Estuve 20 años casada como tantas y tantas mujeres españolas que con mayor o menor fortuna han sido víctimas de una feroz represión sexual. En este sentido también acuso al impotente de mi marido, a pesar de que él fuese otra víctima más de la rígida moral.
Hace ya seis meses que quedé viuda tras dos largos años de enfermedad, que hizo no sólo mi ayuno sexual completo sino que, además, se acompañó de las noches en vela al lado de mi marido mortalmente enfermo. Entonces se empezó a marcar mi rostro de una manera irreversible con las inevitables huellas del cansancio y la vejez. Pero, para que las lectoras de «polvazo» no crean que mi experiencia se halla cargada de pesimismo, mantuve unas ciertas dosis de esperanza.
Mis cuarenta y cinco años me mostraron una mañana las tetas caídas, arrugas en la cara y algunas canas. Empezaba, sin duda, a ser una birria sin solución.
Mis noches de insomnio continuaban como cuando estaba en vela por mi marido; sin embargo, en aquella ocasión sin una razón aparente. Los somníferos eran mi única cena. Y en todo momento me sentía inundada por la desesperación y el desasosiego.
Un día sucedió lo inevitable. Mi único hijo de 18 años, confundido en un abrazo nocturno al que no sé bien cómo llegamos, volvió a penetrar mi coño húmedo, en una forma que ya tenía olvidada.
Eso que había salido de ahí volvía a entrar, para que el incesto se consumara. Después de la follada, que no voy a decir que resultase fenomenal, sino únicamente una simple fornicación entre madre e hijo, mi cabeza y todo mi espíritu sufrieron como una transformación.
La represión masticada y rumiada durante años se esfumó; y mantuve una charla profunda, como nunca la había tenido, con mi hijo. Era la primera vez que madre e hijo hablábamos sinceramente y sin tabúes. Fue entonces cuando él se enteró de mis miserias sexuales; y cuando yo supe las de él. Nunca había poseído a una mujer y yo, su madre, era la primera.
En aquel instante un rayo de luz cruzó por mi cabeza, y le dije a boca jarro si no le gustaba María Jesús. A lo que me contestó con un tímido sí.
María Jesús y Antonio eran un par de hermanos de la edad de mi hijo que vivían en el piso de abajo. A partir de aquel momento comenzó a florecer en mí una idea maravillosa: enseñaría a mi hijo a conquistar no sólo a una mujer, le adiestraría en todo aquello que a mí me fue negado: la lujuria y el desmadre sexual.
Mi hijo Alberto conocería a una nueva madre, aquella que cargaría sobre sus espaldas con una auténtica educación. Y no hay otra educación que la del placer sexual.
Fue así cómo preparamos un plan conjunto; y con tal fin invitamos a los simpáticos hermanitos a merendar a casa.
Era una tarde lluviosa cuando pulsaron el timbre. Yo les recibí en bata disculpándome por ello. Les dije que como vecinos y amigos íntimos de mi hijo no lo tomaran a mal; a lo que ellos asintieron con una tímida sonrisa.
Había preparado chocolate, bizcochos y licor. En mi nervioso ir y venir la bata se me abría precisamente frente a Antonio. Pronto observé cómo su mirada seguía ávidamente la abertura que yo con aire natural intentaba cerrar.
Siguiendo con el juego, después de la merienda, serví unas copitas de un fuerte licor para entonarnos. Y como quien no quiere la cosa, inicié la conversación sobre las discrepancias entre padres e hijos, tratando de llevar la cuestión al tema de la sexualidad.
La conversación empezó a caldear el tímido ambiente de los anteriores momentos; y en cada minuto que pasaba la charla se hacía más animada y por instantes turbulenta. Hasta que en un segundo, sin darnos muy bien cuenta, la cosa sexual apareció con toda claridad encima de la mesa.
Antonio quiso dejar sentado que era todo un experto, a lo cual yo alevosamente puse un aire de duda en sus palabras. Esto provocó su envalentonamiento y que se mostrara más gallito. Aseguró que él nunca andaba con rodeos.
Yo corté la violencia que la conversación tomaba, como siempre ocurre cuando se habla de estas cosas con los adolescentes, diciendo:
—Alberto, sé que tienes revistas de mujeres desnudas. Ve a buscarlas y enséñaselas a Antonio. Creo que va a resultar más interesante que continuar esta tonta discusión.
Y acto seguido, cogiendo a María Jesús de la mano, la llevé aparte en dirección a mi cuarto. Puse la excusa de que esto era cosa de hombres y no para señoritas veinteañeras como ella.
Una vez en la habitación, le pregunté por qué ella no había dado su opinión sobre el amor y el sexo. Me respondió francamente con toda su inocencia que nada sabía.
—¿Pero es que a tu edad y con ese hermoso cuerpo que tienes, aún no conoces el Sexo? —le pregunté maliciosamente con un tono picaresco.
Mis palabras fueron intencionadas; y ella se dio cuenta a pesar de su cara de mosquita muerta. Pero, sintiéndose como culpable y en medio de su confusión, me dijo que su hermano había querido enseñarle; pero que le hizo mucho daño y, luego, no le proporcionó el más mínimo gusto.
—Me parece que Antonio es un poco bruto —comencé como en un descuido.
