Hace un año, con ocasión de un viaje a Madrid, tuve la ocasión de comprarme un vibrador de pilas en forma de falo. Gozaba pensando en cómo le iba a utilizar para excitar a mi mujer. Pero, cuando se lo enseñé, ella me trató de monstruo perverso. Se sintió tremendamente escandalizada, y acabó llorando amargamente. Después de esta acogida tan desconcertante, abandoné toda idea de utilizar el vibrador. Lo dejé de lado; pero, poco tiempo después probé a utilizarlo en mi persona, sin ocultárselo a mi mujer. Le di la explicación, lo que era la estricta verdad, que me servía para masturbarme en las fechas que se hallaba con su regla.
A partir de entonces, el aparato permaneció siempre en la mesilla de noche de mi lado. A juzgar por lo que yo sentía, no dejaba de pensar que el efecto del vibrador debía ser fantástico en una mujer; principalmente si le trabajaba el clítoris. También le excitaría en otros lugares sensibles. El único inconveniente que le veía era el ruido.
Después de algún tiempo utilicé mucho el vibrador, como consecuencia de una serie de disputas entre nosotros. Mi mujer me replicó que «no había nada de sexualidad». No es la primera vez que nos pasaba algo parecido; y estas discusiones siempre acababan por descongelarla, y yo pensaba que ella se sentía muy contenta de tener una excusa para descansar de la actividad carnal, ya que sus impulsos eran muy escasos. Lo que no le impedía obtener placer del acto cuando lo hacíamos e incluso alcanzar un orgasmo.
Sin embargo, ella insistía que sólo hacía estas cosas para que yo lo pasara bien. Y no se cansaba de añadir que no se consideraba ningún bicho raro, pues a todas sus amigas les pasaba lo mismo. Generalmente, durante estas pequeñas crisis sexuales, yo le dejaba la iniciativa de la reconciliación. Hasta que la crisis duró tanto tiempo que terminé pensando si ella no habría encontrado alguna solución de recambio para pasarlo bien.
Recordé que ella solía masturbarse en el pasado. Muchas veces lo había hecho mientras yo estaba trabajando; luego, me lo contaba al volver yo a casa. Algo que encontrábamos muy estimulante. Me pregunté si no se habría dejado tentar por el vibrador, que siempre había estado guardado en mi mesilla. Decidí cerciorarme. Con un lápiz rojo tracé una marca cerca de la punta del instrumento.
Cada noche lo examinaba para ver si la marca seguía allí. Pronto mi vigilancia se vio recompensada: no solamente había desaparecido sino que el vibrador, no cabía la menor duda, despedía un aroma vaginal.
Continuó mi investigación tomando nota de los días que ella lo utilizaba. Me di cuenta de que lo hacía una vez a la semana, pero con ciertas irregularidades. Algunos intervalos más largos correspondían a unas épocas en las que yo había sufrido una gripe, pasado unas vacaciones o por la llegada de una tía de mi esposa a casa.
Como conozco bien a mi mujer, sé que el sexo se encuentra por detrás de sus ocupaciones domésticas; mientras que para mí resulta lo más importante. Después de estar varios meses jugando al gato y al ratón, me decidí a ser yo quien forzara la reconciliación sexual.
Una vez que comenté mi descubrimiento, ella reconoció haberse masturbado cuando había sentido deseo. Pero no hizo la menor alusión al vibrador. Me gustó sacarlo a colocación, confesando que la espiaba. Me propuse introducir el aparato en nuestros juegos amorosos. Y ella lo aceptó…
Volví a gozar de la follada con una mujer, sin que ella pudiera protestar. Luego, comprendió que lo mejor era complacerme. Como primera medida le metí en el coño aquella enorme polla artificial lo más hondo posible. Le pareció mucho mejor de lo que recordaba. Y se quejó de placer al sentir dentro de su cuerpo la fabulosa cantidad de picha; además, le gustaba meterse, al mismo tiempo, cualquier cosa en el ano; y, en realidad, tan tremendo émbolo le causó un inmenso placer.
La cogí por las piernas, y empujé el falo en su trasero, ahondando cada vez más. Y ella movió los glúteos con toda la rapidez de que fue capaz. Hasta abrió las nalgas, para que el «invasor» fuese aún más adentro. Era como meterse algo repleto de fuego; pero aquello no le impidió gemir de gusto.
Instintivamente, me sobé la polla con la mano, porque ya empezaba el levantamiento. La tanteé, y me pareció con suficiente firmeza. Me desabroché la bragueta con rapidez, y comencé a sobarmela. Luego, me aproximé más a mi mujer para ver de cerca toda la sodomización. Entonces, fue cuando ella se dio cuenta de mi presencia. Porque se hallaba como ida. Intenté explicarle que estaba usando el vibrador como un complemento y que trataba de imaginárselo como era realmente.
