Sexo y lujuria

Soy secretaria y bastante eficiente en mi trabajo. Esto me ha permitido ascender y situarme como ayudante del jefe de mi empresa. Una ocupación muy fácil para mí, pero que no me llena la vida en absoluto. He dedicado más tiempo a aprender idiomas o a seguir cursos diversos que a divertirme. Esto me ha sido de mucha utilidad en mi carrera profesional, a costa de que mi existencia se haya quedado vacía y yo me encontrase, por entonces, casi en la treintena y habiendo disfrutado de unos amoríos, nunca ligues, de lo más pasajeros.

Es cierto que no soy virgen; pero creo que aquello fue más fruto de un accidente que de una continuada relación amorosa que jamás había existido en la serie de amistades que estaba cultivando.

Por este motivo, cuando se instaló un vecino nuevo en el piso de al lado, no le concedí una mayor importancia. Todo cambió en el momento que coincidimos un día en el ascensor. No tenía ni la menor idea de que un macho tan hermoso pudiera existir, a excepción de en las revistas, en la televisión y en el cine. Nunca lo había visto «suelto» por la calle. De estatura mediana, ojos azules y cabello rizado, tenía una voz agradable y se despidió de mí con una amplia sonrisa al cerrar la puerta de su piso.

Entonces, me di cuenta de que ni siquiera había metido la llave en la cerradura de mi puerta. Porque me hallaba en la mitad del descansillo, inmóvil y componiendo una postura de lo más ridícula.

Desde ese día procuré coincidir con él siempre que me fue posible. Y una tarde que llegó a casa pidiendo una cosa que le faltaba para hacer la cena, le invité a pasar e intenté enterarme de más detalles sobre su persona. Se trataba de un aparejador soltero con grades posibilidades profesionales.

Su amabilidad conmigo me pareció algo superficial, propia de un vecino bien educado; sin embargo; yo intentaba imaginar que había algo más detrás de todo ello. Pensaba en las excusas más singulares para poder entrar en su apartamento, y que él me atendiese toda la noche. No pasaban de ser sueños ya que no me atrevía a hacerlo. Pero decidí tomar la iniciativa, sin importarme las consecuencias. Era muy tentador el premio a conseguir, y el fracaso sólo quedaría entre ambos, pues le consideraba un muchacho discreto que no se lo contaría a nadie.

Aquella noche, no conseguí conciliar el sueño hasta que le oí entrar en su piso. Puso una música suave en el equipo de sonido. Escuché el rumor de su ducha y le imaginé desnudándose. De repente, me lancé a la puerta, para poder llamar en la suya. Se quedó sorprendido al verme y, sin ningún rubor, le pedí que se quedara conmigo.

Y él, con una amplia sonrisa y una leve ironía en sus ojos azules, se limitó a señalarme la entrada de su piso. Después, me abrazó por detrás, dándome unos suaves besos en el cuello. Sin demasiadas prisas nos fuimos quitando las ropas. Yo estaba deseando verle desnudo, con ese cuerpo virilmente cubierto de vellosidad, muy latino y con una pelambrera oscura cubriéndole los genitales. Eusebio se situó en un plano alto. Al mismo tiempo, mi diestra se entregaba a acariciar sus testículos. El toqueteo no tardó en demostrar su eficacia; la polla me mostró dispuesta a lanzarse a cualquier forma de juego sexual. Una realidad que aproveché colocándome entre sus piernas ofrecidas, y capturé la picha sin manos. Como quien bebe de una fuente natural. Noté el crecimiento del capullo, el retroceso del prepucio y el engrosamiento extraordinario de todo el conjunto.

—¡Sigue así, bonita! —me animó, apoyando las manos en sus propias rodillas—. ¡Te aseguro que no me caeré, aunque me estés haciendo unas cosas de vértigo! Parece como si tu verdadero oficio fuese la armónica o la flauta.

