Lencería erótica
El abogado con el que yo trabajo tiene los ojos inquietos de un hombre que oculta una gran vida interior. Su comportamiento me causa una cierta intranquilidad, aunque no llega a los límites de que me asuste o me lleve a pensar que debo alejarme de su lado.
—Te prevengo que es un tipo muy extraño. Tarde o temprano lo comprobarás —me había avisado mi amiga Lucía, a los pocos días de entrar como secretaria en aquel bufete.
Sin embargo, yo acostumbraba a ser bastante reticente con estas cosas. Prefería tener las pruebas antes de tomar una decisión precipitada. Como entenderéis, me apoyaba en viejas experiencias personales, que me llevaban a no querer repetir los fracasos.
En realidad llevaba algo más que una semana trabajando con el abogado, con tanta confianza en mi futuro que empecé a hacer planes para cambiar de casa y hasta empecé a recorrer las agencias de venta de coches.
Supongo que conviene dejar claro que yo había entrado a ocupar el puesto de Lucía, ya que ésta se iba a casar y pensaba trasladarse a vivir a otra ciudad. A lo largo de toda mi primera semana en el bufete, la tuve cerca indicándome las rutinas del trabajo, cómo debía tratar a los clientes y descubriéndome esos pequeños secretos que se dan en cualquier despacho de abogados.
Recuerdo que una mañana mi jefe llamó a Lucía con un tono imperioso y ella le respondió con un insulto, que pude oír claramente. Después, los dos se encerraron en el archivo.
Al cabo de media hora empecé a preguntarme qué podían estar haciendo allí dentro. Mi intranquilidad llegó a ser tan grande que, moviéndome sigilosamente, acabé por colocarme con la oreja pegada a la puerta. No tardé en escuchar voces como estas:
—¡Extraordinario… Tú no debes irte de mi vida…! ¿Con quién podría sustituirte…?—decía el abogado, como si estuviera realizando un gran esfuerzo y, al mismo tiempo, sintiera un gran pesar.
—Tendrás que aguantarte, ¿me entiendes? Hoy es el último día que vengo aquí… ¡Ya me he cansado de los numeritos que me obligas a montar ante ti! — Luego cambió el tono de sus reproches, como si se fatigara y, más allá de una pausa bastante larga, le escuché decir— Es mejor que te busques una sustituta…
Creí entender que eran amantes, a pesar de que no parecía que estuvieran realizando una follada tradicional porque las voces sonaban desde distintos lugares, a cierta distancia, y no desde un mismo punto.
De pronto, me vi obligada a correr hasta mi mesa escritorio porque uno de los dos venía a la puerta. Vi salir a Lucía y, al instante, escuché al abogado diciendo:
—Indique a su compañera cómo debe vestirse a partir de ahora. ¡Confío que usted me haga este favor, señorita Martínez!
La última exclamación la pronunció asomando la cabeza por la puerta. Pude ver que había una sonrisa en sus ojos, lo que me sorprendió. Llegados los tres a este punto, yo he de reconocer que cada vez entendía menos lo que allí estaba sucediendo.
Muy pronto, cuando las mujeres nos quedamos solas, Lucía me susurró:
—Espera un poco y verás como la cosa es más sencilla de lo que parece.
Se debió tomar unos minutos para arreglarse las ropas. Con las manos metidas debajo de la falda, se colocó las bragas y las medias. Esto me permitió comprobar que llevaba una ropa interior muy especial, que vino a recordarme la lencería erótica que había visto anunciada en algunas páginas pornos de Internet.
Superado este nuevo chispazo de confusión, pude darme cuenta de que Lucía me estaba sonriendo.
—¿Ya estás por la labor, Nuria? —me preguntó, maliciosa.
—Sí… Me parece que sí…
—Aquí cerca hay una mercería. La dueña se llama Trini; pero tú has de llamarla doña Trinidad. Le dices que vas de parte mía y ella sabrá lo que debe entregarte. No lo pagues. ¿Me has entendido?
—Creo que sí.
