El mes de diciembre no acababa nunca. El tiempo era bastante mediocre. Sólo la lectura podía ocultar un poco el aburrimiento al que yo me enfrentaba irremisiblemente.
De pronto, llamaron a la puerta. Dos timbrazos ligeros. Había un timbre a la entrada del jardín bien visible; pero, el tipo de llamada me resultó amigable; significaba que sólo podía tratarse de un familiar o de un compañero. Dejé mi libro y me fui a abrir… Delante de mí encontré a un vendedor ambulante, tan impresionante como hacía tiempo no había visto a ningún otro. De su brazo derecho colgaban unas telas. También llevaba alfombras con dibujos orientales, y en la mano sujetaba cinturones de cuero. Su cabello resultaba muy rizado y su tez tostada.
Me llamó la atención su gran juventud y el hecho de que sus ojos inmensamente negros reflejaran una gran tristeza y mucha melancolía. Sorprendía en aquel rostro la ausencia de sonrisa. ¿Dónde estaba la exageración, la malicia y la mímica excesiva de los típicos vendedores de alfombras? Llegados de distintas ciudades, sacudidos por los cambios industriales, estos árabes de otra generación se extendían por las zonas habitadas tratando de ganar algo de dinero para poder repetir la historia de sus padres. Pero los tiempos han cambiado, y viven errantes, sin comprender la razón de su destino. Ahogados por una sociedad hostil, por lo que resulta lógica su reserva y la timidez de su comunicación con los demás.
—¿No quiero comprarme algo, señor?
Me tendió un simpático albornoz. Aquel supuso el gesto trivial de cualquier vendedor. No empleaba el tuteo; y esta renuncia a algo tan usual en su país me causó un cierto malestar. Porque era consciente de que aquello a él el debía causar pena.
— ¡No, Señor! —le contesté—. Estas compras son más propias de mujeres y no hay ninguna en esta casa.
Se dibujó una luz de esperanza en su fino rostro. Por espacio de unos minutos dudó en marcharse. De pronto, quise atenuar el efecto de mi repulsa, sobre todo para que no creyera que se trataba de racismo por mi parte. Así que le ofrecí tomar conmigo café; por otra parte, me sentía solo y me venía bien un rato de compañía.
Durante un instante le vi tremendamente sorprendido por mi actitud, incomprensible para él: no obstante, en seguida aceptó. Le hice entrar y le invité a sentarse, colocándole cerca una silla donde depositó su carga. Le preparé un café muy fuerte, como se hace en su país, y dispuse en la mesa un azucarero y una bandeja con galletas. El vendedor parecía vagar muy lejos con sus pensamientos. Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Aziz.
—¿Y de dónde es usted?
Me contestó que de Argelia, pero en realidad procedía de Marruecos. Suponía que a los argelinos se les apreciaba más en nuestra tierra. Poco a poco fue tomando confianza conmigo. Sintiéndose mejor, me contó que tenía treinta años y que no estaba casado. Le hablé de su país, y él me contestó con entusiasmo, diciendo como el mundo no quiere recordar la cantidad de cosas que debe a las naciones árabes: conquistas simples, corrientes como las alfombras, la destilación y, sobre todo, el álgebra.
Yo conocía el significado de algunas palabras árabes y las empleaba en nuestra conversación; mientras, él se reía de mi forma de pronunciarlas. Lo pasamos bien juntos y aceptó otro café. Ni quiso tomar nada más, ni quiso usar ningún servicio. Conociendo las actitudes de higiene tan rigurosas de su país, le indiqué el cuarto de baño y le proporcioné jabón y toallas. Al fin se decidió a tomar una ducha.
Pronto me vi escuchando el ruido del agua, e imaginé el chorro cayendo sobre su nuca, y descendiendo por la cruz de su espalda para perderse entre sus nalgas y sus muslos musculosos.
Pero, ¿estaría circuncidado? Duda estúpida. Pero, ¿se afeitaría el pubis como sus compatriotas más mayores? ¿Y cómo podrían hacerlo sin riesgo y en lugares tan ocultos?
El agua cesó de correr, y pensé que me había olvidado de darle una toalla grande. Así que abrí la puerta del cuarto de baño. Aziz se hallaba de espaldas, con la piel perlada de gotitas. Se miraba en el espejo del lavabo, muy de cerca para poder contemplar la parte inferior de su cuerpo…
—¡Aziz! —le llamé, excitadísimo.
Se volvió sin sorpresa ni enfado. Sostenía en la mano el más hermoso miembro viril que yo había visto en toda mi vida, y masajeaba dulcemente su grande rosado. Me di cuenta de que estaba circuncidado. Y aquella verga desprovista de piel y sin vello, me pareció de una longitud y un grosor extraordinario.
El marroquí se puso a reír, muy feliz sin duda por el efecto que me estaba causando. No pude por menos que elogiarle lo bien provisto que estaba.
—«S’gueb» —le dije, señalando con el pulgar a su majestuosa verga, que él no había soltado y que masajeaba lentamente.
A pesar de lo anterior, no existía ninguna actitud provocativa en su postura, sino un comportamiento totalmente normal, como el que nada uno mantiene en la intimidad! para Aziz era como si yo no estuviese allí.
Le eché la toalla grande por los hombros, y sentí la imperiosa necesidad de tutearle.
—¡Ven, te voy a secar! —le dije.
