Compañeros de clase

Ricardo llegó para repasar conmigo unas asignaturas para el próximo examen. El es un verdadero empollón y yo necesitaba continuamente su ayuda.

Mis padres y mis hermanos se habían marchado a pasar el fin de semana a una casita en las cercanías de la ciudad. Salí a abrir a Ricardo todavía en pijama; le hice pasar a la cocina y le invité a compartir mi desayuno.

Aceptó sólo una taza de café mientras yo terminaba una tostada con mantequilla y mermelada. Después pasamos a mi habitación y mi amigo, sentándose en la cama aún sin hacer, me dijo:

—¿Por dónde quieres empezar? ¿Qué asignatura prefieres?

Yo le respondí bromeando:

—Por sexología aplicada.

Se rió con su simpática sonrisa y me contestó:

—En serio, Pedro. Eres un «cachondo mental y siempre estás pensando en lo mismo».

No le respondí, pero, abriendo el cajón de la mesita de noche, le alargué un par de revistas picantes que un repetidor de mi curso me había proporcionado. El las tomó y, como sin darle importancia, empezó a hojearlas.

No obstante me di cuenta de que se demoraba en las fotos en que aparecían hombres con los atributos varoniles bien visibles.

—¡Vaya tíos bien armados! —comenté yo—. Algunos la tienen de un palmo.

El objetó:

—Son trucos fotográficos para exagerar.

Y continuó pasando hojas.

Consciente de que no le desagradaba contemplar aquellos hombres desnudos, tomé una rápida decisión. Me quité la chaqueta del pijama y me desembaracé del pantalón diciendo:

—¿Y yo soy un truco fotográfico?

Ricardo alzó la cabeza y se me quedó mirando asombrado, casi con cara de bobalicón, pronto no pudo ocultar su nerviosismo y dijo:

—¿Pero Pedro, ¿qué haces? ¿Por qué te desnudas?

Su mirada no se apartaba de mi tieso «pijo». Sin decir nada me acerqué a la cama le quité Ia revista de las manos (estaba temblando) y, cogiéndole por las axilas, le levanté y le abracé contra mi pecho anhelante.

—¡Déjame, Pedro, por favor! —dijo— ¡No quiero!

Sus palabras tenían una entonación extraña, su registro era grande y hondo, como si las aspirara. Sin hacerle caso, estuvimos un rato mejilla contra mejilla y su respiración se hacía cada vez más jadeante. Con una mano empecé a desabrocharle el pantalón sin que ofreciera resistencia. Después siguió la camisa y terminé quitándole el pequeño slip azul celeste.

Volvimos a abrazarnos ahora completamente desnudos, piel contra piel, y me reí alegremente al ver nuestros juveniles cuerpos fundidos en un abrazo, reflejados en la luna de mi armarito. Parecía una imagen sacada de una de las revistas. Ricardo era un poco más bajo que yo pero con un cuerpo que siempre había admirado por su armonía de líneas. Su «polla» era ligeramente más grande que la mía aunque de momento no la tenía tan dura como yo. Le besé en la mejilla y me dijo susurrando:

—Bueno, Pedro, por favor, no sigas. Luego lo vamos a lamentar.

Yo me hallaba emocionado y me excitaba enormemente el contacto de sus tibias manos en mi cintura y en mi vientre, el roce liviano de su miembro ya empinado que él pretendía hurtar apartando ligeramente las caderas.

Caí de rodillas a sus pies y tomé su «instrumento» con mi mano derecha. Era excitante abarcarlo y apretarlo suavemente. Me lo acerqué a la nariz oliéndolo (olía a macho limpio), después lamí suavemente la tierna cabeza del cipote con curiosidad y acabé metiéndome una buen aporción en la boca. Ricardo se removió inquieto. Era obvio que la experiencia era nueva para él y también lo era para mí. Quiso desasirse pero no le dejé, al contrario, lo agarré por las nalgas y me apreté contra él metiéndome toda su verga en la boca. Dentro se le iba agrandando por segundos. Al poco dijo casi gritando:

—Pedro… suelta… que me viene… ¡suelta…! ¡aaahhh…!

Yo aguanté la embestida recibiendo en pleno paladar el primer chorro de semen; me aparté un poco y, unas veces en los labios y otras fuera, contemplé como se vaciaba en emisiones intermitentes.

—Perdóname, Pedro, no he podido aguantarme y te he manchado —me dijo con voz compungida mientras yo me limpiaba con un pañuelo.

—Te perdono, Ricardo — contesté— pero me tienes que devolver el favor.

Le empujé hasta que cayó en la cama y, tendiéndome a su lado, proseguí:

—Es tu turno.

—¿Qué quieres que haga? — me preguntó nervioso.

Yo le cogí de la mano y se la cerré en torno a mi verga.

—Tienes que hacerme una paja y estaremos en paz.

En vez de contestar a mis palabras, tiró hacia abajo la piel de la verga y exclamó:

—¿Sabes que la tienes hermosa? —y empezó a imprimir a su mano un ritmo cadencioso y excitante. Iba y venía como el pistón de un motor y pronto me puso a mil revoluciones. La «polla» estaba dura como nunca y yo gemía de placer y me contorsionaba atormentando por aquella mano endemoniadamente erótica.

—¡Sigue, cabrón, sigue! —le imploraba resoplando como una locomotora—. Me la vas a destrozar de tanto gusto que me das —Le apretaba contra mi atrayéndole por los hombros y besándole por toda la cara.

—¿Dónde has aprendido a pajear de ese modo? —le pregunté.

No contestó porque tenía la boca ocupada mordiéndome los labios a la vez que me apretaba contra él. Desde luego mis masturbaciones solitarias no se podían comparar con lo que Ricardo me estaba haciendo sentir. El supremo placer se aproximaba y yo, preso del «viaje sin retorno», intentaba retrasarlo para prolongar el goce inmenso que estaba disfrutando. Al fin ya no me pude contener más. Mi pene se hinchó, mis ojos parecieron salirse de las órbita, mis cojones se movieron ascendiendo dentro de sus bolsas, pegados a la raíz del pene y, riendo, permití que un vigoroso chorro blanquecino saltara por los aires; los siguientes se derramaron en la mano de Ricardo y sobre mi vientre. Fue la más abundante eyaculación que había tenido hasta el momento.

La mano de mi delicioso amigo todavía continuó con su ir y venir enloquecedor arrancándome hasta la última gota que parió mi glande amoratado. El gemir dolorosamente y replegarme sobre mi mismo le hizo saber a Ricardo que no debía continuar. Sólo entonces paró, pero sin soltar mi carne que se debilitaba entre sus dedos.

Murmuré casi sin voz:

—Gracias amigo. Ha sido formidable.

Ladeé la cabeza y, en la luna del armario, vi dos cuerpos sudorosos abrazados lánguidamente. ¡La representación ideal del amor!

Poco a poco se me cerraron los ojos, fatigado por el placer, y una sensación de paz y de plenitud me invadió quedándome profundamente dormido».

Antonio – Cádiz