Al cabo de tres años de matrimonio me separé, por unos motivos que no vienen al caso, y volví a casa de mi madre. Allí me instalé en mi antigua habitación de soltero. Mamá estaba contentísima con mi vuelta, y se mostraba realmente encantadora. Comenzó a prepararme mis comidas favoritas; me traía el desayuno a la cama los días de fiesta, etc. Con esto los dos recuperamos una atmósfera familiar muy deseada, completamente distinta a lo que yo acababa de dejar.
He de deciros que ya no era un niño, y sí un hombre hecho y derecho, al que su madre trataba como un compañero. Un día hasta empezó a hacerme partícipe sus secretos amorosos.
Hace varias semanas escuché una emisión de radio dedicada al incesto. Lo que más recuerdo fueron las declaraciones de una sicóloga referente a este problema:
«El hombre necesita la existencia de una serie de tabúes, aunque sólo sea para transgredirlos. Y considero que la transgresión del tabú del incesto resulta beneficioso, debido a que permite al ser humano sentirse totalmente integrado a la naturaleza. Está reaccionando como los otros animales que habitan en ella, pues ha dado una completa libertad a sus instintos.»
Mi madre se hallaba conmigo y escuchó la emisión. Como era un tema que nos interesaba a los dos, durante una semana mantuvimos esta cuestión sobre la mesa, dando cauce a una serie de ideas a favor y en contra. Lo cierto es que nos enrollamos mucho —mi madre es profesora y habla estupendamente—. Por último, nos pusimos de acuerdo en considerar condenable la violación de una hija por su padre como tantas veces ha ocurrido, e incluso la relación entre hermanos y hermanas que se hallen en una edad adolescente; pero admitimos en cierto modo el incesto madre e hijo como una circunstancia bastante lógica en una edad adulta.
De nuevo fue la radio la que nos arrastró a hacer realidad nuestras fantasías sexuales secretas. Me refiero a un programa en el que se narraban unas historias vividas, que sobrepasaban con mucho a muchas de las imaginadas. Escuchamos el relato de una norteamericana que había obtenido el divorcio en base al hecho de que se había dado cuenta de que su marido a quien amaba realmente era a su propia madre. Cuando escuchamos esta historia los dos nos encontrábamos en la cocina desayunando. Yo me sentí tan emocionado que le dije:
—En mi caso no he llegado a divorciarme.
—Seguramente no arriesgarías tanto por tan poco — replicó mamá!
Nuestras miradas se cruzaron. Resultaba evidente que cada uno de nosotros esperaba que el otro diese el primer paso. Entonces se me ocurrió proponerle lo siguiente:
—Te lo voy a demostrar.
Con una gran suavidad saqué una de sus tetas de debajo del camisón y me puse a acariciarla. En seguida el sobeteo se transformó en unas chupadas y unos besos sexuales. Los dos empezamos a respirar de una forma entrecortada. Sin advertir lo excitante que para mí resultaba su actitud, ella me empezó a acariciar los cabellos, apretándome la cabeza contra su pecho sin dejar de repetir que abandonáramos aquello que iba a arrastrarnos a la perdición.
Sin embargo, ninguno de los dos sentíamos el menor deseo de dejarlo. Y me notaba totalmente en erección, y me empezó a doler la nuca a causa de la mala postura en la que me encontraba. Mi madre continuaba suplicándome:
—¡Detente, detente… que me vas a hacer gozar…!
La cogí entre mis brazos y la eché sobre la moqueta de la sala de estar, como la única intención de encontrarnos en una posición más confortable.
—Sí, precisamente lo que quiero es que goces —susurré, completamente lanzado.
Al cabo de un rato, mamá se puso rígida y empezó a gemir:
—¡Sí…, sí… más…, más…! ¡Qué placer…! ¡Cómo me enloquece todo esto…!
Yo había deslizado mi mano por debajo de su camisón, sin atreverme a realizar algo más que una ligera caricia con mis dedos sobre el vello de su pubis.
Su coño suponía para mí toda una tentación, un sueño que se hallaba a mi alcance.
Nos quedamos unos minutos sin movernos; después, ella gozó con una serie de contracciones. Más tarde, le supliqué con la misma voz susurrante de pasión:
—Ahora te toca a ti sobarme a mí, mamá.
Ella no quería, y debí emplear muchas frases y razonamientos para que, al fin, se decidiera. Entonces comprendí sus dudas. Mi idea al pedirle que me tocase era que me concediese unas cuantas caricias y me chupase las puntas de las tetillas; pero ella sacó mi verga del pantalón del pijama y empezó a manipularla…
Pronto advertí que en cada una de sus acciones se encerraba una segunda muestra de interés que tenía mucho que ver con el instinto material. Vencido el tabú familiar, latía en ella el deseo ineludible de hacerme muy feliz. Sus manos acariciaban mi polla y los cojones, sin dejar de vigilar mi rostro. Para asegurarse de que me estaba ofreciendo lo mejor.
—¿Te gusta así, Pedro? —me preguntó, recogiendo con sus dedos la cabeza del capullo y presionando, a la vez, toda la base del escroto—. ¡He deseado tanto poder acariciar a un hombre desde que se murió el picha floja tu padre!
Al ver que iba a bajar la cabeza, teniendo la boca completamente abierta, un impulso de pudor me empujó a detenerla. Pero no lo hice; sólo moví los brazos y dejé los dedos temblorosos a ambos lados de su cabello rubio. Luego, varias descargas emocionales recorrieron todo mi cuerpo, disparándose desde la punta de su lengua y de sus labios. Un conjunto de aves libidinosas que volaban, picoteaban y se posaban por toda la longitud de mi polla y en la superficie de mis testículos.
