En la oficina me espabilé

Tengo 27 años, soltero y universitario. No soy lo que se dice guapo; pero me mantengo en forma haciendo pesas, me visto bien y tengo un aspecto aseado.

Desde hace dos años trabajo en el departamento de relaciones públicas de una importante empresa. Hace tres meses se incorporó una chica joven al equipo, Patricia, de 21 años. Es una morena preciosa con un espléndido cuerpo, perfectamente proporcionado y lleno de curvas sugerentes. Desde el primer día me pareció fascinante observarla. Se vestía a la moda, sobre todo con suéters ajustados y faldas cortas. Admiraba sus bien formadas piernas y la curva de su encantador trasero.

Patricia se dio cuenta en seguida de hasta qué punto me impresionaba; pero no me animó en ningún momento. Debo decir que, a pesar de mi profesión, era exageradamente tímido con las mujeres en lo que se refiere a relaciones personales. Por eso me había limitado a charlar algunas veces con ella, tratando de establecer el nivel de confianza necesario para invitarla a salir.

Sin embargo, el mes pasado todo cambió. Nuestra oficina tiene una sección donde se archivan los expedientes. No es una habitación, sino una especie de pasillo largo, con departamentos a cada lado, que dejan únicamente un estrecho corredor en el medio.

Una tarde fui a devolver una carpeta y me gustó encontrarme a Patricia. Estaba al final de la sala, inclinada buscando entre los expedientes de una de las cabinas, espléndida, con su suéter de color rojo y la falda negra.

Desde donde yo estaba gozaba de una magnífica vista de su culito que se apretaba contra la tela de la falda. La corta prenda me permitía ver una buena parte de sus muslos, enfundados en unas medias de seda sujetas por un liguero de color blanco.

Permanecí allí durante unos momentos fascinado por tan increíble visión; mientras, mi polla se iba desarrollando muy lentamente. Como si estuviera en pleno trance, cerré la puerta y me dirigí hacia Patricia, que me vio y sonrió.

—Estoy buscando el expediente de Martínez —me dijo—. Espero no molestarte.

El sonido de su voz rompió la magia. Respondí:

—En absoluto, sólo quería colocar esta carpeta en su sitio, así que ten cuidado no te vayas a dar un golpe con el cajón de arriba.

Extendiendo mi brazo por encima de su cabeza abrí el cajón y coloqué el informe. Cuando lo cerraba, Patricia se echó un poco hacia atrás y rozó su trasero en mi proyectada erección.

Me quedé helado, aguantando la respiración y esperando algún comentario sarcástico. En lugar de eso, me miró por encima del hombro y añadió:

—Parece que he iniciado algo. Sería una vergüenza dejarte en este estado, especialmente en la posición en que me encuentro.

Fue moviendo las caderas mientras lo decía, rozando sus glúteos contra mi dura polla. Como ya he dicho, era muy tímido con las mujeres. De hecho, mis contactos con ellas resultaban muy escasos. Estaba alucinado; pero en realidad era la satisfacción de un sueño.

Sabía que la situación iba a ser arriesgada; sin embargo, ello no hacía más que añadir excitación. En cualquier caso, la suerte estaba de mi parte porque nos encontrábamos bastante alejados del resto del personal. De todas formas, me hallaba más excitado que preocupado por si nos descubrían.

Puse mis manos sobre las insinuantes caderas de Patricia y le levanté la falda para dejar al descubierto su culito. Me entusiasmó ver que no llevaba bragas debajo. La polla me palpitaba con furia y la permití salir de su prisión.

Pude arrodillarme para acariciar sus cremosos glúteos recorriendo su carne con las yemas de los dedos para acabar separándolos. Mis ojos quedaron atrapados en su rajita y por las vibraciones de sus labios rosados. Tenía un aspecto tan magnífico que deseé probarlo. Saqué la lengua y se la pasé por el chochito, pero ella exclamó:

—No, folláme, ahora.

No tuvo que repetirlo. Colocándome detrás, guié mi polla entre sus labios vaginales. Sentí cómo la absorbía como si quisiera engullirla. Lentamente, empecé a abrirme camino en su interior. Su húmedo agujero se cerraba en torno a mi máquina de follar, manteniéndola caliente y apretada.

Una vez toda dentro, empezó a embestir adelante y atrás. Mis manos se deslizaban por sus costados, tratando de atrapar sus tetas; pero ella me las separó. La agarré por las caderas y empecé a follarla, lentamente al principio y luego más y más aprisa. Patricia se apretaba contra mí con mucha fuerza, jadeando pesadamente a la vez que mi polla entraba y salía de su cuerpo.

