Es la tercera vez que pasa delante de mí mientras yo estoy pescando. Me sonreía; sin embargo, no me engañó… ¡No!

Sé que debajo de su larga falda hay un grueso pivote, libre del sillín que debería sujetar, que ella se introduce en el coño. Follar y pedalear… ¡Golfa, golfísima!

»Dejo de pescar y empiezo a recoger la caña y los demás aparejos. Pronto escucho el estrépito de la caída y los gritos de ella pidiendo auxilio. Sé lo que ha ocurrido porque yo le he tendido una trampa: un simple cable «invisible» cruzado entre dos árboles, por donde ella no pudo pasar con la bicicleta.

»Llego a su lado y la encuentro con la falda subida. Todos sus glúteos y su coño rojizo se hallan al aire. Ella me mira confundida más que dolorida. Sé que no ha podido hacerse mucho daño al estar el suelo cubierto por una alta hierba… ¿Cómo?

»Un hilillo de sangre aparece en la parte inferior de los grandes labios. No pensé en el pivote que ella llevaba encajado en plan de cipote follador. Se ha rasgado el chocho de oro. Corro a por un poco de algodón, que siempre llevo con mis aparejos. La curo despacio. Ella me lo permite sin dejar de gemir por lo bajines. Dos dedos me traicionan y ahondan en su chocho expandido. Atrapan un clítoris ya bastante revoltoso…

»—Por favor, pescador, ¿te importaría completar el tratamiento metiendo tu polla, en lugar de estos dedos, en mi herida rajita?

»Me hago rogar, porque deseo completar la masturbación de su chocho.

»Cuando los dedos se me empapan de sus líquidos vaginales, me los chupo y los llevo a su boca. Momento en que salto sobre su cuerpo, para abrasar mi polla en el fuego de su cueva hirviente… ¡Qué polvo más salvaje; cómo me devora ella los labios; hasta qué punto se derriten mis cojones en sus ingles…!»

Me detuve a leer el folio. Sonreí «indecentemente» y miré el cigarrillo. Ni siquiera le había dado dos chupadas y sólo era ya un cilindro de ceniza. Eché un vistazo al reloj. La 1,19 de la madrugada. Estaban a punto de llegar el matrimonio que dormían desnudos con la lamparita de la mesilla encendida. Iba a poder «mirarlos» mientras follaban. Me correría y, después, escribiría otra de mis fantasías indecentes. Es lo que hacía durante mis noches.

Pero no tenía a mi disposición únicamente a estos seres humanos mencionados como mis personajes. Materialmente eran más de un centenar, aunque yo prefiriese a los que se comportaban de una forma metódica. En ocasiones aparecían situaciones inesperadas, como una orgía entre lesbianas. Todas ellas criaturas divinas, acaso bailarinas de un conjunto moderno. La noche resultaba como un inmenso caleidoscopio de posibilidades…

Aquella mañana, lejos de mi condición de furtivo o de «indecente», salí de mi casa a última hora para ir al banco a sacar dinero. Como siempre, rellené el impreso y, al ir a acercarme a la ventanilla, vi a la pelirroja de la bicicleta. Me puse colorado, bajé la cabeza e hice intención de escapar de allí.

—Pero, ¿dónde va usted, buen hombre? —me preguntó ella, cogiéndome por el brazo- Necesito la firma de una persona que me avale. Es que he pedido un pequeño crédito. Perdone; pero como somos vecinos puse su nombre, su domicilio y su número del carné de identidad. Me lo van a conceder. Ahora dicen que falta la firma de usted… ¿Me entiende?

Yo no había entendido nada; pero puse mi firma al pie de un impreso y la pelirroja recibió una copia que le permitiría, al cabo de unas semanas, cobrar algo así como 6.000 €. Luego, yo saqué mi dinero y volví a pretender escapar. Ella me lo impidió cogiéndome por el brazo e invitándome a comer.

La pelirroja no cesaba de hablar. Tenía voz, tenía olor y tenía un volumen que yo podía abarcar; pero era tan tímido que no me atreví a hacerlo. Debió ser ella, Esperanza, la que me llevara a su casa, en otra habitación distinta a la que ocupaba la bicicleta. Allí follamos, sin que pareciera importar que yo me comportara como un eyaculador precoz. AI tercer polvo pude conseguir que brotase el orgasmo femenino.

Entonces me quedé tumbado en la cama, con la voluntad encendida pero el cipote vencido sobre la zona alta de mi muslo izquierdo. Creí que habíamos concluido. Para ser mis primeros polvos me sentía muy satisfecho. Orgulloso. ¡Pero qué estúpido era!

—Ya verás cómo esto te resucita, Miguel —dijo ella con un tono malicioso— Es ácido de vinilo, un estimulante que ya utilizaba mi madre cuando hacía sus pinitos sexuales con los «hippies» de Ibiza.