En mis labios la saliva se hizo unas diminutas burbujas, bajo los efectos de un golpe de risa. Pero no dejé de mamar, elevándome a pulso al ver que él no parecía querer agacharse por el momento. Mejor de aquella manera, pues me exigía un mayor esfuerzo y una especial dedicación. Cuya recompensa empecé a notar con un hormigueo en las raíces del coño.

Como adivinando el peligro que corría, Eusebio me detuvo. Pero yo le sujeté las manos. Y con un movimiento de cabeza volví a capturar la picha anhelada. Mis labios la acariciaron suavemente, y mi lengua empezó a lamerla; mientras, le sobeteaba los cojones con los dedos. Mis acciones resultaban cálidas, y recorrí la longitud de la columna dura y carnosa.

Mi vecino cerró los ojos, y apretó las plantas de los pies sobre una superficie sólida. Temiendo que se le doblaran las piernas cuando yo alcanzase el máximo techo de la mamada. En efecto, mi boca se movía con insistencia, y le trabajaba con verdadera voracidad y arte. Por este motivo, agradecí que sus manos me acariciaran el cuerpo desde la cintura a las tetas. Materialmente componíamos un sesenta y nueve, debido a que habíamos terminado por buscar la horizontal, mis labios profundizaban, hasta llevarse la cabezota de la verga a las proximidades de la garganta.

—¡Basta, golfilla, conseguirás que me corra antes de lo que deseo! —susurró Eusebio, con voz rota y sintiendo en los cojones la señal inicial de que se hallaba a punto de explotar—. ¡Por favor, Carmen… Detente ya…! ¡Deja de chuparme, porque yo…! ¡Ohhh…!

Mi boca todavía mamó con mayor fuerza, en respuesta a la petición que sabía que no debía entender. Al mismo tiempo, le masajeaba con mis labios mostrando una evidente «mala fe». Era dueña de la situación y las gozaba imponiendo mi voluntad a costa de los «sufrimientos» del vecino deseado.

Repentinamente, Eusebio empleó las dos manos para echar hacia atrás mi cabeza; pero, luego, apretó sus caderas contra mi rostro, impulsado por ese primer esperma que brotaba de su polla. Escuchó como yo me lo tragaba con facilidad. Y ya no quise detenerme.

De nuevo otro chorro, y después otro, que entró en mi garganta, en unas andanadas más violentas y con mayor fuerza que las anteriores. Por último mis labios permanecieron sobre el capullo hasta que dejó de gotear. Y, lentamente, me separé. Sonreía como una chiquilla traviesa.

—¿Crees necesario que hagamos una pausa, cariño? — ironicé, con una puntita de mala uva—. Por mí no hay inconveniente. Podríamos escuchar esa música que no ha dejado de sonar.

Entonces, él me cogió por las cachas y me metió la lengua en el coño…

—¡Se supone que los hombres os quedáis «para el arrastre» nada más correros! — exclamé, sorprendida—. ¿De dónde has sacado tú las fuerzas que me estás demostrando?

—No me quedaré desfallecido… Mientras te como el chocho, podré ir recuperando las energías. No será la primera mujer a la que le echo dos polvos sin sacarla. No obstante, en esta ocasión, me has hecho un trabajito devastador. ¡Eres una mamona de campeonato o una zorra de cuidado!

—Me quedo con lo que gustes… ¿Por qué no volvemos al sesenta y nueve?

A Eusebio le gustó la idea. Sus labios fatigados y temblorosos se hicieron bocado de lobo, muy lentamente, a la búsqueda de mi chumino para sus hambres. Fue como un inaudito choque emocional, que le confirió fuerzas hasta para arrodillarse. Sin embargo, yo no le solté la picha.

