Soy una mujer mayor; pero lo que quiero contar es la historia de mi iniciación en el mundo del Sexo. Ocurrió hace mucho tiempo, cuando sólo tenía 18 años. Por suerte mi familia no sufría entonces las penalidades de la postguerra.
Ocurrió un verano que todos estábamos en casa (el abuelo, sus dos hijos y sus respectivas mujeres, sus cinco nietos, mis primos y mis hermanos, entre los cuales yo era la mayor) nos reunimos en un pequeño pueblo de pescadores situado a 40 kilómetros de Palma. Allí íbamos a estar todo un mes.
A pesar de mis 18 años, yo era una ignorante total en los asuntos del sexo. Educada en un colegio de monjas, dentro de aquellos oscuros años, lo único que sabía era que las mujeres y los hombres resultábamos diferentes. Lo había comprobado bañando a mis hermanos pequeños, al contemplar aquella especie de «dedito» que yo no tenía entre mis muslos.
Además, en los últimos meses de colegio, había empezado a oír contar, entre risitas y siseos, cosas sueltas sobre el Sexo que practicaban algunas compañeras con sus hermanos mayores. Cosas que no entendía; pero que provocaron que empezara a pensar que existía algo sobre lo que yo no sabía nada y que parecía muy interesante.
Desde luego, no pensaba que aquel verano iba a saber más sobre el tema, aunque al volver al colegio me hallaba dispuesta a enterarme bien. Sin embargo, en ese agosto se me presentaría la oportunidad de enterarme y, sobre todo, de practicar casi todo dentro del mundo del Sexo.
Por las mañanas íbamos a pescar en una barca mi abuelo, mi padre, mi tío, mi primo y yo. Pero a los ocho o nueve días, por varios motivos, sólo salimos mi abuelo y yo, que éramos los más aficionados a la pesca.
Recuerdo que, después de un par de horas, le dije a mi abuelo que como iba a nadar un rato podía acompañarme. Se disculpó alegando que no podía porque se había olvidado el bañador. Una vez en el agua, yo le insistí.
Al final se decidió y se zambulló en calzones. Al rato yo salí. Cuando él se fue a subir a la barca, por el peso del agua, los calzones se le bajaron a los pies, con lo que dejó al aire una picha y unos huevos encogidos por el baño; pero que a mí me parecieron enormes; además, aparecían rodeados por una gran cantidad de pelos muy negros. Esto supuso que mi mirada quedase fija allí. Cosa que a mi abuelo no le pasó desapercibida. Tras subir a la barca y arreglar su ropa, se produjo un silencio tenso que finalmente él rompió:
—Te has puesto muy colorada. Siento lo que ha pasado.
—Es que me ha sorprendido… Nunca había visto un hombre desnudo.
—Pero ya sabrás lo que nos diferencia de vosotras.
—A mis hermanos los he bañado y les he visto la «cosita»; pero eso es muy diferente de lo que tú tienes.
Pensé que podía aprovechar la situación para enterarme de alguna de esas cosas que en las últimas semanas de colegio había atisbado. Seguí con el tema. Creo que mi actitud no ayudó a que mi abuelo, viudo desde hacía 4 años, calmara una excitación que le iba ganando por momentos:
—Por lo que yo sé, para tener un niño el hombre con su «cosita» pone la semilla dentro de la mujer; pero habiendo visto la «cosita» a mis hermanos y ahora la tuya no comprendo cómo se puede hacer.
—Mira, Ana, la «cosita» de los hombres no es siempre tan pequeña como tú la has contemplado. Hay momentos en que crece y se pone dura. Entonces puede entrar en el coñito y dejar dentro el semen, aunque no siempre se hace para tener hijos. También se hace por gusto.
—¿Quieres decir que tu «cosita» no es siempre igual?
—Claro que no —contestó el pobre que ya estaba que no podía más—. Ahora ya la tengo más grande. Si me prometes guardar el secreto, te la enseñaré para que compruebes la diferencia.
—Te lo juro. No se lo diré a nadie si me la enseñas.
Bajamos al pequeño camarote de la barca, donde él se quitó los calzones. Así quedó ante mis ojos una polla ya semi erecta, descapullada y con dos cojones. Si cuando la vi por primera vez encogida y arrugada me impresionó, en aquel momento me dejó como alelada, sin capacidad de reaccionar, por lo que él me preguntó:
—¿A que ahora está más grande que antes?
—Sí, mucho más… Pero es que antes no tenía la punta así…
—Esta punta se llama capullo. Si lo tocas verás que es muy suave y calentito. Anda, pon tus dedos en él.
