Aquel coñito de oro

Ya han pasado tres años de aquello, y puedo contarlo basándome en el anonimato de los estupendos «relatos eróticos de polvazo».

Me llamo Ana María, tengo 31 años, soy morena y creo que bastante agraciada de cara, aunque mi marido dice que tengo figura de puta guapa. Me considero hecha, según los tíos, una estupenda jamona. Esto me favorece a la hora de llevarme a los hombres que me gustan a la cama.

Para eso tengo un marido con el que me siento perfectamente acoplada, pues cada uno hacemos lo que queremos ya que somos muy liberales. Nos amamos mucho, hasta el punto de contarnos entre las sábanas las aventuras que hemos gozado. Esto nos sirve de excitación y de gran placer. Pero efectuamos todas nuestras correrías dentro de la «ética» que impone la posición social que disfrutamos.

Teníamos una caseta en la playa durante el veraneo que pasamos en un pueblo a la orilla del mar. Nuestros dos hijos se hallaban en la finca de mis suegros. Recuerdo que dos casetas más allá se encontraba un matrimonio con tres hijos. Paquita, la mayor de estos últimos, era una niña agraciada de cara, a la que a sus dieciocho años empezaba a formársele un cuerpazo de mujer, aunque todavía exhibía muslos finos y pechos pequeños pero preciosos.

Continuamente me miraba, hasta que un día le invité a pasear por la orilla del mar. Así íbamos cogidas de la mano, provocando yo las miradas admirativas y lujuriosas de los hombres, por lo que ella me dijo:

—¡Cómo me gustaría ser tan hermosa como tú, para que los tíos me contemplasen como a ti! Pero a mis 18 años, bajita de estatura, delgada y casi sin tetas comparadas con las tuyas que te rebosan por encima del sujetador, no puedo gozar. ¡Voy a quedar virgen hasta que sea una vieja!

—Tú eres muy linda. A la edad que tienes es lógico que seas virgen —le contesté.

—Pues algunas amigas de mi edad no lo son, ya que están disfrutando al poder joder mucho —me replicó.

—¿Y tú por qué no lo haces?

—Lo he intentado con un amigo de mi edad; pero no pudo ser porque, según él, soy muy estrecha y le lastimaba la polla.

—Para que tu cuerpo adquiera madurez y hermosura hace falta que te follen.

—¡Ojalá me desvirgaran para gozar como tú lo haces, pues yo te he visto ligar con algunos tíos! —contestó la zorrita.

—En efecto: hombre que me gusta no paro hasta acostarme con él. Y oye, ¿qué te parecería si te desvirgara mi marido? Como has podido comprobar es fuerte, guapo, muy liberal y entre las piernas tiene lo que tú necesitas para ser mujer.

—Puede ser cierto; sin embargo, con el poderoso cuerpo que tiene, deberá disponer también de una herramienta muy grande. Me dolerá mucho —contestó.

—No te preocupes. Lo hará con cuidado. Y como vamos a encontrarnos los tres juntos lo pasaremos estupendamente. —Cambié el tono de conversación al decirle—¡Anda, vamos a bañarnos que las dos nos hemos puesto muy calientes!

En un sitio apartado de la gente, a pesar de que no eran muchas, nos bañamos. Pronto empecé a magrearle el cuerpo hasta llegar a su coñito. Se lo acaricié con el dedo anunciándole:

—¡Esto te lo voy a comer a besos!

Llegué a meterle la mano por debajo de las bragas del biquini para masturbarla, pues el agua nos cubría por encima de la cintura. Al poco tiempo ella susurró:

—¡Ana María, qué gusto me estás dando!

Cogiéndome por la cintura me ofreció sus labios. La besé con ansias prometiéndole esto:

—Te vamos a hacer gozar con locura.

No tardé en notar cómo su cuerpo se estremecía musitando:

—¡Ana María, te quiero mucho!

Cerró las piernas y se corrió a pleno placer. Al salir del agua le aconsejé:

—Tómate una pastilla anticonceptiva, y esta tarde ven a merendar a casa. Yo habré hablado con mi marido. ¡Ya verás como pasamos unas horas estupendas!