La chica notó que yo estaba a punto de estallar y se levantó, girándose rápidamente para arrodillarse frente a mí. Entonces se tragó mi polla y empezó a mamármela. Fui incapaz de aguantar más; y empecé a agitarme llenándole la boca con mi crema. Las piernas me flojeaban y temblaban.

Patricia se lo comió todo con ansia, chupando la polla con fuerza para dejarla completamente seca. Cuando terminé, se levantó, me sonrió y dijo:

—Ya está. Ahora pasarás el día mucho mejor. No olvides de cerrarte la bragueta cuanto te vayas.

Y se fue, colocándose bien la falda, pasillo adelante. Ni siquiera miró atrás. Desde entonces me estoy volviendo un salido, porque ese primer encuentro maravilloso ha sido la continuación de muchos otros; pero ya no en la oficina.

Claro que las cosas no me fueron nada bien la segunda vez; porque ella lo consideró como una especie de terapia sexual: al verme con el bulto y tan pendiente de ella, se decidió a «calmarme». A un tímido estas cosas le marcan, le empujan a dar pasos más seguros. Y así en la tercera ocasión…

Partiendo de la importancia que yo le concedía al hecho de que me la hubiese mamado, empecé a idear un plan para establecer contacto con ella fuera de la oficina. Me daban mucho reparo los comentarios que pudiesen hacer los compañeros y compañeras.

Al cabo de tres días creí que podía actuar. Estábamos a viernes y yo había oído a Patricia que se iba a quedar todo el fin de semana en casa de su prima, ya que ésta había comprado un piso viejo y lo estaban pintando. No me costó nada hacerme con la conveniente dirección.

Y allí me presenté el sábado a las nueve de la mañana. Me quedé esperando frente al portal; y a eso de las 10,45 vi a Patricia entrar. Llevaba dos bolsas e iba vestida con unas ropas más usadas que las normales en ella; además, no se había maquillado. Pero seguía estando preciosa.

Aún esperé quince minutos más. Luego me decidí a dejar el coche. Me temblaban ligeramente las piernas; pero en el interior del ascensor recuperé la moral, al hacer uso del recuerdo de la fabulosa mamada.

—Pero, ¿qué haces tú aquí, Damián? —me preguntó Patricia, nada más abrir la puerta—. ¿Y cómo has dado conmigo?

—Calma, chica. He oído que tienes faena larga y dura en el viejo piso de tu prima. Esto que traigo es una maleta, en la que llevo rodillos, brochas, pinceles y otras cosas. ¿Te he contado alguna vez que una de mis aficiones son las chapuzas caseras? Vamos, déjame entrar.

—Es que me creo que te estás riendo de mí, chico.

—¿Yo? ¿Un tímido que se pone colorado ante las mujeres? Sólo tienes que verme trabajar y, luego, tendrás una base para desconfiar… o confiar en mí, ¿no te parece?

—Si encima hablas como si te recochinaras de mí. De acuerdo.

Me dejó pasar y, a lo largo de las cinco siguientes horas, me metí en faena. Sólo con ver el estado del comedor supe lo que se debía hacer. Saqué la espátula y me lié a quitar la vieja pintura. Antes me había puesto un traje de faena, una gorrilla y zapatillas especiales.

Yo a lo mío, sin dejar de haberme presentado a Lucy, la prima de Patricia, y ver cómo ellas entraban a ver cómo me iban las cosas. Y a eso de las 3,30 de la tarde apareció mi compañera de oficina diciendo que me fuese a lavar porque íbamos a comer.

No llevó nada asearme; pero me quité las ropas de faena y me puse las otras; pero me quedé con la camiseta de verano. Así entré en el improvisado comedor que se había preparado en la cocina.

—Perdona, Damián —me saludó Patricia—. He de reconocer que has hecho en una mañana el trabajo de mi prima y yo en cinco días… Bueno, ¿qué quieres comer?

—Lo que me pongáis. Tengo un apetito bárbaro.

Las dos mujeres se esmeraron en servirme lo mejor y en cuidarme, luego, de que no me quedase con hambre. También me sirvieron dos vasos de vino, que me entonaron lo suficiente.

De esta forma, al volver a la faena, cogí a Patricia por la cintura, la sujeté con fuerza y la besé en la nuca. Ella se estremeció y echó la cabeza hacia un lado, para que mis labios continuaran el recorrido por su cuello. Cuando llegué a su boca, se dio la vuelta despacio, muy despacio, y puso sus manos en el vello de mi tórax.

—¡Cuánto pelo tienes aquí… Pareces un oso…! Como en la oficina te hacen ir con corbata y nunca te había visto con la camisa abierta…

Le estaba subiendo la usada falda, que enrollé en su cintura para que no cayese; después, le bajé las bragas.

—¿Es que no te importa que nos sorprenda mi prima, Damián?