Me encontraba tan relajado o adormecido por la satisfacción del placer conseguido que no me di cuenta de su maniobra. Cuando quise advertirla, ya había inhalado una fuerte cantidad de un vapor húmedo que me llenó las fosas nasales de un picorcillo y, casi en el acto, me proporcionó una gran euforia. No sé cuál pudo ser la causa pero empecé a reír.

—Ven conmigo, «eremita» —me dijo la pelirroja de la bicicleta— Esta noche te dispones a traspasar el umbral de la Magia Sexual. Darás el salto de la «nada» al «todo».

Miré hacia una de las ventanas y comprobé que ya se había hecho de noche… ¿Era aquella, mi noche? ¡Sí, sí! Reía, todo me parecía deslumbrante y me daba cuenta de cada cosa que me estaba pasando, en especial que mi cipote se alzaba en plan desafiador.

—Súbete en la bicicleta, Miguel —me ordenó ella, sonriendo.

—Pero si es… —me detuve a tiempo, al darme cuenta de que iba a descubrir que yo conocía la bicicleta— ¡Pero si es una fija, de las que se utilizan para perder kilos! ¿Es que lo necesita una diosa como tú, con un cuerpo tan perfecto?

Terminé la pregunta sentado en el sillín —en aquel momento no había sido desmontado—; La miré esperando disposiciones; y vi cómo Esperanza me hacía señas para que me echase hacia delante, pero boca arriba. Quedé con la cabeza apoyada en el manillar y con el culo sentado en el sillín, pero encogido de tal manera que mi cipote hacía de pivote… ¡Ese que ella se metía en el chocho cuando estaba realizando los ejercicios de todas las noches!

—Allá voy, «eremita». ¡Aguántame!

Saltó encima de mi glande, viniendo desde una silla a mi cuerpo. Cayó encima de mi vientre; pero, en seguida, dio los oportunos saltitos para que se efectuara la penetración. Supongo que en otra ocasión nuestro encuentro, casi circense, hubiese provocado que yo cayera al suelo. Pero algo me había dado fuerzas y resistencia viril.

A partir de aquel instante todo lo hizo ella. Me apresó el cipote, que debía medir más de 19 cms con su galería vaginal. Lo sentía completamente rodeado de una piel fibrosa, lubricada, y que era poseedora de un millón de poros-ventosas que se adherían a mi glande, al prepucio y todo el tallo. No obstante, esta especie de múltiple enganche se aflojaba, sin perder la presión, cuando Esperanza decidía bajar o subir sus piernas.

Todas estas operaciones las realizaba con las piernas en el aire y las manos apoyadas en mi pecho o en mi cabeza. También la sujeción que le proporcionaba mi cipote, lo que no impedía que el número fuese espectacular y, como ya he calificado lo anterior, «circense».

Repentinamente, dejó una mano libre para buscarme las pelotas. Las estuvo rascando por espacio de unos minutos, lo que resultó como esas ramas que se añaden a la fogata cuando ya la paella está a medio hacer.

La cocción se completó y me vi soltando semen igual que si mi cipote se hubiera convertido en una manguera… ¿¡Era verdad aquello!?

¡Sí, claro que sí!

Esperanza estaba orgasmeando, para dar forma a unos estallidos de goce casi simultáneos. Poco más tarde, caímos al suelo aparatosamente, enguilados como las moscas y riendo… ¡Pero a mí no se me aflojó la erección! Esto me permitió continuar «chingándola» desde arriba, teniendo sus piernas alrededor de mi espalda. Sus tacones me golpearon la nuca.

—¡Eres un bestia, «eremita»…, un verdadero bestia! ¡Anda, desfóndame…, que te quiero sentir en medio de mis intestinos… Ooohhh… Ya me has hecho pedazo los ovarios… Aaaahhh…!

Estaba tan dentro de ella que la mitad de mis pelotas entraron en su chocho. Poco más tarde rodamos por el suelo, enloquecidos, y le eché otro polvo. Los dos no dejábamos de reír y de pedirnos «¡más, más!»

—¿Por qué me llamas eremita?

—Porque lo eres. Siempre dentro de tu casa. Apenas duermes. Veo la luz de tu mesa escritorio algunas noches, siempre escribiendo a máquina. Yo diría que estás realizando una gran novela y necesitas el silencio… ¿Me la dejarás leer alguna vez?

No la contesté.

Ahora me encuentro en casa. Acabo de terminar la misiva que pienso enviaros a vosotros, mis aliados de «polvazo». Continúo siendo un «mirón» o voyeur como lo queráis llamar; pero de vez en cuando tengo la suerte de poder follar con Esperanza, ya sin necesidad del ácido vinilo.

Miguel – Barcelona