Su saliva densa y abrasadora cubrió de rocío la piel y la carne de mis genitales, en un baño que me hizo renacer a un universo nuevo y espléndido. De pronto, adquirí toda la decisión imprescindible. Tenía que corresponder a mamá con todo el amor que ella me estaba demostrando.
Me dediqué a desnudarla, sin interrumpir la mamada, ya que los dos nos hubiéramos sentido muy frustrados. En el momento que me dediqué a bajar sus bragas, tuve que realizar tal ejercicio contorsionista que a ella le obligué a echarse sobre mí, en el sofá, alzando las piernas y moviéndolas, después, para colaborar en la operación.
Lo más divertido llegó en el momento que mamá se entregó a quitarme todas las ropas sin abandonar la felación. Sólo se rindió en el último instante. Después montamos un escalofriante sesenta y nueve, revoleándonos en el sofá, cayendo al suelo y midiendo la alfombra y la moqueta cercana con nuestras espaldas y piernas.
—¡Pedro, me matas… Eres algo fuera de serie…! ¿Le hacías esto a Clarita…, tu mujer?
—¡Jamás! ¡La gilipollas no se dejaba! Las veces que lo intenté, me soltó que no era una puta… ¿Lo eres tú, mamá?
—¡Claro que sí, hijo! ¡Pero sólo soy tu puta; me tienes en rigurosa exclusiva! ¡Bebe de mi coño… Absorbe todos esos caldos que manan del lugar… Por donde yo le di la vida…! ¡Amar al propio hijo… Dios, Dios…! ¡¿Puede existir algo más maravilloso?!
—¡Tienes una aspiradora en la garganta, mamá… Me viene la leche…! ¡Te voy a llenar tu preciosa boquita, mamá… Es increíble…!
Me derretí materialmente entre sus labios, sintiendo como su lengua, su paladar, sus dientes y todo el interior de su boca se conjuntaban para proporcionarme el mayor placer que había conocido en toda mi vida. Tuve que sujetarme a sus piernas, hundiéndome en un cunnilingus frenético. Al mismo tiempo, me llegaban sus caldos agridulces, deliciosos; y las contracciones de los labios vaginales se transformaban en unas esponjas vivas y encharcadas.
—¡Vaya, mama… Ha sido como salir de la más fabulosa inmersión…! —exclamé, a los pocos minutos y con el aliento a medio gas—. Me gusta bucear… ¡Pero en mi vida había podido hacerlo con tanta facilidad y consiguiendo unos resultados tan fantásticos!
Entonces ella comenzó a reírse. Dio un salto para ponerse de pie. Estaba preciosa en su desnudez racional, consciente. Habíamos dado rienda suelta a nuestros instintos, pero ninguno de los dos nos sentíamos unos locos o culpables por estar haciendo algo malo. Lo nuestro era tan natural como respirar o tomarse el ponche que mamá me preparó poco después.
—¿Te acuerdas que ésta era la «sobrealimentación» que te daba antes de que fueras a jugar al fútbol con los demás chicos? —me preguntó, siguiendo con sus risas—. Leche, coñac y una yema de huevo.. ¡Lo vas a necesitar, porque estoy deseando que me folles a conciencia! ¿Crees que aguantarás… o lo dejamos para la noche?
—¡Estoy hecho un toro, mamá! ¡Y el ponche siempre ha funcionado en mi organismo como las espinacas en «Popeye»!
Sin dejar de bromerar, ella se cuidó de ponérmela bien erecta.
No le costó demasiado. Soy joven, llevaba bastantes meses sin echar un buen polvo y la conquista de mamá, el incesto, suponía un incentivo capaz de facilitarme las mayores proezas sexuales. Ni siquiera lo dudé al entrar en su coño con la estaca en posición de combate.
La mantuve en buen estado, cogiéndola por las cachas y haciendo que colocase los talones sobre mis hombros. Riendo de felicidad la alcé en vilo, me eché hacia atrás y la sujeté firmemente… ¡Mis dieciocho centímetros quedaron totalmente dentro de ella!
—¡Eres prodigioso, hijo! ¡Me vienen los caldos… en un torrente.. Mmmm! ¡Aaaahhh… Qué floja me siento..! ¡por favor, Pedro… Déjame en el sofá …! ¡No tienes que hacer ninguna demostración de fuerzaaa…. Aaaay…!
—Ha sido como el grito más salvaje de «Tarzán», mamá… ¡No encontraba otra manera de mostrarte mi felicidad! —grité, al mismo tiempo que la iba descendiendo para depositarla en el sofá—. Me siento capaz de todo lo mejor, porque tú eres mi fuente de inspiración… ¡Cómo te amo, mamá!
Una fuerza circular, abrasadora y electrizante comenzó a formarse por todo mi cuerpo. Las sienes se me pusieron a latir, acaso con más fuerza que el corazón, y en la punta de la polla sentí como si se me hubiera tallado un diamante… ¡Un diamante que empezó a soltar semen, leche de macho que ha encontrado a su mejor hembra, y me estuve corriendo por espacio de unos tres minutos!
Los dos abrazados, sólidamente unidos y sabiendo que acabábamos de proporcionarnos el placer que ya nadie podría arrebatarnos… ¿Quién tiene derecho a esclavizar los instintos más puros de los seres humanos?
Y el resto, ¿para qué os lo voy a contar? Desde hace treinta y ocho días soy el único amante de mamá. Ella confiesa que nunca había conocido a un hombre tan fuerte y vigoroso como yo; por mi parte, he de reconocer que ignoraba que una mujer pudiese ser en el plano sexual tan experta y, al mismo tiempo, tan «viciosa»…