Soy un hombre de veintiocho años y confieso que no acabo de entender esta tendencia general en todas las generaciones de buscar la juventud a cualquier precio. Es la obsesión de un gran número de personas.
Debe ser el miedo de envejecer, a llegar al final de una existencia. Esto se crítica en muchos aspectos, a pesar de que se está sólidamente atado. Hay quien dice que la juventud de los demás nos permite olvidar nuestro propio envejecimiento, sino es nuestra propia vejez.
Todos los criterios actuales conducen a la excitación de la vida, de la belleza, la energía vital y la actividad juvenil. La edad ideal podría situarse entre los dieciocho y los treinta y cinco años.
No hay más que observar todos los campos de nuestra sociedad para constatar lo que estoy contando. La publicidad, el cine, la política y la vida cotidiana proponen la juventud. Tal producto de belleza te permite conservar la piel de jovencita; tal perfume te ofrece la frescura de los veinte años; y aquella lencería te ofrece a tu cuerpo un estilo tentador.
Un verdadero trauma juvenil nos rodea, envuelve nuestros conceptos y determina nuestros gustos. Condiciona nuestros juicios y se enfrenta con nuestra naturaleza.
Sin olvidar a esas personas que, aún a riesgo de parecer ridículas, persiguen sin cesar una imagen estereotipada de juventud, adornándose con vestimentas de formas y colores extravagantes. Tratan de ser las que fueron y acaban desesperándose al no poder ajustarse a ese modelo mítico que impone la publicidad. En realidad se pretende incitar al consumo, y poder llenar así cada vez mejor las cajas registradoras.
Se puede constatar que hay mucha gente que trata de conservar su juventud el mayor tiempo posible, por medios más o menos eficaces. Del maquillaje a la ropa, pasando por los masajes, la cirugía estética y una serie de cosas a veces antinaturales; mientras, las gentes se olvidan de vivir de acuerdo con su edad. Esto es verdad sobre todo en lo que concierne a las mujeres.
La serenidad que rodea a las cincuentonas me atrae, me seduce y me reconforta. Me basta con advertir la presencia de mujer de esta edad en los distintos campos de nuestra civilización, para sentirme invadido de un cierto bienestar.
Pido consejo, escucho, me gusta dejarme guiar por personas de esta edad. La política, artes y la vida social nos ofrecen a estas gentes que conservan una serenidad, una maestría y un conocimiento equilibrado de los problemas. Y la experiencia que resulta tan indispensable.
Entonces, ¿qué sucede con la mujer de cincuenta años? Es totalmente seductora y me coloca en el pelotón de sus admiradores; a veces, más que aún a los treinta años. Su cuerpo ha evolucionado hasta un completo equilibrio, y le ha desaparecido por completo esa inquietud que desprende el de la mujer más joven. Se siente por completo segura dentro de su propia piel.
La juventud tiende a querer conocer, experimentar, degustar un instante las presentes delicias; en seguida las deja para correr a otras sin acabar el fruto, la belleza del sentimiento y la riqueza del éxtasis. A los cincuenta años, ellas viven plenamente cada instante y degustan hasta el final el jugo de los frutos que a veces han esperado pacientemente. Sus éxtasis no son la explosión de un segundo de placer milagroso sino la dulce ascensión hacia las cimas más voluptuosas. Saben que la follada como el vino hay que saber paladearla para así llegar al delirio de una maravillosa embriaguez.
Saben que el sexo se estropea si se franquean todos los límites en seguida , sin dejar nada por descubrir y guardar siempre un misterio, de pequeño secreto, que su pareja está deseando alcanzar.
Si aceptáis publicar este relato, permitidme dedicárselo a Agata, con la que vivo desde hace cuatro años, y a la que conocí el día que cumplía cincuenta años. Siento por ella más que amor: auténtica adoración…
—Bésame —susurré—. ¡Por favor, bésame, Agata…!
Acerqué mi cara con suavidad a la de ella, y nuestros labios se tocaron tan levemente que apenas parecieron juntarse.
Ella llevó sus manos a mis mejillas y me sostuvo su cabeza; mientras, hacía correr la punta de la lengua sobre mis labios.
Mi boca dulcemente agredida se abrió lentamente, excitadora; de pronto, me abrazó con delicadeza. Y nos besamos con pasión.
Yo le empujé conmigo hasta atrás en la cama, de manera que la dejé encima de mí. Nuestros cuerpos quedaron muy unidos. En cuanto las lenguas pudieron encontrarse, nos volcamos en una tranquila lucha. Yo llevé una mano desde sus grandes tetas hasta sus caderas; luego, llegué hasta el chocho. Sentí que el clítoris se endurecía; mientras, mi polla también respondía a las caricias. Sus dedos magistrales llegaron a mi cinturón, que soltaron.
