Aromas de Mujer

aromas de mujer

Era de noche, hacía frío y estábamos muertos de hambre. En nuestro largo caminar entre encinares y robles, tropezamos con aquel caserón que nos pareció estar deshabitado. Intentamos derribar su puerta y una voz profunda nos gritó desde el interior de aquella especie de caserío en ruinas:

¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?

-Disculpadnos -dijimos con voz ahogada- somos dos caminantes, muertos de frío y con hambre de siete días.

¡Ah! ¿Sí? -respondió la voz- ¿Y eso os da permiso para intentar derribar la puerta de la casa?

La extraña voz dijo esto, mientras nos franqueaba el paso a la vivienda, donde encontramos a tres mujeres, jóvenes y hermosas, pero bastante asustadas por nuestra presencia.

Señoritas, quiero presentarles mis respetos -dijo mi compañero de caminos-

Me llamo Gonzalo de Castro y hasta ayer he sido cura párroco en la iglesia de San Ginés, sita en la comarca vecina. Mi compañero ha sido también hasta ayer como yo, sacristán de la misma. Necesitamos albergue y comida. ¿Podéis ayudarnos?

 Entrad y os ayudaremos. Farfulló una morenaza, de negros y largos cabellos, hermosa y exuberante de tetas, amplias caderas y piernas perfectamente moldeadas.

– Me llamo Rosa y ésta que a mi lado está, es hermana mía. Podéis llamarla Cayetana.

La tal Cayetana era algo más joven que su hermana Rosa y, a pesar del parentesco nada tenía que ver con la morena del cabello largo, pues era rubia como el oro, delicada y frágil como las florecillas del campo y de un erotismo casi bestial.

Volvió a hablar la tal Rosa para decirnos:

Aquella otra mujer que se encuentra detrás nuestra, es la sirvienta, una aldeana fuerte como un roble que se ocupa de mi hermana y de mí. Se llama Catalina, aunque podéis llamarla Cata como lo hacemos nosotras.

También Cata, la criada, tenía su aquel. Era una mujer de apretadas carnes, con buena y excelente pechuga, además de lucir un culo majestuoso. Poseía unos ojos verdes tras los que se ocultaba un velo de misterio que compensaba con la sonrisa continua que de sus labios fluía. Tendría unos veinte años.

Sírvenos algo de cenar -ordenó Rosa que era la que siempre daba órdenes

Sírvenos algo de cenar, Cata, y que los señores se sienten a la mesa. Comimos y bebimos en abundancia y al cabo de un rato, sólo quedaba en la mesa los huesos del asado y unos mendrugos de pan.

Yo estaba mareado y mi sacristán también, pero no por ello se escapó a nuestra mirada que Rosa y Cata comenzaron a besarse y a acariciarse, entrecruzando sus lenguas y disputando con ellas fuera de sus bocas que se chupaban y lamían con auténtico apasionamiento.

Se retiraron de la mesa y, tendidas sobre la alfombra, comenzaron a desvestirse una a otra y a acariciarse pechos, nalgas y vulvas.

Mi sacristán despertó de su letargo y, guiñándome un ojo se adelantó hasta ellas para colocarse entre ambas y formar entre los tres una pelota de polla, culos y tetas.

Varias veces fueron las que cambiaron de postura para intercambiar chupadas y lametones y en una de ellas, mi sacristán metió su lengua en la entrepierna de Cata, al mismo tiempo que Cata la introducía en la de Rosa.

Luego, el vicioso sacristán se echó sobre Rosa y la penetró del todo, algo que pudo obligar a que la fámula se abalanzara sobre el culo del sacristán para relamerle el ano y acariciarle el sexo.

Casi a un mismo tiempo gozaron los tres y casi a ese mismo tiempo, mi rabo, a fuerza de respingos, arrancó los botones de mi bragueta.

La rubia Cayetana entonces, observando que Cata no había sido penetrada por nadie y que se encontraba cachonda porque no la había satisfecho del todo el pequeño orgasmo que había tenido, se le acercó sinuosa, le abrió de piernas comenzando a devorarle la vulva, chorreante de jugos pastosos y pringues femeninos.

Con lujuria se comió y se bebió todo aquello para enseguida pedir a su hermana Rosa que le trajera un consolador al uso con el que follarse a la apetitosa sirvienta, a fin de satisfacerla como ella necesitaba.

Con el consolador dentro de su vagina y los hábiles manejos de la joven Cayetana, que se había colocado sobre ella, Cata, criada sumisa y obediente, disfrutó con libidinosos gritos y lujuriosas contusiones de un principesco orgasmo que la dejó rendida para casi toda la noche.

Fue entonces cuando la bellísima y angelical Cayetana viéndome con el rabo al aire y tieso como un garrote, se me acercó y me dijo:

Ven aquí tú, que te haré gozar. Y poniéndose de espaldas a mí y a cuatro patas, me hizo arrodillarme para que la penetrara con fuerza, mientras que con mis manos le acariciaba la espalda, las axilas y las tetas.

Ella se balanceaba hacia atrás y hacia adelante para que mi hermoso rabo entrara y saliera del túnel por donde le tenía metido. En una embestida final me derramé del todo dentro de aquel redondo y carnoso culo.

Cayetana también gozó conmigo y una vez que lo hubo hecho, se alzó del suelo, me besó en la boca y con lengua rosadita y suave limpió todo mi miembro con suma delicadeza y amor.

Cata y Rosa jugueteaban con sus bocas y una con otra se restregaban sus tetas sobre el miembro desfallecido de mi impúdico sacristán, que al ver a las mujeres entregadas a esos amoríos lésbicos, nos llamó a Cayetana y a mí para que nos incorporásemos al festín sexual.

Obedecimos al punto y juntos los cinco en un glorioso amasijo de tetas, pollas y culos terminamos la noche felices y supercontentos para, a la mañana siguiente, reanudar nuestro camino.

 

Plagiar es delito. Web protegida por © Copyright