Y así fue. Después de la comida me puse solamente unas diminutas bragas, un pequeño sujetador que apenas podía aguantar mis hermosas tetas y un corto camisoncito, además, me solté el abundante pelo negro que tengo. Y de esta manera, cuando Paquita llegó vestida con una blanca minifalda y una blusa del mismo color, al cerrar la puerta tuvo que decirme:

—¡Qué guapa estás!

—Me he puesto así para ti. ¡Esperaba a nuestro coñito de oro!

Empujándola suavemente hasta la pared, la besé en la boca; mientras la abrazaba, entrecruzamos las lenguas meneando yo su delicioso cuerpecito. Después, hice que pasara sus labios sobre el canal de mis tetas animándola:

—Anda, cariño, chúpalo que es para ti.

Me saqué una teta por encima del sujetador y le puse el pezón en la boca ordenándole:

—¡Mama, cariño, mama este pezón de tu amante!

A lo que ella obedeció chupando de una forma deliciosa, hasta que yo, loca de lujuria, la senté en el sofá, le quité las bragas y recreé la vista en aquel pequeño chumino con muy pocos pelos en el pubis. Apenas asomaba una pequeña pipa, lo que me excitó. Acariciándole los muslos, me dediqué a pasarle la lengua por el coño. Esto hizo que diera un respingo y me pidiese:

—¡No, Ana María, eso no, que me haces cosquillas!

—Aguanta un poco y verás cómo luego disfrutas de un exquisito gustazo.

Seguí lamiéndole la pepita y el clítoris para, al momento, ver cómo ella abría las piernas ofreciéndose:

—¡Tómalo para ti… Sigue… Me estás matando de placer!

Se estuvo meneando por espacio de varios minutos, hasta que suplicó:

—Ya, ya basta, Ana María, que me va a venir…

—Deja que caiga en mi boca, para que yo pruebe el sabor entero de tu coño.

Seguidamente, me apretó la cabeza sobre su pubis gimiendo:

—Sí, lo que quieras tómalo para ti… ¡Sigue, que noto un gustazo que jamás había conocido… Por favor, abre la boca para que te lo tragues todo…! ¡Ya, ya, cariño, bébete los caldos, pedazo de golfa…!

Convulsionándose dejó salir un jugo sabrosísimo, que yo tragué con delicia; mientras, me corría loca de lujuria y placer.

Reposamos las dos unos instantes en el sofá; después, volvimos a besarnos. Ya no dudé en llevar una de sus manitas dentro de mis bragas. En seguida ella mostró una gran sorpresa:

—¡Qué barbaridad, Ana María… si tienes una enorme cantidad de pelos en el coño!

En aquel momento apareció mi marido. Venía del cuarto de baño. Llevaba puesto un corto batín de casa, con lo que se podía apreciar su hermosa musculatura. Se acercó a nosotras y dijo;

—Ya me he duchado. Ahora me gustaría tomar un refresco con vosotras.

Creí oportuno ir directa al asunto y expuse esto:

—Bien, mi amiga Paquita, de quien ya te he hablado, y a la que tú conoces, tiene mucho interés en comprobar lo que tú guardas como macho entre las piernas.

—¡Vale, pues aquí están mis poderes! —replicó él, abriéndose el batín para quitarse el slip.

Era lo único que llevaba. Dejó al descubierto su polla de considerable tamaño y grosor y unos hermosísimos testículos, lo que debía provocar la mayor lujuria a cualquier mujer. Cogí la manecita de Paquita y le dije:

—Mira que hermosura de «cosa» tiene mi marido. ¡Anda, acaríciasela!

Sin tener que repetírselo, ella comenzó a magrear aquellos genitales; a la vez, él se sentaba en el sofá entre las dos. Pronto la polla se le fue poniendo cada vez más grande y dura, hasta convertirse en una verdadera estaca de carne. Yo la besé y pasé la lengua por toda la longitud; después, a Paquita le recomendé:

—Mastúrbale y, al mismo tiempo, lámele como yo lo estoy haciendo, pues los hombres se ponen a reventar con este jueguecito.