—No… Tú me lo enseñaste el otro día: cuando la necesidad apremia hay que satisfacerla cuanto antes. Además, los dos estábamos deseando.

La alcé un poco, casi manteniéndola en vilo, y la apoyé en la pared. Así se la metí de abajo a arriba, en una posición algo inclinada, pero que me cuidé de corregir sobre la marcha para que a ella no le doliese. Pronto pude escuchar sus jadeos; y cómo sus manos recorrían mi espalda en una lucha por sujetarse y, al mismo tiempo, cobrar conciencia de la realidad de lo que estábamos disfrutando.

—Mi tímido, mi tímido… Suele ocurrir… Luego sois unos fieras… Más, más… ¡Te siento tan dentro de mí… Aaaaah…!

Supe que Patricia se encontraba en la grupa de la montura que iba a llevarla al primer clímax, ése que nacía más de la sorpresa que se estaba llevando al comprobar que yo era muy distinto a como ella me suponía.

La mantuve bien abrazada, ya los dos con los pies apoyados en el suelo, porque estaba siendo sometida a un impresionante arrebato pasional: jadeante, irguiendo el cuerpo y agarrándose a mí con las rodillas. Los brazos y parte del cuerpo; pero sin conseguir mantener la sujeción al verse sacudida por una leve «epilepsia» de placer.

La dejé sentada en el suelo y yo me situé a su altura. Su respiración se hizo cansada; pero me sonreía con lágrimas en los ojos. Levantó una mano y me acarició los pelos del pecho; después, musitó:

—Cómo has espabilado, Damián. Además, eres mañoso y astuto… ¡Mira que venirme a ligar al viejo piso de mi prima!

No quiero ligarte, Patricia. Estoy enamorado de ti.

¡Oh, corazón… No digas eso…! ¿Tan ciego has sido para no ver que estoy liada con el gerente? Soy su amante desde el primer día que entré en la oficina. Ya sabes que él está casado, por eso no puedo contar con su ayuda durante los fines de semana…

La besé en la boca. No me importaba lo que fuese, ni el destino que a mí me pudiese aguardar. Y allí, sobre la madera del suelo, la monté para poseerla con toda la habilidad de que era capaz. Sólo lo había hecho con prostitutas y con una madura vecina —la que me desvirgó— de casa de mis abuelos. Lo suficiente para igualar al mejor de los amantes.

—Le dejaré, Damián… ¡Corazón, si eres mi campeón! —exclamó Patricia— Tú ya no puedes irte de mi vida.

Aquel fin de semana fue de ésos que uno debe enmarcar en el mejor rincón de su memoria. Trabajé de miedo con la pintura; pero follé dos veces más con Patricia. Y en la última su prima nos preparó una «cama» con unas mantas viejas, pero limpias, y otras cosas.

—Tienes que convencerla para que deje a ese tío «carca» — me dijo Lucy estando a solas—. Tú eres el hombre que la conviene.

Poseer a aquella preciosidad significó para mí la seguridad en mis posibilidades frente a otras mujeres. Mientras volvía a aquel viejo piso algunas tardes-noches después del trabajo en la oficina, junto a seis fines de semana más comprendí que Patricia significaba lo máximo que yo podía anhelar. Especialmente cuando me la mamaba estando yo en la escalera utilizando el rodillo de pintar: me abría la cremallera de la bragueta del peto de trabajo, sacaba mi polla y se entregaba a la felación.

Yo intentaba seguir trabajando, como si lo que ella me hacía no mereciese la pena valorarlo. Pero, a los pocos segundos, bajaba de la escalera, dejaba el rodillo en el cubo y me echaba sobre ella. Para rodar por encima de los periódicos que cubrían el piso para preservarlo de las manchas de pintura. Eramos amantes que deseaban conocerse del todo, saborearse hasta que no les quedaran dudas sobre su futuro juntos.

Después de la boda de Lucy, a la que fui invitado, Patricia y yo nos comprometimos de una forma «oficial». Pero a ella le costó librarse de su amante. Un mal día les vi juntos y reaccioné mal. En lugar de ir a por ellos decidí salir con una chica que me traía café a la mesa de trabajo y andaba pendiente de cualquier cosa que yo necesitase.

Pude follármela; pero no lo hice. En el último momento pensé que nos haríamos demasiado daño. Hasta que el otro día, de eso no hace ni una semana, esperé al gerente en el aparcamiento de la empresa y le planté cara. El orgulloso pretendió reírse de mí y le partí la cara. Le di todo lo que quise y más. Sé que no estuvo bien. Lo curioso es que el tipo se lo tragó para sí.

Ahora Patricia es toda mía. No sabe por qué su amante ha dejado de molestarla; y yo sólo pienso decírselo cuando vosotros publiquéis nuestra historia. Se la dejaré leer.

Damián – Barcelona