El verano pasado vino a vivir con nosotros mi sobrina política, que tiene ahora veinte años. Para mí, que voy por una sólida cuarentena, constituyó un placer ver a esa jovencita caminando por la casa llevando unas ligeras ropas, que revelaban sus perfectas formas. Pero me sentí incapaz —mi polla se disparaba como una ballesta— de poderla contemplar con los minúsculos bikinis tangas tan de moda hoy.
Al salir de la piscina, la tela se pegaba a su cuerpo como si ella estuviera desnuda. De verdad, era un sufrimiento verla. Por aquellos días, enfermó repentinamente mi suegra, y mi mujer debió viajar apresuradamente al norte. Yo soy una persona de un sueño muy profundo, por lo que me cuesta enormemente despertarme.
Como mi mujer es quien se cuida de esta tarea, puse el despertador y me eché a dormir, tranquilamente… Pero, durante la madrugada, se desató una terrible tormenta, con fortísimos truenos y centelleantes relámpagos; el viento parecía un huracán, y arrancó un árbol del jardín, justo frente a la ventana del dormitorio de mi sobrina. El caso es que, medio dormido, oí a la jovencita preguntándome si podía acostarse conmigo, porque estaba dominada por el pánico.
Le dije que sí, y ella se metió entre las sábanas. Se hallaba casi helada de frío, y se estrechó a mi cuerpo, diciendo:
—¡Oh, tío! ¡Qué rico y calentito que estás!
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta ese preciso momento; pero, casi inconscientemente, sentí que mi polla se había alzado, y que una de mis manos estrechaba una hermosa teta, suave y tibia piel, buscando el pezón. Y se la encajé en las nalgas, yendo hacia delante, y el capullo buscó la entrada vaginal.
Medio dormido como estaba, mis movimientos eran lentos; pero, muy despacio, fui entrando en su coño; pero, al encontrar cierta resistencia, me vi obligado a empujar con más fuerza. Sentí que mi cuerpo me pedía hacer cabalgar mi deseo, y ya mi bombeo fue consiguiendo que la polla se incrustara en su empapada carnecita.
Entonces, mi sobrina gritó:
—¡Tiiito, que duele!
Despertó del todo, y comprendí que no era el cuerpo de mi esposa el que estaba a mi lado, sino el de mi sobrina. Encendí la luz de la mesilla, y comencé a explicarme que me había pasado. Pero, ella me interrumpió con su voz de «dulce golfilla»:
—¿Por qué? ¡Vamos, sigue con lo que me estabas haciendo, tiito…! ¡Me sabe tan ricooooo…!
Fernando – Ciudad Real