Sin perder un minuto más la atraje hacia mí, para besarla suavemente en la boca. Desabroché su camisa. La pobre chica estaba como paralizada, tratando de articular alguna palabra; pero sin salirle ninguna de su asustada boca. Le fui lentamente tocando las pequeñas tetas mientras le decía:
—¿No es cierto que te gusta mucho?
Ella maquinalmente se encogió de hombros y trató de decir alguna cosa; al mismo tiempo, sus débiles brazos trataban de separarse empujando sin darse cuenta de que lo hacía presionando mis tetas. Esto le turbó aún mucho más.
Yo sabía que en estas lides los segundos cuentan, y que mi triunfo sólo estaba en llegar a la meta antes de que su turbación se esfumara y se rearmara interiormente.
No lo dudé. Bajé la mano por entre su falda y, delicadamente, busqué su clítoris por debajo de la braga. Dio un respingo cuando mi dedo se lo empezó a masajear tímidamente. Ella no supo qué hacer ni qué decir. Sus ojos eran dos muestras de asombro.
Sin pérdida de tiempo, la terminé de desnudar; mientras, me sacaba, no sin cierta dificultad y apremio, mi propia ropa. Desnudas nos tendimos sobre la cama. Ella todavía estaba muy desorientada cuando mi dedo se introdujo en su coño, fresco y duro como una piña.
La tenía a mi disposición; y supe prepararla sin concederle tregua. Había mucho en juego.
Ya era mío el triunfo. Sus ojos se cerraban; a la vez, su respiración empezaba a ser entrecortada. El clima fue subiendo cuando sentí cómo todo su coño se humedecía y, de pronto, caí en la cuenta de que ella trataba de hacer lo mismo conmigo.
Había ganado. Su primer orgasmo invadía espasmódicamente todo su cuerpo. Y de más está decir que aquello provocó que me «corriese» yo también de una manera muy particular.
Nos vestimos y salimos al comedor, donde Alberto y Antonio seguían disfrutando viendo fotos de mujeres desnudas. Al darse cuenta de nuestra presencia, mi hijo recogió las revistas para llevarlas a su cuarto; mientras que yo, pícaramente, le decía:
—Anda, ve con María Jesús y muéstraselas. Seguro que le gustarán.
Me quedé con Antonio a solas: él sentado en el sofá y sin poder ocultar su polla erecta. Repentinamente, ya que estaba lanzada, me desprendí de la bata y me lancé sobre él. Comenzamos a revolearnos por el suelo. Su tímida y bruta adolescencia era maravillosa. Lástima que se corriera tan pronto sin darme tiempo a disfrutar un poco más.
Después de dejar satisfecho a Antonio, me puse la bata y enfilé para el cuarto donde Alberto y María Jesús no atinaban a nada. Pícaramente les abracé a los dos y nos encaminamos los tres hasta el comedor, donde Antonio continuaba entre satisfecho y aturdido. Como si no terminara de creer lo que yo le había hecho. Sin pérdida de tiempo le dije:
—Tu hermana quiere follar con mi hijo. ¿Lo sabías? Y creo que es algo en lo deberíamos colaborar. ¿Por qué no me abrazas como hace un momento, mi amor?
Así lo hizo, aturdida y torpemente; mientras, yo tomaba por la mano a su hermana y, apretándosela suavemente, le decía:
—Desnúdate, cariño, que deseo verte joder con mi hijo.
Ambas nos quitamos las ropas y nos rumbamos sobre la moqueta del piso. Antonio se tiró sobre mí; al mismo tiempo, yo abría mis labios mayores para indicarle a María Jesús que hiciera lo mismo. Mi hijo no pudo más y también se lanzó, metiéndosela suavemente como un caballero. Minutos después, las dos parejas nos corríamos al unísono entre aullidos de placer.
Más allá de este día vinieron muchos más, en los que mi hijo no sólo nos rompió el culo a los tres sino que, además, nosotros se lo rompimos a él.
Fuimos un grupo de excelentes amantes. Yo rejuvenecía veinte años en cada encuentro de follada múltiple; y todos gozábamos mucho con los demás. Lástima que los padres de estos chicos, al adivinar la situación creada, decidieran mudarse de piso.
No supieron aceptar que lo sexual esconde la verdad, porque no hay diferencias de edades ni de pensamientos. Follando se olvidan todos los pesares…
La pérdida de nuestros primeros amantes, no supuso para mi hijo y para mí nada más que un gran disgusto. Tardamos poco en superarlo. Yo empecé a ir a la peluquería y a la sauna. Mejoré enormemente mi aspecto, casi me desaparecieron las arrugas y mis tetas volvieron al aspecto de mis treinta años. Sin pedirle permiso a Alberto, empecé a salir con un hombre para follar.
Cierto que realicé una pequeña selección entre mis vecinos y conocidos; pero acabé acostándome con alguien al que jamás había visto. Nos encontramos casualmente en Correos. Como él fue muy amable al cederme su puesto en la fila, empezamos a hablar y… Ahora me hace la mujer más feliz; y yo le he hecho olvidar a su ex mujer, porque está separado. Por su parte, mi hijo tiene novia. Ciertas tardes se quedan en casa a estudiar; pero sé que echan algún polvete…
Rita – Sevilla