Mi dura carne se estaba apretando contra el fino slip de algodón, cuando ella puso sus dedos sobre el mismo. Ya estaba suspirando profundamente al ser tocada; a la vez, yo no dejaba de manipularle el clítoris y los pezones. Agata se incorporó. Quise desnudarla por completo.
De inmediato mis genitales quedaron al descubierto. Así permanecimos durante unos instantes, besándonos con fuerza, y tumbados en el lecho. Nos llevamos el uno al otro a una fuerte excitación.
Yo me separé de su boca anhelante, y comencé a descender por su cuerpo para volver a tomar el coño en mis labios. Pero ella me contuvo con estas cálidas palabras:
—¡No, es mejor que nos quitemos la ropa…!
—Creí que jamás te ibas a decidir, amor.
—Ya sabes que necesito entrar en situación, Rodolfo.
Asentí con la cabeza y me puse de pie. Cuando ella se levantaba, cogió mi polla y la presionó intensamente. Luego, de una forma instintiva, aproximó sus labios y la besó la punta. La chupó sólo durante unos segundos; después, la dejó y cogió una de mis manos.
—Ahora lo hago, querido.
Nos desnudamos en silencio, y apenas nos miramos hasta volver a echarnos en la cama. Las luces brillaban débilmente; pero bastaba para que pudiéramos vernos. Por un instante a mí la belleza de Agata me cortó la respiración. Sus ojos estaban cerrados, y su cuerpo estirado aparecía tan abundante y suave como una fruta madura.
«Podría amar a esta mujer hasta la locura», pensé mientras seguía admirando su desnudez.
Me acerqué lentamente a ella. Cuando toqué sus tetas le hice estremecer. Pero no ofreció resistencia en el momento que las rodeé con mis dedos, apuntando los pezones hacia mi boca. Entonces, ella llevó la piel de mi picha hacía atrás, hasta que la rosada cabeza quedó totalmente expuesta, dejando una pequeña secreción en la punta. Se movió entre mis piernas, arrodillándose. Mi polla le llenaba el puño, regalándole con las gordas venas que le pulsaban en la mano.
«Sí, yo puedo amarla… ¡La adoro!», me dije entusiasmado.
Agata bajó hasta mi polla que la esperaba. La cogió profundamente en su boca. Se llenó la garganta con la sólida textura; luego, se esforzó por llevarla lo más dentro posible, hasta que su rostro quedó apretado contra mi cuerpo, y la maraña de mi vello enredado se pegó a su nariz. Permaneció de esta manera tanto como le fue posible, sin ni siquiera mover la lengua.
De esta manera llegó a percibir cómo la sangre golpeaba en las venas de mi polla; mientras, la sostenía en su boca. Se hallaba gozosamente intoxicada por el fuerte aroma de mi virilidad, que llenaba su nariz. De repente, mis caderas comenzaron a agitarse debajo de ella, impulsadas por mi deseo de ser amado. Las sostuvo y, lentamente, llevó su cabeza hacia atrás, hasta que sólo mi glande quedó entre sus labios.
Más tarde, desplazó otra vez su cabeza en busca de un plano inferior, deteniéndose cuando dio con mi vello genital. Gimió de placer y mi cuerpo comenzó a moverse sensualmente. Y es que los labios de Agata me apretaban la polla cuando yo me agitaba hacia arriba y hacia abajo. Porque seguían las mismas acciones.
Mi polla era grande y gorda, tanto que le supuso un enorme esfuerzo introducírsela totalmente en la boca. Pero ella quería saborear cada milímetro a su alcance. Durante varios minutos su cabeza permaneció oscilando entre mis piernas; mientras, yo tomaba con placer todo lo que aquellos labios y aquella garganta me proporcionaban.
Mis manos le acariciaban los hombros, y corrían por su cabello, presionando la cabeza hacia un plano inferior, sobre todo cuando movía las caderas procurando introducirse hasta el fondo de su garganta. Luego, Agata dejó la mamada y me susurró con dulzura:
—Aguarda un poco. Deja que yo también te vuelva a chupar a ti, amor.
La separé las piernas cuando ella se acomodó, y me acerqué a su coño. Doblé sus rodillas de manera que sus ingles quedaran junto a mi cara. Recogí los labios mayores, y los mamé durante unos instantes, hasta que destilaron sus primeros orgasmos.
De inmediato tomé su clítoris en mi boca, y realicé todo el camino: mi caliente lengua comenzó a trabajar con eficacia, sacudiendo la cabeza frenéticamente, chupando con fuerza, y emitiendo sonidos de placer.
