Una lavativa para mamá

Yo tenía entonces unos dieciocho años. Había ido con mi madre, divorciada de mi padre desde hacía años, a pasar unas vacaciones en casa de una prima de mamá que vivía sola en el campo. La casa era enorme, llena de cosas interesantes, que yo tenía permiso para curiosear a mi antojo. Una tarde, a la hora de la siesta, cuando subía a examinar un baúl lleno de revistas antiguas, que había en el desván, oí unas risas apagadas en la habitación de mi tía y la voz de mi madre:

—¡Oh, sí! —exclamaba con excitación— ¡Ay…!

Decidí averiguar qué ocurría. El pasillo estaba a oscuras. Me acerqué a la puerta de la habitación. Se encontraba entreabierta. Atisbé; y recibí la gran sorpresa. A tres metros escasos de mí, mamá se hallaba tendida sobre la cama. Tenía las faldas arremangadas en la cintura y no llevaba blusa ni sostenes.

Tía Ana, arrodillada sobre la alfombra, había colocado su cabeza entre los hermosos muslos separados de su prima y le estaba lamiendo el sexo con avidez. Mamá gemía y movía la cabeza a derecha e izquierda sobre la almohada; a la vez, aferraba con desesperación la sábana.

También Pilar, la criada de mi tía, lamía los pezones oscuros y erectos de los magníficos pechos de mamá. Por otra parte se oía claramente el lengüeteo de mi tía entre los labios de la vulva.

—¡Más de prisa…, más! —gemía mamá—. ¡Mátame!

Empezó, de pronto, a agitarse con más violencia y a jadear. Cerró los muslos aprisionando la cabeza de tía Ana; y se aferró a los barrotes de la cama. Pilar le sobaba con fuerza los pechos y la mordía el cuello.

—¡Me viene! —exclamó—. ¡Me estoy… corriendo!

Se tendió como un arco durante unos minutos y, después, se dejó caer sobre la cama, como muerta.

Mi tía cesó de lamerle la vulva; luego, apoyó la cabeza sobre el vientre de mamá. Al cabo de un momento, se levantó y vi sus labios, su nariz y su barbilla brillantes del jugo vaginal de mamá. No apartaba los ojos de ésta.

Yo me hallaba excitadísimo por la escena. Pilar salió de mi campo visual y volvió, más tarde, con una toalla. Secó cariñosamente la vulva de mi madre, separando con cuidado la maraña de vello negrísimo, que yo había tenido ocasión de ver más de una vez a escondidas mientras la espiaba cuando iba al baño. Mamá abrió los ojos y sonrió a su prima y a Pilar.

—Creí que me moría —dijo; mientras, levantaba una mano y acariciaba cariñosamente la mejilla derecha de mi tía—. Eres un ángel. Ven, quiero devolverte la caricia. Me muero de ganas de meterte la lengua hasta el fondo.

Tía Ana se apartó vivamente. —Aún no —dijo con una sonrisa pícara—. Antes debemos someterte a una pequeña penitencia.

—¿Cuál?

—Ya lo verás.

Yo estaba intrigado, además de excitado, y debí controlarme para no sacar la polla y hacerme una paja allí mismo a riesgo de que me descubrieran.

Tía Ana hizo que mamá se tendiera boca abajo atravesada en la cama, con las piernas colgando del borde. Pilar acabó de arremangarle la falda por detrás. Mamá exhibía así, indefenso, su magnífico culo, que parecía ser el centro de atención de su prima…

Y también el mío, ya que aquellas redondeces firmes, blancas como la leche, porque a mamá no le gustaba demasiado tomar el sol, me volvían loco. Sólo lo había visto bien una vez, cuando le pusieron una inyección. Yo la acompañaba. La ATS no cerró del todo la puerta del consultorio; y pude contemplar cómo mamá se subía las faldas y se bajaba las bragas hasta medio muslo. También contemplé el ligero masaje en la nalga que le hizo la enfermera después del pinchazo.

Desde entonces, aquel culo aparecía continuamente en mis fantasías: le metía el dedo, lo lamía, lo penetraba con mi polla…

Mientras yo recordaba todo lo anterior, mi tía había acercado un taburete a la cama. Se sentó. El culo de mamá quedaba a la altura de su cara. Parecía fascinada. Empezó a palparle las nalgas delicadamente. Las separó muy despacio, regodeándose con aquella lentitud, hasta que, en el centro del surco, apareció el ano.

Después de una larga y silenciosa contemplación, acercó la nariz al esfínter y lo estuvo oliendo con delectación. Seguidamente, sacó la lengua, y lamió con glotonería la abertura estriada.

—¡Oh! —exclamó mamá agitando las nalgas—. ¡Me da vergüenza…! ¿No sientes reparo de lamerme ahí, prima?

Tía Ana no respondió. Vi que hundía más la cara en el culo de mamá; y supuse que su lengua estaba franqueando la entrada del esfínter. Al mismo tiempo, me pareció que le metía un dedo en el chumino.

Mamá gimió de placer. Al cabo de un momento tuvo otro orgasmo entre gritos y jadeos; y quedó medio inconsciente, tía Ana separó la boca del ojete e hizo una señal a Pilar, la criada. Esta cogió, de pronto, los brazos de mamá, se los puso a la espalda y tía Ana los ató rápidamente con el cinturón de seda de su bata. Cuando mamá quiso reaccionar, se encontraba ya inmovilizada.

—¿Por qué me habéis atado, Ana? —preguntó mamá.

—Para que te portes bien mientras te aplicamos un remedio para liberarte de las toxinas de la ciudad.