Yo alargué la mano hasta su sexo y rocé con cuidado el capullo. En el acto quedé sorprendida de lo suave que era. Seguí tocando y, sin poder evitarlo, le di una especie de tirones que le obligaron a crecer mucho más; al mismo tiempo, yo empezaba a sentir un escozor que se concentraba entre mis piernas.
—Abuelo, cada vez es más larga y más gorda… Ya no se la puede considerar una «cosita» como antes.
—Está así por tus caricias. Si continúas y lo haces bien verás cómo me corro y sale la leche.
—¿La leche? ¿Pero los hombres también tenéis leche?
—Es el líquido donde se halla la semilla que tú mencionaste hace un rato. Se llama semen; pero todos la llamamos leche. Proporciona mucho gusto al hombre cuando la hecha en la mujer. Y ésta a su vez goza lo suyo.
—Yo quiero ver salir esa leche como tú la llamas.
Bajo el efecto de los tirones que le daba, mi abuelo me preguntó si sabía cómo debía hacerlo. Tuve que decirle que no. Entonces él me cogió la mano y me ensalivó la palma; a la vez, me pidió que le echara saliva sobre su polla. Después, me enseñó los movimientos para hacerle una paja. Pronto seguí sola, maravillada al ver aquella polla cada vez más grande y por la explosión final, que llenó mi mano de leche entre suspiros de mi abuelo.
Cuando se recuperó un poco y, al ver cómo yo miraba fijamente a la leche que llenaba mi mano, él me dijo:
—Esa es la famosa leche. Pruébala y verás que está buena.
—Tiene un sabor raro; pero me gusta.
—Otro día te enseñaré a sacar la leche con la boca en vez de con las manos.
—Mejor ahora —le pedí, caliente y ansiosa por saber más.
—Ahora no puedo —casi se lamentó, enseñándome su picha que volvía a ser pequeña como la primera vez que la contemplé—. A los 60 años uno no se puede correr dos veces seguidas; pero todavía puedo darte gusto a ti. Déjame ver esa «cotorrita» que mantienes tan guardada.
Yo le enseñé mi chochete, cubierto por una capa muy fina de pelos. Después de tocarlo y de repetir la palabra «impresionante» varias veces, el abuelo metió la cabeza entre mis piernas. Esto me asustó; pero me calmé al notar que me estaba lamiendo y chupando. Muy pronto empezaron a surgir una especie de chispazos, que recorrieron mi cuerpo para estallar en mi coño. Así me llegó el primer orgasmo en una barca y a través de una comida de «cotorrita» de mi abuelo. Recuerdo que se puso de pie sin aliento, como si hubiera estado buceando.
Después, como él seguía con la picha pequeñita, me dijo:
—Esto tiene que quedar en secreto entre nosotros.
—Yo no diré a nadie esto; pero me has de enseñar más cosas, abuelo.
—Será por la noche, cuando todos duerman. Iré a tu cuarto; y con la picha otra vez tiesa te enseñaré algo que te gustará mucho. Ahora regresemos a casa.
Después de la cena entró en mi alcoba. Gracias a él aprendí a hacer una mamada; y en las siguientes noches practicamos todo lo que mi abuelo sabía de Sexo, menos la penetración. A pesar de que cada momento le insistía, él me decía que era mi abuelo y que eso no lo podía hacer, porque la virginidad era muy importante ya que se debía entregar al hombre amado.
Lo del virgo tardé 4 meses en conseguirlo. Fue en Navidad con la venida a Palma de un tío mío, hermano de mi madre. Iba a pasar las fiestas con nosotros.
Una tarde que estábamos solos, me metí en su cama para que me contara una historia de la guerra. Acabamos jugando a pelearnos, lo que le puso la polla como un poste. En uno de los movimientos, yo se la agarré como por error. En seguida me hice la gran sorprendida de que los hombres tuvieran una cosa tan grande.
Lo demás ya vino por sí solo. Las explicaciones y preguntas de mi tío, mis peticiones de que me la enseñara, el correrse entre mis dedos mientras me «enseñaba» a hacerle una paja y, finalmente, tras recuperarse (era mucho más joven que el abuelo), poder desvirgarme, no sin problemas por la desproporción entre su enorme picha y mi todavía pequeño chocho de veinteañera.
Seguimos follando todas las fiestas. Y al verano siguiente, tras jurarle al abuelo que ya no era virgen, conseguí que también el me follase. Cosa que hizo mejor que mi tío, pues aguantaba más sin correrse. Disfruté de más orgasmos.
Ana – Mallorca