Tampoco se lo hizo repetir. Comenzó a pajearle y a mamarle con bastante arte hasta que le dije:

—Bájale el prepucio y verás que hermosa cabeza tiene para chupársela.

Le empujé suavemente la cabeza hasta ver como a duras penas conseguía meterse el glande en su boca tan pequeña; mientras, yo la besaba en la cara animándola:

—Sigue, que lo haces muy bien… Vamos a convertirte en una estupenda «putilla».

Y a todo esto, no pudiéndose aguantar más, mi marido pidió:

—Vayámonos a la cama.

Allí, en nuestro dormitorio, estando Paquita tendida boca arriba y él entre sus piernas en posición para follarla, yo cogí el nabo y comencé a pasarlo por el coñito de oro. En seguida pude comprobar los estremecimientos de placer de aquel cuerpo, cuyo rostro mostraba el miedo. Esto contrastaba con la expresión de animal lujurioso de mi marido. Era la estampa de la «bella y la bestia». Llena de sadismo grité:

—¡Venga, métele la polla y pártele el virgo aunque reviente de dolor!

Mi hombre apretó la estaca, con lo que Paquita profirió un grito e intentó escapar; sin embargo, yo me eché sobre ella y le sujeté los brazos diciéndole:

—Quieta, cariño… Estás aquí para que te follen y te abran el coño de una manera definitiva. —Volví el rostro hacia mi marido y le pedí—¡Presiona ya de una vez, amor, hasta que le salga el placer a chorros!

Apretó con mayor energía. Paquita dio otro grito más fuerte, volvió la cara hacia un lado y quedó como traspuesta. Le indiqué a mi esposo con señas que le metiese mayor cantidad de polla, lo que fue haciendo suavemente.

Me sirvió de excitación al ver cómo la estaca se iba introduciendo en aquella barriguita. Resultaba incomprensible que le cupiera hasta los huevos. Tuve que besar a Paquita hasta que, al volver en sí, le aconsejé:

—Anda, menéate para que le des gusto y te llene de leche la chirla. Tienes que demostrarle que eres una amante de bandera.

Ella ya folló de una manera deliciosa, hasta que mi marido se echó sobre ella, la abrazó y le comió la boca; a la vez, la chiquilla le imitaba en casi todo. Gozaron ambos con ganas locas hasta que él chilló:

—¡Toma mi leche, que eres la tía que más gusto me ha dado en mi vida! ¡Aguanta, zorrita guapa!

Se quedó inmóvil, con lo que supe que se estaba corriendo; mientras, Paquita seguía moviéndose suavemente para sacarle los goterones de lefa que quedaban en los huevos.

Aquello yo no lo pude aguantar, a pesar de haber conseguido varios orgasmos. Empujando a mi marido, le quité de encima de ella. Así pude ver la mancha de sangre que había quedado del desvirgamiento. Esto me excitó hasta la locura. Me coloqué sobre la chiquilla del coño de oro y puse nuestros grandes labios en contacto. Me apreté desesperadamente gritando:

—¡Ahora me toca a mí «joderte» con una «tortilla», cariño!

Aquella niña era inagotable ante el placer, pues al momento sentí su cuerpo estremecerse. Vi cómo se alzaban nuestras tetas. Luego de abrazarme, ella dijo:

—¡Sí, quiero gozar contigo después de «haberte puesto los cuernos» con el polvazo tan estupendo que he echado con tu esposo… Dame ahora tú placer, lagartona!

Aquellas palabras me enloquecieron. La cogí por el pelo y nos meneamos hasta que nos llegó un clímax fantástico. Al terminar debí reconocer:

—Eres una auténtica viciosa.

A lo que ella replicó:

—Para eso he tenido una maestra de categoría. ¡Quiero ser tan liberada como tú!

A partir de aquel día, y durante el tiempo que duró el verano, entre mi marido y yo realizamos con aquella niñata los vicios más gozosos que se pueden imaginar.

Ana María – Sevilla