—No entiendo. ¿Qué quieres decir?

—No tienes buen aspecto. Vamos a ponerte una lavativa.

—¿Una lavativa? ¡Estás loca! ¡Oh, no, Ana, por favor!

—¡Te lo suplico, Ana… No puedo soportar los enemas… Me dan pánico!

—Será muy rápido, amor. Luego, te encontrarás divinamente.

Mamá intentó incorporarse; pero su prima la obligó fácilmente a quedarse boca abajo sobre la cama. Mientras tanto, Pilar fue al cuarto de baño. Volvió con un soporte de metal que dejó junto a la cama y, después, con un carrito de cristal como los que utilizan las enfermeras para sus curas.

Comprendí la mirada de aprensión que mamá, volviendo la cabeza, dedicó a los utensilios que contenía el carrito: una pera de goma, un irrigador con su tubo rojo y su larga cánula negra, un gran orinal de porcelana; en fin, todo el equipo necesario para la pequeña tortura que iban a aplicarle.

Hacía un par de años, durante un fin de semana en su casa, yo había tenido ocasión de observar a la abuela mientras se ponía una irrigación. Creyendo que yo dormía, no se había preocupado de cerrar la puerta del baño. El aparato estaba colgado de un clavo en la pared.

La abuela, una mujer magnífica de unos sesenta años, no llevaba más que una blusa y las bragas. Se bajó éstas hasta medio muslo, descubriendo un potente culo, con un surco de color ambarino. Se untó el dedo con una crema, se lo metió en el ojete y, después de lubricarlo a fondo, se introdujo la cánula del irrigador. Abrió el pequeño grifo negro de la cánula; y se apoyó con los codos sobre el lavabo poniendo al mismo tiempo el culo en pompa.

Yo veía descender el agua en el depósito de cristal. La abuela parecía absorta; pero, de vez en cuando, movía sus formidables nalgas y suspiraba. Finalmente, agotada el agua, se sacó la cánula, que quedó colgando del tubo como un péndulo, y empezó a aplicarse un suave masaje en el vientre, un poco más arriba de la espesa pelambrera de su sexo.

Al cabo de unos minutos, se sentó en la taza del WC y evacuó la lavativa. Después se lavó en el bidet y limpió y guardó el instrumental.

Aquello me puso a cien; pero el espectáculo que me prometía la lavativa forzada de mamá me hacía temblar las piernas.

Mientras Pilar deslizaba una gran toalla bajo las caderas de mamá, tía Ana colgó el irrigador del garfio del soporte metálico. La cánula se quedó balanceando en el extremo del tubo. Se sentó de nuevo en el taburete. Con la mano izquierda separó las nalgas de mamá. Tomó con el índice de la derecha un poco de una pasta transparente de un tarrito, apoyó el dedo en el ano de mamá y se lo empezó a meter poco a poco. Luego, inició un movimiento de vaivén.

Mamá se agitó.

—Si te sometes sin protestar, luego te dejaré que me lamas hasta hartarte. Ahora voy a ponerte una lavativa con la pera, para que, luego, con el recto limpio la irrigación grande entre más profundamente.

Se enjugó el dedo con una toalla, tomó la pera de goma y metió la cánula en el ojete de mi madre. Cuando empezó a comprimir la pera, mamá se estremeció. Al cabo de un instante, retiró el instrumento. Pilar puso el orinal bajo las nalgas de mamá.

—Vamos, cariño —dijo tía Ana—. Tienes que expulsar el líquido.

—¡Oh! —gimió mamá—. Me da vergüenza.

—¡No me hagas enfadar!

—¡No!

La zurra sonó como un pistoletazo. Mamá no tuvo más remedio que ceder; y oí que expulsaba el líquido hasta dejarlo caer en el orinal.

Tía Ana limpió amorosamente con una toalla el surco entre las nalgas de mamá; mientras, Pilar iba a vaciar el orinal en el WC. Esta volvió con el recipiente limpio, lo dejó junto a la tía, pasó al otro lado de la cama, se inclinó sobre mamá y la sujetó por los hombros.

—Ahora, amor, vas a recibir la lavativa que necesitas. Tendrás que portarte bien.

Mamá, asustada, empezó a sollozar. Si embargo, tía Ana no se dejó ablandar. Untó con vaselina la cánula del irrigador, larga, bastante gruesa y con la punta en forma de oliva. La apoyó contra el ojete de mi madre y empezó a metérsela.

—¡No, Ana, por favor!

La cánula se clavó hasta el fondo. Tía Ana hizo una señal a Pilar, que sujetó con más fuerza a mamá. La enfermera improvisada abrió la espita del irrigador. Mamá se tensó al sentir el líquido en sus intestinos y empezó a sollozar y a protestar.

—¡Basta, Ana, por favor!

—¡Quieta!

Mi tía mantenía firmemente clavada la cánula en el culo de la paciente; y con la otra mano comprimía las duras nalgas de mamá. Pilar la sujetaba mientras contemplaba fascinada la administración de la lavativa. Un gorgoteo en el depósito indicó que el líquido se había agotado.

—Vamos, vamos; ya está —dijo mi tía—. Cálmate.

Apretó una toalla contra el culo de la paciente y retiró lentamente la larga cánula. Mamá se agitaba y se retorcía.

—Me duele el vientre, Ana. Por favor…

Pilar soltó a mamá, la ayudó a levantarse, la desató y la acompañó al WC. Cuando volvió, un poco vacilante, su prima, completamente desnuda, la esperaba tendida en la cama, con las piernas abiertas, ofreciéndole su sexo encarnado y húmedo…

Jorge – Barcelona