Las confidencias de Nancy

El tipo de la otra tarde parecía muy normal, de esos que llegan al apartamento y se corren apenas les has pasado la lengua. Pero no fue así. Era un hijo de puta, machacón y lento, aficionado al regodeo y con manías. Yo creo que tenía alrededor de los cincuenta.

Lo de normal se vino abajo enseguida, ya en el bar, mientras tomábamos la copa. Se sentó a mi mesa y hablamos durante unos minutos de las gilipolleces de siempre, hasta que yo le dije, con la mejor de mis sonrisas:

—¿No te apetece que nos vayamos un rato a mi apartamento?

El cabrón me miraba las tetas, que ese día las llevaba casi fuera, en el borde del escote de una camiseta de color lila preciosa.

—A mí sí, pero depende de ti… —dijo el cabrón.

Tenía una cara vulgar, medio calvo, pero llevaba zapatos italianos y vestía un traje muy caro. Y su corbata era de seda natural.

—Yo lo estoy deseando —dije yo.

—¿Cuántos quieres?

—250, por media hora…

—Joder, no empecemos… No quiero controles de tiempo.

—Vale, yo tampoco —le dije—. Tú me gustas… Podemos estar toda la tarde, y me das 350…

En realidad, ésta es la cantilena de siempre. Los tíos llegan salidos, con la polla tiesa y la lengua haciéndoseles agua. Todos quieren estar follando cinco o seis horas, pero, generalmente, si los trabajas bien, se corren a los diez minutos y ya está. Cuando se han corrido se les ha ido la pasión a tomar por el culo y descubren que tienen mucha prisa para volver a sus negocios, o piensan en sus mujeres y les entra el complejo.

—De acuerdo, 350, por toda la tarde… Pero antes tengo que decirte algo…

El cabrón no me mantenía la mirada en los ojos, así que me empecé a imaginar un trajín de zumbarle la badana. Si supierais los tíos que hay de los que se corren sólo cuando les atizas con el zapato, os ibais a la luna y no volvíais.

—¿Eres masoquista? —le pregunté.

—No, no… No se trata de eso…

—Pues dime lo que sea, amor… No me voy a asustar, pero necesito saberlo antes.

—Tiene que ser por detrás —dijo él.

—¿Tú a mí o yo a ti?

—Yo a ti, claro…

La pregunta no era tonta. Hay tíos que en cuanto llegas al apartamento te empiezan a pedir que les metas cosas por el ojo del culo. Según las vas metiendo lo que encuentras, se les pone derecha. Recuerdo a uno que fue el acabóse. Yo creí que le iba a asfixiar. Se emperró en que le metiese el mango del desatrancador. Le cupo un buen pedazo.

Pero éste quería darme por atrás. A mí no me gusta. Bueno, depende. Hay veces que sí. Depende de con quién. Y depende también de cómo la tengan de gorda. Hay pollas que te pueden estrangular. El cabrón vio que dudaba.

—¿Qué sucede? ¿No te gusta?

Decidí que sí. El día anterior no había ligado. Tengo muchos gastos y un tren de vida de marquesa antigua.

Cuando llegamos al apartamento, el tío se desnudó y pasó al cuarto de baño. Me fijé en su picha y me tranquilicé. Era normal. Era un guarro cabrón. Me pidió que no me lavase. Le gustaba el olor natural de la mujer, según dijo. Tampoco quiso que me desnudase.

—Sólo quiero que te quites la ropa interior… —dijo.

Me saqué las braguitas y le enseñé el coño. El estaba sentado y yo de pie. Me acerqué y el tío se puso a olerme como los perros. Pero no me comió el coño. No hacia más que olerlo. Le gustaba oler, porque se puso a jadear.

Me apartó, se levantó del sillón y fue hasta donde yo había dejado las bragas. También se puso a olerlas. Después hizo algo que me obligó a sospechar cosas más raras. Se las puso. El hijoputa me las iba a destrozar. No le cabían en su culo grande. Pero en cuanto acabó de metérselas, vi que la polla empezaba a ponérsele tiesa. Se miró, y debía de gustarse mucho con bragas, porque los ojos reflejaban admiración.

—Dame el sostén, también…

Me quité la camiseta y me saqué el sujetador y se lo di. No perdió tiempo en colocárselo. Parecía un mamarracho con la polla dura. No me quería ver las tetas desnudas. Me dijo:

—Ponte de nuevo la camiseta…

Me la puse. Entonces, él se acercó por la espalda y se puso a rozar su polla en mis nalgas. Al mismo tiempo, había llevado sus manos a mis tetas y me magreaba sobre la camiseta.

—Quiero chupártela —murmuré, como si estuviese muy caliente.

Pero el tío se negó. Seguía rozándose con mi culo. Estuvo así unos diez minutos, hasta que me pidió que me bajase los pantalones. Entonces se arrodilló y empezó otra sesión de olores. Me abrió de piernas, para poder meter su cara entre mis muslos. Pensé que podía estar oliendo toda la tarde, así que yo hice como que estaba cachonda.

Pero el tío me cortó:

—No finjas, no lo estropees.

—No finjo… Es verdad, me has puesto cachonda —dije yo.

Siguió oliendo. Luego, me hizo apoyar las manos en el sillón, de manera que yo quedaba inclinada, con el culo en pompa. Creí que había llegado el momento, pero el cabrón siguió oliendo, abriéndome los muslos y oliendo.

Me metió la nariz en la raja. Yo pensaba en mis braguitas, que me las iba a destrozar. Estuvo oliendo un siglo, hasta que empezó a respirar profundamente, a gemir. Yo me dije que se había corrido. Me moví pero el tío no me dejó. Me atrapó con fuerza las nalgas y siguió oliendo.

Así otro buen rato, hasta que volvió a lo del rozamiento. Sentí la polla tiesa en mis nalgas.

—Métemela… —le dije, cariñosa.

—Ahora, ahora… Ya no puedo más…

Le vi que se bajaba mis bragas. Pobrecitas. La polla le iba a estallar, de cachondo que se había puesto, el cabrón.

Me buscó el agujero. Yo, le dije:

—Date saliva en la punta… Me vas a hacer daño…

Le vi que se mojaba el capullo y enseguida lo sentí rondando en mi agujero. Al menos, era delicado. Empezó despacito. Me entró bien la punta y, luego, fue empujando lentamente hasta que entró toda.

Me empecé a mover y el tío se estremecía como un epiléptico y daba grititos como de maricón.

—Háblame… Dime cómo la sientes en tu culo… —murmuró.

Y yo le hablé. Le dije que era la polla más hermosa que me habían metido en mi agujero, que estaba ansiosa por que me llenase de su leche.

—Dámela, dámela…

Fue el detonante. Yo creo que cada tío tiene una palabra que le empuja la leche hacia fuera. Sentí cómo se corría en mi agujero. El hijo de puta me echó un litro. Cuando acabó de correrse, se tumbó en el suelo. Jadeaba como si fuese a morirse.

Me asusté un poco.

—¿Te sientes bien? —le dije.

—Sí… Soy muy feliz.

Miré mis bragas. Se habían roto por unos de los lados.

—Me has roto las bragas, cariño…

—No te preocupes… Te regalaré otras…

Cuando se repuso de la corrida, se levantó. Le vi mientras yo me iba al cuarto de baño. La leche empezaba a resbalar. Bueno, una parte de la leche de aquel cabrón.

Nancy, la puta.