Ella se marchó del bufete sin dejar de sonreír maliciosamente. Yo me sentía tan intrigada, que la hora del café en lugar de entrar en el bar me fui directa a la mercería, donde una señora muy seria y digna me entregó cuatro paquetes grandes y muy estrechos. Con esta carga volví al bufete.
Nada más entrar coincidí con el abogado, el cual me dijo con una voz tajante:
—Señorita Torrens, ya puede irse a su casa. ¡Pero confío en que mañana, a la hora de siempre, venga aquí llevando esas prendas que le han entregado! Considérelo como algo que va unido a su trabajo conmigo.
Durante todo el recorrido en taxi hasta mi piso, donde vivía sola aquellas semanas porque mi hermana estaba en Málaga cubriendo su trabajo de relaciones públicas en una empresa de viajes turísticos, me sentí dominada por la intranquilidad.
Más tarde, en mi dormitorio, las manos me temblaban al abrir las cajas. Me fui a encontrar con una ropa interior más atrevida de lo que yo había visto en los anuncios. Las braguitas eran acanaladas, se hallaban adornadas de encaje y en su parte baja, la zona que se suponía que debía coincidir con el coño y las ingles, disponía de una enorme abertura. Algo parecido ocurría con los sujetadores, para que las areolas y los pezones quedaran al descubierto.
Mi primera reacción fue arrojarlo todo al suelo y echarme a llorar. El trabajo en el bufete dependía de que aceptase ir «vestida» por dentro como una puta. Lucía lo había consentido y, al tenerse que marchar, yo iba a cogerle el relevo. No sé el tiempo que permanecí de rodillas gimoteando…
De repente, en una de las veces que insultaba a mi compañera por haberme tendido aquella trampa, me detuve a pensar y, bajo los efectos de una tentación parecida a la que me llevó a escuchar detrás de la puerta del archivo, me dije:
«Si ella lo ha aceptado, ¿por qué no he de hacerlo yo? En caso de que me parezca demasiado repugnante, no hay hombre en el mundo que me vaya a obligar a seguir…».
Esto me dio la seguridad necesaria para ponerme de pie, ir al lavabo y echarme un poco de agua en la cara y en los ojos. Después, fui a estrenar la ropa interior. Me costó un poco conseguir que se acoplara a mi cuerpo. Era demasiado pequeña y yo no estaba acostumbrada. Finalmente, me coloqué delante de un espejo; y lo que vi me gustó.
Sería demasiado pretencioso decir que me parecía a las modelos de los anuncios; pero no desmerecía excesivamente ante ellas. Una realidad que me animó a aceptar las imposiciones de mi jefe. Seguidamente, me quité aquella ropa interior que había terminado por fascinarme y me fui a preparar la comida. Pasé toda la tarde y la noche pensando en lo mismo. No se me iba de la cabeza lo que podía suceder a la mañana siguiente.
Me notaba cansada y muy intranquila cuando entré en el bufete. Tenía las dos llaves de la puerta y me tocó estar sola hasta las once. Había mucho trabajo, el teléfono sonó más de diez veces y el fax se puso en funcionamiento en tres ocasiones. Casi me olvidé de la ropa interior que llevaba puesta.
Sin embargo, en el momento que vi entrar a mi jefe, la realidad de mi situación se situó en un primerísimo plano ante mi.
—Quiero verla en mi despacho a las dos de la tarde. Hoy nosotros iremos a comer mas tarde de lo habitual. ¡Ahora páseme todos los recados que tenga para mi, llame a estos clientes y, luego, baje a los buzones a por el correo!
No pude contestarle de lo emocionada que me sentía, pero me entregué a cumplir todo lo que acababa de ordenarme.
Me equivoqué en algún momento, debido a que mi cabeza iba por otro lugar, sin que ello me impidiese llegar a las dos de la tarde dispuesta a afrontar mi papel de puta.
—¡La estoy esperando, señorita Torrens! —me llegó la voz imperiosa de mi jefe— Antes de entrar desconecte el fax, cierre la puerta principal y olvídese del teléfono.
No puedo deciros si hice todo lo que él me ordenó, porque estaba como un flan. De lo que me acuerdo, como si lo estuviera viviendo ahora mismo, es que entré en el despacho del abogado, al que encontré en su sillón, pero delante de la mesa escritorio.
