Lo que mejor calienta

Tengo una hermana que es un año menor que yo. Nos hemos querido siempre. De pequeños jugábamos juntos; realmente no teníamos nada propio. Durante la adolescencia salíamos al cine, al baile o a pasear como si fuéramos una pareja de novios. Cada uno contaba con sus amistades; pero, sentíamos una especial preferencia por encontrarnos juntos el mayor tiempo posible, ya fuera al ritmo de una música moderna en los guateques o durante las muchas excursiones que organizábamos.

Tampoco existía un secreto entre los dos que no compartiéramos. Por las noches, cuando nuestros padres se metían en su dormitorio, nos íbamos al cuarto de ella o al mío para confiarnos esas cosas importantes que pueden suceder durante el día. De esta forma, una vez mi hermana me preguntó si era cierto que un hombre y una mujer, además de hacer el amor normal, podían gozar sin el peligro de que «ella quedase embarazada»; luego, quiso saber si dos hembras podían brindarse placer, a pesar de que las gentes las llamasen tortilleras; y, como es lógico, también se refirió a los mariquitas.

—Sí, querida Rosa. Para que veas lo que eso significa, te dejaré unas novelas que he encontrado en el cuarto trastero. Debieron comprarlas padre o el abuelo. Por favor, ten cuidado para que nadie te las vea. A medida que las vayas leyendo, procuraré explicarte todo aquello que no entiendas.

Antes de seguir contando mis experiencias, he de confesaros que yo estaba enamorado de mi hermana. Llevaba algún tiempo viéndola desnuda, pero sin que ella lo supiera. Había hecho dos agujeros en las paredes, aprovechando las espigas gruesas del papel pintado de nuestros dormitorios y, además, en el vértice entre cuatro azulejos del cuarto de baño. Era imposible que se descubrieran estos visores, mediante los cuales pude contemplar todas las veces que se metía en la cama, se bañaba, se duchaba o simplemente hacía sus necesidades.

De esta forma había podido seguir el desarrollo de su espléndido cuerpo: el nacimiento de su vello púbico, el crecimiento de sus tetas y de sus caderas y las redondeces de su culo. Os daríais cuenta de que esta tarea tan apasionante la venía realizando durante varios años.

Retomando el hilo de mi narración, cuando le entregué las novelas sólo pensé que yo lo convertiría en el medio de obtener todo aquello que anhelaba. Luego, me dirigí a mi visor. En seguida la contemplé en su dormitorio, echada en la cama y leyendo. Pronto comenzó a acariciarse su tupido coño; después, dos dedos se hundieron en la raja, y ella los agitó aceleradamente. Los muslos se apretaban a la mano y al brazo, el cuerpo se le estremecía, hasta que entró en una especie de convulsión, al final de la cual se quedó inmóvil.

Por último, se puso boca abajo, y pude admirar su culo, tan redondo y hermoso. Prosiguió la lectura durante un rato muy corto, hasta que apagó la luz. Mientras tanto, yo me había hecho una paja, cuidándome de arrojar la leche en un pañuelo para no manchar la pared.

Días más tarde, la invité al cine. La recogí a la salida del Instituto, después de cumplir yo el horario de mi trabajo. El local que elegimos estaba reservado a parejas; además, se tenía por costumbre no dejar entrar a nadie una vez que había empezado la película, así que los espectadores quedaban libres de molestias. Nos sentamos en la última fila, pegados a la pared.

Nada más que se apagó la luz, pasé un brazo alrededor de sus hombros y la atraje hacia mí. Ella no opuso ninguna resistencia. Manteniendo las cabezas juntas, le di un beso en la mejilla. Se estremeció. Seguidamente, me lo devolvió casi en la boca. Esto me decidió a acariciarle un brazo y a ponerle una mano en la teta, aunque sobre la blusa. Su pezón se erectó. Tiernamente le mordisqueé en el lóbulo de la oreja. Nuestros labios se encontraron, para que las lenguas diesen comienzo a una pelea sensual, cargada de saliva. Así permanecimos bastante tiempo.

Más decidido, busqué el contacto de sus muslos, por debajo de la falda, hasta que capturé su braga diminuta. Presioné su coño con dos dedos, y mi hermana me abrazó. Se estaba escurriendo sobre la butaca. Entonces, busqué su vello enredado y rocé su raja con las yemas de los dedos. La puse a morir.

