Gozada en el metro

Cuando hay una huelga de transporte como la que pasamos este año, no puedo dejar de pensar en el papel tan importante que jugó otra en la determinación de mi vida sexual.

Yo tenía veinticinco años. Aquella noche estaba muy oscura, y tenía que atravesar casi toda la ciudad para llegar al barrio donde vivía con mi familia. A ir a tomar el metro, encontré a mi hermano Enrique, que tenía veinte años. Estuvimos hablando durante la larga espera en el andén, porque no sé qué pasaba que el metro no acababa de llegar nunca; mientras, la estación se iba llenando.

Cuando al fin apareció el metro, creí que la gente iba a aplastarme. Pero Enrique me protegió al ayudarme para que pudiese colocarme en un rincón del vagón. En seguida nos sentimos apretados el uno contra el otro, por último, el metro se puso en marcha. Hacía un calor enorme y, a través del vestido, comencé a sentir algo que iba creciendo enormemente en el pantalón de Enrique y que se apoyaba contra mi bajo vientre.

No había ninguna duda, mi hermano estaba empalmado. Cada sacudida del vagón aumentaba la rigidez de su polla, que me parecía enorme más allá de los dos tejidos de su pantalón y mi falda. A la vez, él sudaba y me gustaba su aroma. A nuestro lado dos novios aprovechaban la situación para abrazarse y besarse. Les sonreímos, y yo noté que Enrique jadeaba con su boca muy cerca de la mía y con su verga apoyada en las cercanías de mi coño. De repente, tuve ganas de hacer pipí. Enrique riendo acabó por besarme, y cambiamos una mirada de complicidad con los dos enamorados de al lado.

A partir de aquel momento, mi hermano bajó su diestra y empezó a acariciarme por encima de la ropa. Cuando me tocó el chocho, el efecto fue inmediato: no pude retener mis ganas de orinar y, antes de que él pudiese comprender lo que estaba pasando, mi vejiga se vació dejando una amplia aureola sobre mi falda y un charquito a nuestros pies. Enrique encontró muy divertido el asunto, ya que me besó de nuevo deslizando su lengua en mi boca. Aquello continuó a lo largo de todo el trayecto.

Al llegar a nuestra estación, el centenar de metros que nos separaban de casa no fue suficiente para calmarnos. Al contrario, nada más entrar en el comedor, mi hermano se echó sobre mí y yo, de tan aturdida como estaba, apenas me di cuenta de lo que él quería hacerme; además, me sentía sin fuerzas y sin voluntad.

Todo esto lo aprovechó el «cerdito» para arrastrarme a su cuarto, donde me penetró a toda velocidad. Entraba y salía con frenesí en mi coño; y como su verga era enorme, creí que me podía destrozar literalmente las paredes de la vagina. Gracias a que su primera eyaculación resultó tan enormemente rápida que sirvió de lubricante de mi chumino.

De pronto, tuve conciencia de que aquello era una barbaridad. Por si fuera poco, me constaba que yo me hallaba atravesando mi periodo de fecundidad. No obstante, sin poder evitarlo, me puse a gozar como un animal. Enrique me volvía loquita. Sentía su glande entre mis grandes labios, propinándome unos golpes de riñones para llegar al fondo de mis entrañas. Sus veintidós centímetros de estaca se encontraban tan duros como una barra de hierro.

Fue la primera vez que alcancé un orgasmo durante la penetración. Hay que decir que mi primer amante, el único además, no estaba ni por casualidad tan bien armado como mi hermanito. Poco me di cuenta de lo que pasaba cuando de nuevo él se vació en mí.

Repentinamente, la puerta de casa dio un golpe y comprendimos que nuestro padre volvía de trabajar. En tres segundos arreglamos nuestras ropas y salimos de la habitación. Me temblaban las piernas y todo el cuerpo, de tal manera que al besarle papá me preguntó si estaba bien.

El esperma de Enrique me corría por el muslo y tenía las bragas guardadas en el puño. Sin embargo, encontré las fuerzas suficientes para contestarle que sí y pude marchar a mi cuarto para recuperarme. Al momento me sentí bien, con la cabeza vacía y el chumino deliciosamente dolorido. Me chupé los dedos con los que había estado acariciando mis bajos. Aquello me gustaba. Nunca había chupado la polla de un hombre, y durante mucho rato estuve haciéndolo con mis dedos llenos de esperma, hasta que dejé completamente limpio mi coño.

Luego, nos fuimos a cenar. Por la noche miramos la tele en familia, y yo no dejé de pensar en si aquello había sucedido de verdad. Poco más tarde, cuando llevaba en la cama un cuarto de hora, apareció Enrique. Le expliqué que me gustaba follar con él; pero que durante un tiempo no quería que eyaculase dentro de mí. Después, le propuse hacerle una felación, que él aceptó encantado…

A la mañana siguiente, me cuidé de que me proporcionasen una receta para tomar la píldora. Lo malo vino al saber que debía esperar a tener la regla para que resultara eficaz y hacerlo bien. Si es que no me venía la regla… Empecé a tener un miedo tremendo de haberme quedado embarazada. Aquella misma noche, Enrique me sodomizó. Claro que me hizo daño; no obstante, al permitirme gozar acariciándome el clítoris al mismo tiempo que me enculaba, yo lo pasé de maravilla…

Al fin supe que no me había quedado en cinta. Creo que el hecho de haber gozado en mis primeras relaciones con Enrique resultó tan importante para mí que jamás he buscado a ningún otro hombre. Durante tres años estuvimos follando en casa de nuestros padres. Fueron unas relaciones secretas, prohibidas, pero de lo más deliciosas. Después, decidimos vivir juntos.

Ya sé que esto es algo prohibido; pero pienso que gracias a la píldora se ha terminado con la auténtica razón que ha venido rechazando el incesto. Amo a mi hermano y, cuanto más tiempo pasa, más compenetrados nos sentimos los dos. Nuestra relación se hace muy refinada, porque lo probamos todo. Enrique consideraba muy injusto que el hombre no pudiese recibir algo de la mujer como nosotras obtenemos el esperma. Así cuando entramos en el cuarto de baño por las mañanas, intercambiamos nuestras orinas. ¡Es divino! Como nos despertamos con muchas ganas, cada uno se cuida de hacer pipí en la boca del otro. Luego, esperamos bien abrazados a que nos vuelva el deseo de orinar. Esto dura de media a una hora. Y si todavía disponemos del tiempo suficiente, lo hacemos varias veces. Luego, nos vamos a tomar el sol y, al volver, follamos como dos locos…

Nada de esto lo habría aceptado jamás de otro hombre. Pero Enrique es como yo misma: tiene mi propio aroma. Cuando entro en el retrete detrás de él, no me siento molesta. Ni a Enrique le importa que yo haga caca mientras me sodomiza. Antes pensaba que el incesto tendría que estar prohibido; ahora comprendo que resulta algo verdaderamente maravilloso.

Paula – Madrid