En seguida me fijé que unos seis metros del lugar que él ocupaba se encontraba el sofá de cuero negro, despejado de libros, dossiers y las otras cosas. Hasta me pareció que alguien acababa de limpiarlo.
—Siéntate ahí, Nuria —me pidió él, empezando a tutearme por vez primera— Te ruego que te subas la falda y me dejes verte… ¿Verdad que te hallas dispuesta a complacerme?
—Sí, señor Ripoll.
—No me des ningún tratamiento, ni siquiera pronuncies mi nombre. Imagínate que yo soy un simple espectador, cuyo único derecho es que tú le obedezcas. ¿Lo harás así?
Moví la cabeza en señal de aprobación, pensando que una respuesta verbal hubiera salido de mi garganta completamente deformada. Ya no tardé en dar comienzo a la más singular ceremonia erótico sexual que me ha tocado vivir en toda mi existencia.
Me alcé la falda con las dos manos y la dejé a la altura de mis tetas, para que las bragas, los ligueros y las medias transparentes, de esas que tienen una costura recta que cae por detrás de las piernas, quedasen totalmente expuestos.
—Abre un poco más los muslos… ¡No, no, más despacio! ¡Tienes en tus ingles un paraíso, que debe asomarse ante mis ojos con la lentitud y el misterio que se alzan los telones en los grandes acontecimientos teatrales!
¡Vamos, inténtalo de nuevo… Sí, sí… Estupendo…! Oh, qué maravilla. Nunca pude imaginar que tus labios mayores fueran así, tan rosados y extendiéndose hacia los lados… Ah, qué gruta más oscura me estás dejando ver…! ¡Gracias, gracias… Yo diría que te has acostado con pocos hombres… Aún dispones de unos bordes naturales…! ¡Hacía tiempo que no contemplaba un coño como el tuyo… Si parece el de una adolescente… ¡Qué hermosura… Oooh!
Su voz poseía la calidad del lujurioso convencido; no voy a intentar explicar de dónde me vino esta idea. Pero yo había leído a algunos clásicos de la literatura erótica; y me pareció estar escuchando a Mario, el magnífico personaje de «Emmanuelle». También había tenido que visitar la consulta de un ginecólogo,y en algunos momentos tuve impresión de que con sus ojos el abogado era capaz de realizar una exploración vaginal.
—Ahora quiero que te acaricies el clítoris. Ya se asoma ahí arriba… ¡Oh, qué honor para mí… Te están brotando gotitas de jugos… Es la excitación que nos une…! ¡Mírame bien! ¿Qué tengo yo en las manos?
—Pues… —Me costó pronunciar el nombre de lo que veía, al final, lo solté después de tragar mucha saliva — El pene…
—¡No, es la picha o la verga! ¡Vamos a llamar a las cosas por su nombre más auténtico! Yo me la voy a menear despacio y tú harás lo mismo con tu clítoris. Con idéntica cadencia… Mantente muy atenta, porque esto ha de funcionar como si yo fuera el director de orquesta… ¡Adelante, empecemos el dueto de masturbaciones!
Le seguí con la esclavitud de una hipnotizada. Su verga era hermosa, potente y adquiría una curiosa encurvación antes de llegar a la altura del reborde del capullo. Comenzó a moverla muy despacio, frotándose el tallo con la mano derecha y empleando dos dedos de la izquierda para acariciarse la punta.
Yo intenté repetir lo mismo en mi clítoris, añadiendo una ligera penetración vaginal con dos dedos también de la mano izquierda. En seguida me invadió una calentura incontrolable, alimentada más por lo que veía que por mi masturbación, y debí exclamar:
—¡Me llega el orgasmo… Ya no puedo aguantarme…!
—Deja que brote libremente, querida. No puedo esperar que en nuestro primer encuentro te comportes como Lucía. Ella ha terminado siendo una experta en estos juegos… ¡Ánimo, no te reprimas!
No fue un orgasmo lo que a mi me vino desde el interior de la columna vertebral y de los ovarios, sino una eclosión de placer que me forzó a echarme hacia atrás. Mi espalda chocó contra el respaldo del sofá, cerré los ojos y me froté todo el coño con las dos manos. Me picaba, me ardía y un fluido, nunca tan abundante, estaba empapando mis diez dedos.