Mi polla se hallaba a escasos centímetros de su boca. Ella sacó una larga lengua para lamerme el glande lleno de ansias.
La dejé mamarme; y, luego, se la encajé hasta el fondo de la garganta; al mismo tiempo, mi esposa trataba de sacar el culo del émbolo de plástico a pilas. Pero yo no le permití llevar la iniciativa. Preferí darle la vuelta con todas mis fuerzas, para metérselo lo más hondo posible en el hoyo del culo.
Lógicamente, ella seguía chupando con la que yo le llenaba la boca. Los dos jamás habíamos gozado de unas sensaciones tan salvajes: ella sentía en su ano la polla gigantesca, que yo mismo accionaba realizando las encontradas y salidas; a la vez, gustaba de la mía, la auténtica, a la que adoraba con toda la saliva y los músculos de la garganta. Por eso no quiso que semejante gozo terminase nunca. Movió los labios lo más rápido y fuerte posible, esperando que yo, por fin, la llenase de semen.
En realidad, deseaba sentir que ambas entradas se llenaban de jugos, aunque no fuera posible conseguirlo simultáneamente. Sus movimientos me enloquecieron de placer, porque mi falo gigante aparecía y deaparecía en su boca. Comencé a pensar que había sido un acierto emplear el vibrador. Por cierto ya lo había pasado a su coño. Y esta sola idea me hinchó más la polla, de tal modo que sentí en ella un agudo dolor, que se vio suavizado por el rápido contacto de la lengua de mi esposa. Me la envolvió y la estrujó completamente, acelerando aún más las mamadas. Por su parte, seguía «follándose» con el vibrador.
Yo observaba atentamente sus acciones. Y casi sentí que me corría; pero era consciente de que no sería lo mismo si actuaba a mi manera. Le dio un tirón con la mano para que dejara libre la entrada del coño. Volví a encajar mi ardiente falo en la apetecible gruta. Mi mujer se quejó de placer, y también se lamentó. Porque ambos con distintas acciones, íbamos ya tras la misma conquista.
Ella apretó sus muslos, y los empujó contra mi pelvis. Yo presioné con todos mis riñones, para introducir la polla lo más hondo posible en el coño.
Nos hallábamos en el techo de nuestras calenturas, y estábamos dispuestos a todo. Por eso cogí la verga artificial, que olía a su canal interior. Se la metió en la boca para que la chupase con loca acción, le gustó sentir cómo el áspero roce llegaba muy adentro. Yo estaba a punto de eyacular, y quería disfrutar de esta explosión de jugos en su chumino; al mismo tiempo, ella me gritó que se hallaba al borde del orgasmo, y que le desbordarían sus jugos.
La metí el falo artificial en la garganta… ¡Fue como una catarata de jugos y de goces por todas partes! ¡Y de quejas de ambos enamorados! Yo había comprendido los deseos de mi esposa; y, después de mi primer chorro de semen, le quité el vibrador y le metí la polla caliente, para rociarle la garganta con mis jugos; pero, ella mismo, me hundió la boca en su chumino, para que recibiese el baño de sus humores calientes, que llegaron al mismo tiempo que recibía la carne… ¡Resultó un delirio para ambos!
El vibrador adquirió una gran importancia para nosotros. Terminé descubriendo que mi esposa era una picarona incorregible, de las que «las matan callando». Con mucha habilidad fui consiguiendo que me contase algunos de sus secretos: cuando se masturbaba solía pensar más en el vecino que en mí. No se lo reproché. También yo tenía la sana costumbre de llenar mi imaginación con la figura de la mujer que me había gustado aquel día, para suponer que me la estaba follando en el momento que le agradaba hacerlo con mi esposa.
Sin embargo, a partir del momento que descubrimos la inutilidad de ocultar nuestras inclinaciones más «vergonzosas», pudimos relacionarnos sexualmente «a tumba abierta». Mandando a paseo todos los miedos a eso de «¿qué pensará el otro?».
Al mismo tiempo, le encontramos mil utilidades al vibrador, pues no tiene que ser necesariamente un elemento exclusivamente de las mujeres. Cuando estimo que lo necesito para estimularme, dejo que agite las raíces de mi escroto, que ponga en estado de bailoteo toda mi picha y, especialmente, le pido a mi esposa que me lo meta en el culo cuando la estoy follando. Entonces, se produce entre nosotros una fabulosa compenetración…
Augusto – Valencia