La gallinita ciega

La vida es sorprendente en todos los conceptos, por eso me gusta tanto leer vuestra publicación. En las páginas de «polvazo» puedes encontrarte con lo más insospechado, algo que me anima a escribiros por el enorme grado de complicidad que se da entre nosotros, los lectores y lectoras, y vosotros.

Con esta idea me dispongo a confiaros lo que me sucedió en casa. Quizá os parezca un poco novelesco; pero responde a la más absoluta realidad…

Tío Enrique había llegado a casa aquella mañana. Yo no le tenía miedo; pero él me miraba como si continuara siendo una niña, a la que él desvirgó sin importarle que yo sólo tuviera 20 años. Era la tercera vez que nos veíamos desde entonces.

Como toda la familia se había ido a la playa a primeras horas de la mañana, excepto tío Enrique porque tenía que poner una conferencia, procuré quedarme con él. En mi cabecita bullía una idea «diabólica».

Mamá sabe que me pongo mala cuando me llega la menstruación. Sólo tuve que decirle que se me había adelantado y ella me recomendó que me estuviera en la cama. Cosa que hice hasta que ellos se marcharon.

Me levanté a las once. Desde el comedor llegaba la voz de tío Enrique telefoneando. Un sonido que me acompañó cuando me metí en el cuarto de baño y, después, al vestirme. Mis labios formaban una sonrisa.

Me puse el conjunto más escotado y me olvidé del sujetador. Mis espléndidas tetas quedaban materialmente desnudas. Por último, me acerqué a tío Enrique, que seguía telefoneando, y le coloqué un pañuelo alrededor de los ojos. De pronto…

—¿Qué haces putilla? ¿Acaso quieres que juguemos a «la gallinita ciega»? —me preguntó nada más dejar el auricular sobre el soporte del aparato— ¡Cuánto has tardado en volver a mí! ¿Es que no te tienen contenta los chicos con los que sales? Ya veo que necesitas algo más consistente. Vanesa…

—Ocho años, seis meses y veintidós días hace que me desvirgaste, tío… Pero si quieres repetir la jugada deberá ser a mi manera: has de encontrarme utilizando todos los medios que se te ocurran; pero sin emplear los ojos. Es un trato que sino respetas te llevará a perder la ocasión de obtener algo de mí. ¡Quedas advertido!

Mi juego le divirtió, aunque a los diez minutos empezó a cabrearse porque no encontraba la manera de capturarme a pesar de que yo le desafiaba con mis bromas, mis carreras y mis saltos. Cuando entendí que iba a abandonar me dejé coger por él. Le conocía lo suficiente para ver que se hallaba al borde de la capacidad de aguante.

Fue en el sillón, yo me abrí las ropas y extendí las piernas hacia los lados. No llevaba bragas. Repentinamente, tío Enrique desenvainó su picha… ¡Tremenda! Me tenía a su merced, al menos era lo que él creía, y se dispuso a follarme…

No recordaba que su picha fuera tan grande y poderosa. Por unos momentos estuve a punto de olvidar mis propósitos iniciales, sobre todo cuando la fabulosa berenjena me entró en el chumino. La apresé con todo lo que pude; mientras, permitía que él me sobase las tetas. Le escuché jadear y vi sudor en su frente. Se quitó el jersey y la camisa. Todo le estorbaba encima de su piel.

—¡Putilla, putilla, qué ganas te tenía! Eres cómo mi cuñada, tu madre, tan abundante, de carnes prietas y difíciles de conquistar… ¡Pero siempre caéis en el bote!

Jamás debió hacerme esta confidencia, porque yo empezaba a sentirme muy débil, casi vencida. Sin embargo, saber que también había follado con mamá me devolvió las ansias de venganza. Di un salto hacia atrás con todo el cuerpo, caí al otro lado del sofá con una pirueta y escapé de tío Enrique…

Claro que me persiguió con la picha al aire, más dura e impresionante que al principio. Es posible que creyera que yo estaba jugando a hacerme la asustadiza. Sus risitas eran las propias de un macho que cree tener segura la victoria.

—Venga, no te encierres en el cuarto de baño. Te va a dar lo mismo, porque pienso metértela hasta por las orejas… ¡Qué te sigue gustando como cuando eras una veinteañera, putilla!