En el momento que inicié la exploración de su gruta, tan húmeda, y atrapé su clítoris —era del tamaño de una judía— la noté enloquecer. Mis frotaciones herían su zona más sensible. Con tres dedos ahondé un poco, y me recibieron sus caldos. Al fin recogí el diminuto apéndice, ese que se hallaba en la puerta del chocho, y lo titilé de la misma forma que si lo estuviera masturbando.

En aquellos momentos, ella se había decidido a desabrocharme la bragueta, lo que le permitió magrearme mi tieso y duro cipote. Subió y bajó la mano, tocó la bolsa de mis pelotas, y tuve que pedirle que fuese más despacio. Me estaba proporcionando un goce inmenso. Me obedeció.

Por otra parte, mi trabajo de excitación la sometía a una progresiva aceleración. Suspiraba quedamente, su gruta parecía un manantial y los orgasmos se le atropellaban en lo más vivo de su útero. Todo esto me lo transmitía con los apretujones que le dedicaba a mi picha. Finalmente, los dos llegamos al límite. Y le di mi pañuelo porque me iba a correr. Así fue: mi picha explotó con fuertes sacudidas, hasta que salió toda la leche retenida.

Bajo la presión de mi corrida, ella se estrechó fuertemente a mi cuerpo, tembló y presionó sus muslos contra mi mano; acto seguido, se aflojó hasta quedarse quieta: acababa de obtener un largo e intenso orgasmo, que mojó mis dedos y rezumó por sus ingles. Tuve que limpiarla para que no se manchara la falda.

A la salida del cine le pregunté qué tal lo había pasado. Me contestó que muy bien, a pesar de que en ciertos momentos sintió miedo de que alguien nos hubiera podido sorprender. El jueves siguiente no pudimos hacer nada, debido a que mi hermana sufría un pequeño dolor de cabeza.

—Ten paciencia, cariño. Todo llegará a su debido tiempo —me prometió, adivinando mi enfado.

Sin embargo, al escuchar ruidos en su dormitorio, me dirigí al visor. La descubrí completamente desnuda, frente al espejo de su armario —éste es de cuatro puertas y dispone de tres cristales centrales, los cuales forman al abrirse una especie de biombo.

Sin saberlo, me dedicó una soberbia exhibición: se acariciaba las tetas, el tupido bosque del monte de Venus, los rojos y grandes labios de su gruta y las dos mollas de su culo espléndido… ¡Cómo me fascinó la entrada de su ano! En el valle entre las dos oquedades le sobresalía una especie de perilla, y mi hermana se lo empezó a acariciar con pasadas lentas e intensas; luego, aumentó la velocidad de la masturbación.

En seguida necesitó emplear la otra mano para encontrar un apoyo, porque los orgasmos la estaban debilitando. Al mismo tiempo, yo la imitaba de una forma frenética, especialmente cuando ella se decidió a meterse dos dedos en el coño. No puedo deciros los minutos que empleamos en este placer clandestino.

Al finalizar el juego sexual, mi hermana salió del dormitorio. Por unos momentos noté que el corazón se me subía a la garganta, debido a que supuse que iba a venir en mi busca. Pero entró en el cuarto de baño. Corrí al otro visor, para contemplarla en los preparativos para la ducha. Con el gel se enjabonó todo el cuerpo, y se aclaró manteniendo las piernas muy abiertas. Volvió a pajearse empleando la esponja, que apretaba hábilmente por cada una de sus zonas erógenas.

En cuanto se secó y se perfumó, asistí a un numerito cachondísimo: el peinado del tupido vello de su coño… ¡Dios, Dios! ¿Cuántas pajas me pude hacer yo en aquella maravillosa sesión?

Siguieron unos días en los que no sucedió nada digno de contarse, hasta que llegó una semana en la que dispusimos de un puente que duraba de viernes a lunes. Nuestros padres se marcharon a la finca de unos amigos, y los dos nos quedamos solos.

La primera mañana de libertad, luego de ducharme, entré en la cocina. Allí estaba mi hermana preparando el desayuno. La besé y hablamos sobre las razones de nuestro alejamiento: ella había pasado un ligero resfriado, pero ya se encontraba perfectamente.