Le friccioné con dedicación sus cabellos rizados, que goteaban por las sienes y el cuello. Levantó la cabeza para facilitarme la labor, y yo le alcé un brazo; luego, hice lo mismo con el otro para secar bien sus axilas. El vendedor se dejaba hacer como un niño confiado. Su pecho estaba poco desarrollado. Pasé las palmas de mis manos por su piel que era muy suave. Después, besé sus pezones oscuros. Y él curvó los riñones y, cuando pasé la toalla doblada entre sus piernas, procuró separarlas lo mas posible.
Inclinado detrás de aquel joven tan hermoso, le hice que se doblara para que no le quedase ningún lado húmedo. Así vi, sin la menor duda, que con una gran habilidad él se había realizado un completo afeitado por toda su intimidad.
Conseguí que se volviera y me incliné sobre su polla como un ahogado se agarra a un salvavidas. Sentía unas ansias angustiosas de él, de ser amado por aquel regalo del destino.
—«Ch ’pannsi».
Me había comprendido, y balanceó su cuerpo de delante hacia atrás, sin que yo realizara el menor movimiento. Su respiración se hacía cada vez más rápida. Y sus cabellos le caían por la frente, en aquella ocasión por el sudor. ¿Cómo no reaccionar? Enlacé sus muslos y, como en una novela de caballería, recibí él chorro cremoso del néctar que me quemaba la lengua.
Ya no me sentía libre. Me pesaba la ropa, y decidí tomar una ducha. Desnudos quedamos en iguales condiciones. Aziz se sentó a mi lado, en el borde de la bañera y, luego, entró en el agua, tomó un guante y me lavó. Nos sentamos en el baño, frente a frente, y con las rodillas fuera, sonriéndonos felices por nuestra amistad y por la aventura surgida en unas pocas horas.
El primero que salió del agua fue Aziz. Secó su cuerpo por segunda vez y, después, se acomodó en un taburete, abriendo las piernas muy separadas y colocando una toalla en el suelo. Veía su polla siempre en erección y me sentía como el pájaro delante de la serpiente: hipnotizado. Al salir del agua me sujetó por las caderas:
—«Sch’beb» ¿Quieres?
Aziz me atrajo hacia él. Luego, cogiendo mi cara con sus dos manos, me besó. Me quedé sin aliento. Sus dedos acariciaron mis tetillas y aflojaron mi cintura. Pasivamente dejé que hiciera cuanto deseaba, hasta que, por fin, estuve ofrecido ante él.
Se colocó a mi espalda. Sus brazos me estrecharon y sus manos acariciaron dulcemente mi tórax y mi estómago. Yo estaba como electrizado y temblaba. También lo hacía mi polla en el aire. Jadeé en silencio, cuando sus labios tocaron mi espalda. Cogió mi mano y la puso entre sus muslos.
Me sentía inmerso en un sueño de cien noches. Pero no, no era un sueño. Aziz estaba frente a mí, haciéndome estremecer de placer. Sus gruesos labios se moldearon en los míos, y sus dedos fuertes y plenos de nervios recorrieron mi espalda de arriba a abajo. Conocía bien los puntos sensitivos y, al pasar por ellos, aumentaba la presión. Esto me hizo sentir la máxima erección de mi polla. Me llevó hasta la cama y juntos rodamos sobre ella.
Alcé mis piernas y las abrí por completo, esperando su penetración.
—¿No quieres que te lubrique? —que preguntó.
—Sí. Pero hazlo con tu propia saliva.
Una y otra vez recorrió con su lengua la entrada del agujero caliente de mi culo, tratando de humedecerlo habilidosamente; después, colocó la cabeza de su maravillosa polla frente a él y empujó.
Grité y la excitación que tenía mi voz me sorprendió a mí mismo:
—Ahora, querido —le dije—, ¡aprieta con fuerza!
Lo hizo con todas sus energías y habilidades.
—¡Oh, santo cielo…! ¡Espera un minuto… Despacio, querido, despacio!
El árabe se detuvo un momento: pero noté que la sensación de que aquello era demasiado bueno, me emborrachaba. Y a despecho de mi ruego, volvió a apretar de nuevo.
Traté de controlar los movimientos de su polla, que me empujaba contra la cama; sin embargo, no lo conseguí. Aziz se había lanzado a un loco movimiento dentro de mi agujero, y se movía sin poderse detener. Una y otra vez se hundía dentro de mí, sin escuchar mis gritos.
Poco a poco el deseo se impuso al dolor, y me uní vertiginosamente a sus aceleradas enculadas. Solamente, cuando el placer brotó como un lago de fuego de su jugosa polla, conseguí detenerle y obtener yo un orgasmo tan fuerte como si todo mi cuerpo ardiese de placer.
—Se ha hecho tarde —le dije—, ¿por qué no nos despedimos?
—Espera. Todavía no hemos empezado a «follar». Necesito volverte a penetrar ahora que estás más tranquilo.
Yo había vuelto a agarrar su polla, aquella preciosa cantidad de carne, otra vez tiesa. Le bajé la piel del glande, de nuevo, y apareció éste, descaradamente hermoso, como el de la polla de un toro de raza.
Me pareció que tardaba siglos antes de empujarme nuevamente esa masa sólida de carne entre mis piernas. Se mantuvo así, controlado, mientras me follaba, hundiendo a cada entrada un trozo más de su bendita carne entre las mías.
Y, de pronto, se detuvo, pero sólo como un impulso, para encajármela por completo. De haber estado libre, hubiera saltado hasta el techo; pero él me tenía sujeto con sus fuertes brazos. Sus manos recorrían todo mi cuerpo. Y así me entregué a una conquista inolvidable…
Le compré muchas cosas, aunque no las necesitaba. Fue una forma de pagarle lo mucho que me había dado. Por desgracia no le he vuelto a ver…
PEDRO – ALICANTE