—Y una mierda, cerdo! —le escupí verbalmente, desde el otro lado de la puerta— He querido vengarme de ti… Pero estuviste a punto de «ganarme»… ¡Si no hubieras dicho lo de mamá! ¡Cerdo, cerdo…, tú no respetas a nadie!

Mis palabras le hicieron mucho daño. Le oí maldecir, dio un puñetazo en la madera de la puerta y se alejó. No obstante, yo tardé unos minutos en salir del cuarto de baño. Cuando lo hice, pude comprobar que tío Enrique no estaba en la casa. Respiré aliviada. Mucho más al comprobar que durante los cuatro días siguientes no volvió a molestarme.

Una noche de aquellas estuve en una discoteca con Marcial y Oscar. Eran dos chicos de la patrulla de socorrismo que se cuidaban de la playa. Un día antes yo me había hecho un corte con un trozo de cristal oculto en la arena y tuve que ir a su caseta. Me curaron con mucha habilidad.

Como hablamos y bromeamos pudo saber que éramos de la misma cuerda. Al despedirnos, me propusieron ir a la discoteca. Yo no tenía otros planes y acepté divertida.

Me puse un vestido fresco y cómodo. Pero, una vez en la pista, comprobé que ellos eran unos pulpos: todo brazos y dedos que necesitaban presionar. Bailé con los dos en una pista poblada. Supongo que me hubiese derretido de no estar el local climatizado. Íbamos cargaditos de alcohol cuando entramos en el coche. Yo me notaba a cien.

Como tenía más ganas que ellos, la risa me brotó espontánea en el momento que convirtieron en camas los dos asientos delanteros. Se echaron sobre mí y empezaron a trabajarme en equipo. Esto me dio idea de que el coche era su «picadero».

¡Mejor! Había llegado a una edad, (28 años) que rechazaba a los inexpertos cuando el cuerpo me pedía guerra. Me la metieron hasta por las orejas. No hubo hueco que no perforasen con sus vergas encabritadas y sólo se detuvieron al rebasar los tres polvos por barba. Quedé llenita de esperma, aún sonriente y sin fuerzas para cerrar las piernas.

Pocos minutos después, cuando me despedía de la pareja de socorristas, el resplandor de un mechero al ser encendido en la oscuridad hizo que mirase hacia delante… ¡Si era tío Enrique! ¿Es que me había estado espiando? Esta idea me produjo un escalofrío…

Dos días más tarde viví sobre olas encabritadas. Por la mañana me uní a una pandilla de forasteros que estaban empeñados en devolver al mar a un joven delfín. Alguien comentó que ya había pocos de esa especie en el Mediterráneo. Nos llevó horas el trabajo. Gracias a que intervinieron unos pescadores que se lo llevaron atado a su bote pudimos dejarlo en una zona profunda.

En la divertida lucha por empujar al delfín todos nos rozamos, caímos en la arena o en el agua en una continua actividad de toqueteos, empujones y contactos de nuestros cuerpos y, durante la siesta, organizamos una cama redonda. Era lo que necesitaban nuestros cuerpos.

No sé si lo que gozamos fue una orgía. Yo me vi en cierto momento atendiendo dos chuminos y una verga. Los chicos y las chicas forasteros estaban sanos y eran cantidad de guapos. Tomé lo que quise en el sentido sexual y di lo que me pidieron, sin imposiciones de ningún tipo. Como un juego cada vez más alocado. Plena libertad de nuestras pasiones.

En el momento de despedirnos, porque tenía que ir con mamá a una cena, nos dimos las direcciones y los teléfonos para estar en contacto. Puedo aseguraros que no fue un gesto de compromiso.

Por la noche, durante la cena, tío Enrique se las ingenió para sentarse a mi lado. Pero no pasó de un «estás preciosa, Vanesa». Después se mostró de lo más comedido, hasta el punto de que creí que no existía para él. Esto me cabreó un montón.

Del restaurante nos fuimos a una terraza, donde estuvimos bailando. Tío Enrique no vino a pedirme que bailase con él y hasta me ignoró al pasar cerca de mí. Llegué a tenderle los brazos, ¡y nada!