—¡Cielos… Me muerooo… Aaaahh… No puedo aguantar este fuego… líquido… que me consume… Se lo ruego, se lo ruego… Deme algo que me pueda meter…!
—Aquí lo tienes, cariño. Utilízalo como yo lo he puesto en tu mano. La punta es roma y no te hará ningún daño…
Era un grueso bolígrafo, cuando hubiese preferido su verga. Me lo introduje todo lo que me fue posible.
—Intenta cerrar las paredes de tu coño, querida. Lo sentirás dentro y te aliviará.
No sé si lo hice; pero el alivio me llegó más bien por el final del proceso orgásmico. Por último, me quedé exhausta, con las piernas abiertas y caída en el sofá.
—¡Qué culminación para nuestro encuentro, cariño! ¡Espontaneidad, salvajismo, desesperación y estos líquidos embriagadores! ¿Se puede pedir más? —dijo el abogado, situándose muy cerca de mi— Por cierto, voy a probarlos.
Llevó sus dedos a mi coño y recogió algunas gotas. No lo vi porque seguía con los ojos cerrados, pero escuché sus labios chupando y oí los suspiros de satisfacción.
—¡Deliciosos… Oh, qué sana estás, mi vida… Me gustan más que los de Lucía…!
De pronto, le tuve en medio de mis muslos, hundiendo su boca en mi coño, queriendo absorber todos los líquidos que aún quedaban. Era la primera vez que me hacían una cosa así y me noté más aturdida que nunca…
—Quieta, quieta… —Me ordenó sujetando mis piernas— ¿No te das cuenta de que podrías hacerte daño si las cierras con fuerza? Déjate llevar… Esto no es malo cuando se tienen tus benditos 20 años…
Procuré relajarme un poco, al menos para que desapareciera el impulso a cerrarme. Ante las dificultades de conseguirlo, él continuó sujetándome las piernas, mientras, empleaba la lengua como si fuera una pequeña cuchara de café: recogiendo los nuevos líquidos que estaban manando en mi coño, recorriendo toda la puerta vaginal y… ¡El clítoris!
Lo capturó de una manera especial, igual que si su lengua pudiera lacearlo o formar un nudo a su alrededor. Quizá estoy dando una imagen que no se aproxima a la realidad, pero esa fue la impresión que tuve. De nuevo me llegó el orgasmo, algo menos brutal que el primero…
Y en medio de todo el marasmo de pasiones, como un tren que se introduce en un túnel invadido por la niebla, supe que su verga me estaba penetrando. No dejó caer el peso de su cuerpo sobre el mío. Prefirió adelantarme un poco, hasta que mis ingles quedaran expuestas como a él le convenía, y me la clavó de pie.
Quince o veinte «mete-sacas» terribles, que me hicieron buscar una sujeción muy sólida porque me veía balanceada de delante hacia atrás, y su leche me inundó por completo. A la vez, me sacaba la falda por la cabeza con gran habilidad, me dejaba las tetas al descubierto y, en el acto, se entregaba a mamarme los pezones durísimos, ya asomados por las aberturas circulares del sujetador.
Nunca me había encontrado con un hombre que follase como el abogado. No era sólo su poderío, contaba sobre toda la ceremonia inicial: la lencería erótica, mi intranquilidad, el dueto de masturbaciones y todo lo demás… ¡Sensacional!.
Ha pasado una semana desde aquello y el abogado no me ha llamado a su despacho a las dos de la tarde. Se comporta en su papel de jefe, como si nada hubiera ocurrido entre nosotros. Por las palabras que le escuché, referentes a Lucía, estoy convencida de que habrá otras veces; pero, ¿cuándo?
He intentado telefonear a Lucía para que me dé una pista, sin éxito porque ya se encuentra fuera de la ciudad y en paradero desconocido… ¡Cómo deseo que mi jefe me vuelva a pedir que lleve puesta la lencería erótica, porque significaría que íbamos a repetirlo todo…!
Nuria – Valencia