Nos sentamos alrededor de la mesa. Mi hermana vestía una ligera bata y yo sólo el pantalón del pijama. Iniciamos una conversación tonta, hasta que me cuidé de llevar las cosas a mi terreno: le pregunté si había leído las novelas que le entregué. Y su respuesta fue mucho más amplia de lo que esperaba:

—Me han gustado mucho, porque vienen a demostrar todo lo que se puede gozar cuando se vive sin represiones de ningún tipo… Sé que puedo confiarte algo que sucedió en la playa; me refiero a los días que tú no estuviste con nosotros durante las últimas vacaciones. Lo considero un «secreto de familia».

Recuerdo que me aburría mucho. Por las noches solía quedarme en la terraza mientras los papás se iban a la cama. Ya sabes que una de las ventanas de su dormitorio da a donde yo me encontraba. Entonces, escuché unos jadeos, varios susurros como de queja y el sonido de una cama. Me sorprendí creyendo que alguno de ellos estaría enfermo. Pero, cuando me disponía a preguntarle si les pasaba algo, preferí mantenerme callada. Porque adiviné lo que estaban haciendo.

«Gracias a la lámpara portátil de la mesilla de noche y a la persiana medio echada, vi a papá boca arriba y con el pene tieso; mientras, mamá se hallaba encima de él, pero al revés y de rodillas, ofreciéndole el trasero casi encima de la cara. Las manos de papá le estaban separando las mollas, porque no tardó en lamerle la raja y el ano; a la vez, ella se había tragado la polla. No me cupo la menor duda de que estaban gozando muchísimo, ya que se movían endiabladamente.

Al cabo de un rato se quedaron quietos, hasta que mamá se incorporó. Siguieron tocándose y acariciándose, sin desechar el lengüeteo y las mamadas por todo el cuerpo. Después, les vi follar a la manera de los perros, a la vez que papá no dejaba de magrear las tetas, y mamá decía unas palabrotas muy subidas de tono. Parecían unos jovencitos gozando de la mejor follada. ¡Vaya par de golfos, y qué imaginación la suya! ¡Nada se dejaron en el tintero! ¿Quieres conocer ahora mi opinión sobre tus novelas verdes? ¡Los papás se las deben saber de memoria, porque ellos me demostraron en la práctica todos y cada uno de los detalles que he leído!

Además, las siguientes noches se cuidaron de montar todos los numeritos; al mismo tiempo, yo no cesaba de pajearme… ¿Qué te parece, hermanito?»

—¡Qué callado te lo tenías, chiquilla! Yo creyéndote una estrecha, ¡y sabes más del Sexo que la mayoría de los hombres! —exclamé, muy satisfecho por las posibilidades que se me ofrecían.

—Mis conocimientos son teóricos, porque jamás lo he hecho… ¡Tengo miedo a sus consecuencias! Claro que, con un poco de prudencia, podríamos disfrutar los dos juntos, sin que nadie se enterara. Dado que contamos con tres días libres, ¿por qué no los aprovechamos a tope?

—Es mejor que nos lo tomemos con calma. Ahora saldremos a dar una vuelta; luego, prepararemos la comida: poco más tarde, procuraremos alimentarnos bien, tomaremos café y unas copas; y, al final, nos ducharemos… ¡Así estaremos dispuestos a hacer el amor!

Nos propusimos seguir esta norma. Sin embargo, al encontrarnos en el cuarto de baño, fui incapaz de resistir la cercanía de su desnudo, a pesar de haberlo contemplado tantas veces a través de los dos visores. Mi polla se disparó, y ella se dio cuenta. Nos dedicamos unos piropos un tanto lascivos, aunque intentamos calmarnos con el gel.

El hecho de que estuviéramos enjabonando al otro supuso un juego de excitaciones tan tremendo, sobre todo al llegar a las zonas más hermosas y conflictivas, que ya nos despendolamos: aquello fue una verdadera masturbación o magreo solidario. Quedamos perfectamente limpios, pero con más ardores que si estuviéramos dentro de un horno.

Por lo que mandamos a paseo la idea de salir a la calle; preferimos entrar en su dormitorio totalmente desnudos. Echados en la cama, besé sus tetas, lamí sus tiesos pezones, saltando de uno a otro, recorrí cada punto erógeno de su cuerpo —tened en cuenta de que ella me estaba haciendo lo mismo— y llegué a su gruta. Separé el vello de la entrada y con dos dedos froté sus gruesos labios hasta arrancarle un alarido de placer.