Terminé por desearle tanto que aquella misma noche, mientras en casa todos dormían, entré en su habitación. Me estaba esperando, ¡será canalla!, con la luz de la mesilla encendida. Se colocó un pañuelo alrededor de los ojos cuando me metí en su cama… ¡Con qué ansias se la amé; y con qué dominio de la situación tío Enrique me folló! Había apagado la luz; pero su verga no fue ciega… ¡Palabra!

Yo no le quité el pañuelo en ningún momento. Era como si estuviéramos jugando a «la gallinita ciega» y él me hubiese pillado a mí. Yo era su premio.

Con su verga en mis entrañas, estando él encima de mi cuerpo, dejé que me alzara de arriba a abajo, en unas emboladas firmes y hondas. Le acaricié el bello del musculado tórax, le pasé unos dedos por el cuello y el firme mentón que raspaba. Le besé en la boca…

—Cabronazo, tienes razón al compararme con mamá: ¡las dos no podemos olvidar una buena picha! ¡Jamás se me ha ido de la cabeza lo bien que me desvirgaste, aunque me cabreé tanto al saber que eras un «putero»… No le perteneces a ninguna mujer…

Como los marinos: «una en cada puerto»… Palabras, un millón de ellas no hubiesen valido para aliviar el fuego que me consumía. Las brasas estaban en mis paredes vaginales; y el fuego que las mantenía encendidas surgía de esa picha que me recorría todo el vientre, y de esas manos que me acariciaban los pezones, las caderas o las nalgas.

De pronto tío Enrique me colocó de lado, sacó su picha aunque yo quise prohibírselo con un chillido, y me la ofreció desde atrás. Me entró más todavía, gracias a que situó mis piernas y las suyas de una forma muy peculiar: materialmente nuestros genitales quedaron encajados el uno en el otro.

Yo jamás había sido de un hombre hasta ese punto. Si a esto añado que él me mordía en la nuca, en los hombros y en las orejas, podréis haceros una idea de la causa que me llevó a soltar una media docena de orgasmos.

—Vanesa, eres la mujer que yo amo realmente. Si no te sacará veinte años me casaría contigo —me confesó con una voz ronca— ¿Sabes el escándalo que se originaría en nuestra familia si tú y yo nos convirtiéramos en marido y mujer?

No quise ni pensarlo, acaso porque me interesaba más comprobar los resultados de su nueva maniobra: me metió la almohada doblada en dos debajo del culo y se dedicó a regalarme con un cunnilingus de alucine. Absorbió y se tomó mis jugos y el resto de su semen; y me llevó a dos clímax más…

Repentinamente, me cogió por la cintura, hizo que le colocara los tobillos sobre los hombros y casi de pie sobre la cama me folló. De nuevo nos convertimos en un solo ser… ¡Hasta que me sirvió su esperma en una copiosa ducha que desbordó mi chumino!

Caímos sobre las arrugadas sábanas. Y yo le quité el pañuelo y miré dentro de sus ojos verdes: lujuria, mucha picardía y, por encima de todo, sinceridad. Le besé en la boca; al mismo tiempo, su picha se agitaba en mi vientre, pringosa y aún dura.

Descendí para lamerla y acogerla entre mis tetas.

—Tú y yo nos vamos a casar, tío Enrique —dije con seguridad— No le tengo miedo a nadie, ¡ni siquiera a mamá!

No me contestó. Esperamos; al fin de las vacaciones y, una vez en Madrid, me fui a vivir con él a su piso. Mamá vino a buscarme hecha una loca; pero supe pararla sin ahorrarme la dureza:

—¡Va a ser mío! Antes era de todas, ¡también de ti! Era una posibilidad con la que tú contabas, y que has venido aprovechando una o dos veces al año. ¡Ya no lo tendrás! ¿Qué dices, mamá?

La boda se celebrará dentro de tres meses y medio. Mamá será la madrina. Algunos familiares se han negado a asistir a la ceremonia, ¡peor para ellos!

Ahora he de reconocer que eso que del «odio al amor hay un solo paso» es cierto. Yo quería vengarme de quien me desvirgó, ¡cuando en realidad lo que anhelaba era volver a ser follada por esa picha poderosa! Una picha que va a ser mía en exclusiva. Bueno, por encima de todo quiero al hombre, a tío Enrique, del que seré su más fiel esposa

Vanesa – Madrid