Mi vecino respiró con fuerzas, concentró toda su potencia en el empeño y logró que yo me tumbase. De esta forma me aplicó un beso «negro » inicial y sus labios se mojaron con mis jugos y con su propio esperma. Con las manos entreabrió mis labios vaginales y se fue a encontrar un clítoris erecto, más grande que todos los que había podido admirar hasta conocerme a mí. Se los ofrecí a la succión. Trabajó allí con ardor, y yo me subí por el sendero de las pasiones. Lo pudo saber porque, al rato, debí tragarme los jugos que me habían llegado a la boca; además, de un modo casi imperceptible, en aquel punto se concentraron todas mis tensiones sexuales. Una ballesta que me impulsó a buscar la follada en posición invertida… ¡La polla estaba tan tiesa! Y me regaló con una follada de esas que nuestras abuelas anotaban en sus Diarios con letras de oro!

Lo pasamos de miedo. Pero él se olvidó de mí a la mañana siguiente. Eso supuso que, desde que él llegó a mi edificio, no pudiese coordinar el trabajo. Mi jefe llegó a pensar en concederme unas vacaciones ante los continuos despistes que cometía.

Lo que no soportaba era la ida de las otras mujeres. A veces oía llegar a mi vecino acompañado. Le espiaba por la mirilla y comprobaba que se trataba de mujeres diversas. Cambiaba mucho de pareja y no la mantenía con continuidad.

Durante aquellas noches, yo no lograba conciliar el sueño. En vela, iba escuchando los murmullos de placer, los suspiros entrecortados de quien se acercaba al orgasmo y le escuchaba ahogarse cuando llegaba este momento. Durante todo este tiempo, eran varias las veces que se repetía esto. Yo terminaba por sentarme en la sala de estar, cogiendo una novela que jamás leía. En donde mejor se oían todos los ruidos del piso vecino.

Al amanecer me encontraba de un humor de perros y todos en mi oficina se sorprendían de mis ojeras y mi mal carácter. Yo soy una mujer normalmente pacífica, y jamás doy una mala contestación; pero durante aquellos días todos me rehuían y gruñía continuamente.

Una vez sorprendí a una de las chavalas que salía del piso. Logré coger el ascensor con ella, y pensé en insultarla. Pero lo único que logré fue parecerle una tonta por mi mirada fija. Era una mujer muy bella y parecía estar bien educada. Yo jamás llegaría a semejante elegancia.

La idea de la posibilidad se apoderó entonces de mi persona. Imaginé las más diversas maneras de suicidarme, y todas me parecían excesivamente peligrosas. Temía sufrir y, aunque no encontrase razón para seguir lo hice. Después llegué a pensar que estos malos momentos se compensaban con otros buenos ratos. Eran razonamientos que me hacía antes de irme a la cama.

Con una vieja trompetilla logré aumentar los sonidos que se producían en su apartamento. Colocándola contra la pared y apoyando el oído. Lo que sucedía, prácticamente con una claridad increíble.

Con la almohada entre las piernas, tumbada sobre la cama, me dejaba llevar por mis pensamientos. Sentada en el respaldo de un sillón, lo contemplaba. Veía cómo se excitaba con mi presencia, y comenzaba a acariciarme las piernas, besarlas desde mi posición. Poco a poco, me elevaba hasta mi altura y allí mismo imaginaba que follaba con Eusebio en una posición que jamás se me ocurría en la realidad.

Otras veces, imaginaba que le tendía la toalla al salir del cuarto de baño. Mientras le iba secando, lograba que me prestase atención y que me besara. Su piel era suave y morena, se iba excitando con mis masajes y rodábamos por el suelo entre las toallas y el albornoz. En ocasiones necesitaba varias escenas de ensueño para lograr al clímax ideal que me situaba en el punto de no retorno. Desde esa posición, sólo veía su cara sonriéndome irónicamente; mientras, me susurraba pequeñas palabras al oído.

Comprendo que para muchas personas mis reacciones y mi conducta resultaran demenciaIes y absurdas. Yo misma lo pensaba así. Hasta que volví a encontrar el valor de entrar en su piso y de lanzarme desnuda sobre él. No me rechazó y pasé a ser algo más que otra de sus conquistas. Gracias a que tuve una gran decisión y empleé las mismas armas de aquella noche… ¡Me va de maravilla!

Carmen – Santander