Al titilarle el clítoris mi hermana se deshizo, rindiéndose por entero a mis manejos. Lamí, chupé, sorbí los dulces jugos y la sometí a mi voluntad. Sus manos dejaron de toquetear mi polla, y se concentraron en sujetarme la cabeza, porque los orgasmos que electrizaban su chumino le hacían temer que yo pudiese abandonar aquel placer tan inmenso. Sus palabras se hicieron de lo más golfo y suplicante…

¡Repentinamente, me di cuenta de que ni yo mismo sabía lo que estaba haciendo! ¡Mi eyaculación fue larga y abundante, pero no me forzó a retirarme del cunnilingus: al contrario, lo intensifiqué como si estuviera devorando un festín!

Los clímax habían alcanzado tanta energía que debimos permanecer quietos. Acto seguido, mi hermana me agradeció lo mucho que le había permitido gozar, y se lanzó a devolverme el tratamiento. ¡Qué bien había aprendido las lecciones teóricas: no cometió ni un solo error al llevarlas a la práctica!

Luché por retrasar la eyaculación; pero, ella había utilizado todos sus recursos —meterme dos dedos en el culo, sobarme los huevos y mamar mejor que la María LaPiedra y todas las maestras de la felación—, sólo conseguí que mis dedos se crisparan sobre su cabeza, lancé un grito de gustazo y explosioné con el capullo y con la totalidad de mi ser… ¡arrojando chorros y chorros de leche en su garganta, hasta tal punto que se vio incapacitada para tragárselo todo!

Sin embargo, no teníamos suficiente. Montamos un 69 furibundo; luego, la di por el culo, trabajando a conciencia su chocolatera; y así estuvimos gozando como unos arqueólogos que han encontrado el mayor tesoro de la Historia: nada dejamos por hacer, a excepción de la follada por delante.

Volvimos al cuarto de baño y salimos a la calle. Por la noche, de nuevo repetimos todos los juegos, sin temer llegar al límite de la extenuación total. Y cuando me recuperé, para premiarme, mi querida hermanita alzó sus piernas, doblándolas por las rodillas, las separó lo más que le fue posible, se abrió los labios mayores con sus dedos y me dijo:

—¡Por favor, hermanito, que no puedo más…! ¡Mira cómo me has puesto la almeja!

En efecto, su coño se encontraba rojo y de entre sus paredes se escurrían unas densas gotas de jugos, algunas de las cuales le llegaban hasta el agujero del culo. Quedé maravillado de tan extraordinario panorama. Y sentí tal atracción que, actuando igual que un imán, fui bajando la cabeza hasta que rocé aquellas dulces carnes. Di comienzo a una lamida devastadora, a la que ella debió responder con una felación prodigiosa.

Pero no pasamos de esa frontera. Quizá yo alcancé diez o doce eyaculaciones en los dos primeros días, mientras mi hermana llegaba a los treinta orgasmos en el mismo espacio de tiempo —tened en cuenta que ambos bordeábamos los 19 años, luego estábamos en lo más pletórico de nuestra sexualidad.

La mañana del domingo resultó la crucial, pues llegó lo que los dos tantos deseábamos.

—¡Quiero que me metas tu picha en el coño! ¡No puedo aguantar ni un segundo más!

Se colocó boca arriba, con las piernas muy separadas, mostrándome su chumino abierto y húmedo, amplio en todo su esplendor. De repente, me asaltó el miedo a dejarla embarazada; sin embargo, mi hermana me tranquilizó al decirme que no corría riesgo pues estaba segura de hallarse en sus fechas estériles, además de que tomaba anticonceptivos.

Me metí entre sus muslos, contemplé el hermoso chumino, que sus manos mantenían bien abierto, y ya me decidí a llevar mi picha hasta aquella puerta tan adorable. Fui empujando muy despacio, notando cómo mi capullo se abría paso. Sus caderas se entregaron a un intenso balanceo, rodeó mi espalda con sus pies e hizo una gran presión sobre todo mi cuerpo. De pronto, efectuó un fuerte impulso hacia arriba, y mi verga se clavó un par de centímetros más.

Entonces, la escuché proferir un hondo grito, se estremeció y supe que acabábamos de rebasar la barrera del himen. Nos detuvimos un instante…

—¡Ya soy una mujer… y gracias a mi querido hermano! ¡Sigue, te lo suplico! ¡Lo peor, aunque me ha sabido delicioso, ha pasado! Estábamos realizando unos movimientos al mismo ritmo, acompasados. Coloqué mi mano derecha en su culo, pasé dos dedos por su canaleta y me recreé en multiplicar sus estremecimientos. