Furor uterino

Me costó un huevo convencer a mi esposa para que se adaptara a todas las posiciones sexuales que me gustan. Quizá a algunos lectores les parezcan un poco extravagantes. Lo bueno es que ella las fue aceptando de una forma progresiva y olvidándose de todas las pegas que me había puesto al principio. Por lo que tardó bastante en pasar fue en eso de follar estando los dos a cuatro patas, para que yo le endiñase la polla por atrás. Esto no le parecía tan mal.

Lo que rechazaba era que colocara un espejo entre nosotros, con el único propósito de contemplar todos los gestos que íbamos componiendo. En el momento que dio su aprobación, descubrió que la cosa era de lo más divertida y excitante. Por cierto tuve que ser yo el que se cuidara de cambiar la práctica, debido a que ella se había encaprichado con la misma.

Otro de los tropiezos más peliagudos se presentó al querer que me chupara la polla después de haber meado. Se lo pedí nada más servirle mi lengua como toallita, con la que le limpié el felpudo y el chocho. Lo consideró una guarrería. Claro que insistí tanto que terminó accediendo. Yo me colocaba en la posición supina, mi esposa se inclinaba sobre mis genitales y procedía a la felación.

Su técnica consistía en frotar la lengua por todo el capullo, moviendo la boca hacia arriba y hacia abajo y succionándome la punta. En el momento que se iba a producir la corrida, interrumpía la mamada, se colocaba a cuatro patas, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, yo me agachaba frente a ella y le introducía, lenta y cuidadosamente, la polla entre los labios para frotar el meato en la parte posterior bucal. Gracias a esta posición, mi semen le bajaba por la garganta con una facilidad plena, sin originar desbordamientos, ni toses.

Llegamos a sentirnos tan compenetrados que podíamos abrazarnos, adoptar cualquier posición y alcanzar todas las zonas de nuestros cuerpos, ya fuese con las manos o con las bocas. En un instante nos notábamos incandescentes, y no nos importaba gritar de felicidad. Formábamos una pareja de criaturas folladoras. Y disponíamos de toda la vida para nosotros solos.

Sentada en mi polla, como ella hacía de joven al frotarse contra el sillín de su bicicleta, abarcó sus tetas y se sujetó a sus propias caderas. La tarde se prometía muy feliz para ambos. Comprendí que debía proporcionarla algún tipo de asidero ante el enorme vértigo que le dominaba. Parecía como si se fuera a caer de un momento a otro. Y le entraron unas risas locas al sentirme eyacular. Movió el trasero y todo el paraje genital, esparciendo mi rico esperma en sus galerías: un engrudo que le dejaría pegada a mi cipote por espacio de unos minutos.

Poco más tarde, mi esposa se sorprendió al comprobar que no me salía de la follada. La seguía teniendo tiesa, y no dudé en continuar con aquel segundo polvo fantástico, que a mí me invitaba a echar toda la carne en el asador.

Ya disponía de una hembra capaz de superar cualquier tipo de prestación sexual. No sólo era una tía hermosa, sino que poseía toda la sensualidad de una gata madrileña. Y ese furor vaginal que me tenía hechizado.

Le abrí de piernas totalmente, manipulándolas con habilidad. De esta forma volví a ocupar su coño. Con una entrada total, que fue respondida con un alarido orgásmico y unos grititos de felicidad. Los dos nos hallábamos tan ajustados en los bajos que nos costaba movernos.

Sin embargo, encontramos la forma de hacerlo, sobre una cama que cada vez se hallaba más revuelta y caliente. A merced de unas cabalgadas humanas, en las que a ella le estaba correspondiendo el papel de «montura», mientras yo representaba el de un vaquero que se dispusiera a domar a la yegua más salvaje. Empleando la picha como espuela.

La sexualidad embellecía a mi mujer. Me parecía que su piel llegaba a adquirir unas tonalidades especiales, sus tetas resultaban más turgentes y sus dos galerías se hallaban completamente dilatadas. ¡Listas para ser unos túneles de ida y vuelta!

A partir de entonces le mantuve de pie, pero contando con el apoyo de mi verga como una viga de contención. A la vez, la sujetaba por las caderas. Y gracias a todo este juego de palancas, pude llegarla a los ovarios. Donde sus orgasmos se hicieron un remolino tremendo, arrasador, que a ambos nos elevó al paraíso. Allí donde los amantes obtienen los mejores frutos de su relación y sellan pactos que no se podrán destruir. Bueno, eso creía yo en aquel momento.

Acto seguido los dos nos dejamos caer en la cama, manteniéndose ella arriba. Para dirigir la última fase de la follada. La sonrisa de gozo ya era una expresión permanente en su rostro. Había encontrado la mejor forma de alcanzar la felicidad.

En el instante supremo que yo iba a soltar la segunda andanada de leche, la cogí por la cintura y la elevé unos palmos sobre la colcha. Después, introduje mi cipote entre sus tetas adorables, fabriqué una «paja a la española» y, además, conté con la colaboración de su lengua… ¡Un detonante que provocó la corrida más copiosa!

Mi esposa no desperdició ni una sola gota de esperma. Le pertenecía por derecho. Era el fruto de todo lo que yo le había enseñado y lo mucho que ella misma había aportado. Un vínculo de unión entre dos seres que buscábamos el placer más salvaje.

Todas estas experiencias me permitieron disponer de una hembra completamente abierta, ansiosa de lo sexual y que no me negaba nada. Hasta que una noche me confesó algo que yo debía haber supuesto:

—Benjamín, ha sido algo superior a mí… ¡He tenido que follar con el mecánico que ha venido a repararnos la lavadora! Tenía un paquete tan fenomenal en la bragueta, contaba unos chistes verdes tan cachondos, y era tan guapo…

¡No lo he podido resistir! Estoy encerrada en casa, esperando a que tú llegues a calmar mi furor uterino… Muchas veces me hago pajas para aguantar las ganas… ¡Hoy he sido demasiado débil, lo reconozco!

Tuve que aceptarlo. Ahora sé que de vez en cuando, acaso cada dos meses, mi esposa me la pega con un extraño que aparece inesperadamente en casa. Y me he dado cuenta de que se averían con excesiva frecuencia los electrodomésticos y el televisor.

Pero, si ella lo necesita por mi culpa, ¿quién soy yo para prohibírselo? Además, el hecho de haber follado con otro hombre, nunca me lo oculta, no le impide cumplir. Tengo que reconocer que ya no tiene suficiente conmigo solo…

Abel – Madrid