Agata se había quedado tumbada, inmóvil, tensa y disfrutando de las sensaciones que le llegaban desde su coño. Sudaba, y su mejor carne se hallaba flexible y mojada como una masa de juncos. Al mismo tiempo, mi lengua se introducía cada vez más en su coño, hasta alcanzarle las dulces secreciones que manaba su matriz. Entonces, ella abrió su boca y exclamó:
— ¡Demasiados rodeos… Dios, Dios… No necesito tantos preámbulos! ¡Quiero tu picha en medio de mi chumino!
Hice como si no la escuchara. Preferí apretar sus muslos, sintiendo otra vez la llegada de sus humores. A partir de entonces comprendí que había calentado lo suficiente «la sopa».
Había llegado a ese punto en el que una cincuentona es capaz de mostrarse tan lanzada como una chavala de dieciocho añitos. Por si alguna duda quedaba en mi cabeza, ella se apalancó a mis muslos, agradeciendo al mismo tiempo que me acabase de sentar sobre sus cachas. Con la punta de la polla escarbando entre su pelambrera, fui haciendo que el capullo pendolease en busca de la gruta, al igual que el peón busca el centro del círculo.
Nada más que atrevesó la barrera de los grandes labios, dejé de girar la picha. Me importaba mayormente disfrutar de la presión que estaba recibiendo. Una suave tenaza, tan lubricada que me permitía los recorridos cortos. Sin embargo, en el momento que pretendía acelerar las acciones y ahondar precipitadamente, sus manos se clavaron en mi piel y la oía suspirar:
—No me consideres una yegua salvaje… Tranquilo. Tenemos que saborear la follada… ¿Acaso piensas que no valoro el ajuste que estamos consiguiendo? Mi padre era matricero… Siempre decía que un ajuste con una tolerancia de una décima de milímetro permite ver la luz, ¡luego no es tal ajuste! Debemos sentirnos fundidos el uno en el otro… Despacio, querido… ¡como si nos sobrara todo el tiempo del mundo!
—Sólo importa lo que estamos haciendo en este preciso momento —musité, siguiendo el hilo de su argumentación lujuriosa y con la boca muy cerca de la suya—. ¿Te he dicho alguna vez que si te lo propusieras me podrías convertir en tu esclavo?
—Esas cosas no hace falta pronunciarlas por la boca, ¡Ya que se leen en los ojos y en los actos del joven al que has conquistado…! —Su voz se quebró, pareció ir a toser y, al instante, jadeó en medio de un gran esfuerzo físico— ¡Ya me viene.. Está aquí… Es superior a todosss… Mmmmm…. Aaaahh… ¡¡Pequeño, pequeño mío… Mi jovencito adorableee… Cómo me sabes dar lo mejor que hay en… ti… Sí, sí… Oooooohh…! ¡¡Me mueroooo… Mi amorosooo asesinoooo…!!
Su pubis y su monte de Venus estaban vibrando bajo mi vientre; sus dedos se clavaban en mi piel, marcándola con unas presiones que pretendía fundir nuestros cuerpos; y su coño era un cepo dulcísimo que pretendía quedarse por entero con mi polla. Gracias a todas estas muestras de posesión, la explosión de su orgasmo se produjo como un reventón de jugos y carnes… ¡Perdido el ajuste maravilloso en beneficio de una boca que se alzaba buscando la mía y un cuerpo entero que se me entregaba!
—¡Suelta tu leche, cariño… Suéltala…!
Me ordenó con hilo de voz. Y no la hice caso. Preferí esperar a que se recuperara, porque deseaba que estuviera consciente para darse cuenta de lo mucho que le iba a darle. Una sola eyaculación; pero, tan poderosa, que le serviría como si hubieran sido cuatro o cinco.
En el mismo instante que la vi abrir los ojos y los labios, para formar una sonrisa de complicidad, supe que era absurdo continuar esperando. Un disparador situado en mi cerebro se puso en funcionamiento, mi columna vertebral se tensó, mis manos buscaron la posesión de sus caderas, advertí en el cuello como una especie de calambrazo y, al fin, todo un aluvión de leche hirviente ascendió desde el escroto por toda la caña… ¡Para salir expulsada hacia el fondo más prieto del coño!
—¡Reina, reina… Es toda tuya… Aaaahhh… Un día terminaré deshaciéndome… dentro de ti…! ¡¡Qué felicidad si eso… fuera posiblee…!!
Después, me quedé pegado a ella, abrazándola y sintiendo como me acariciaba el cabello, me besaba en los hombros y en las orejas…
Tal vez necesite a las mujeres de cincuenta primaveras porque ellas no tienen prisas por alcanzar el orgasmo. Lo mismo que me sucede a mí. Desde que salí del «ejército», acaso por las muchas pajas que me había hecho hasta entonces, he necesitado folladas de más de una hora para llegar a la eyaculación. Agata sabe esperarme, y los dos nos entendemos a la perfección.
Rodolfo – Palma de Mallorca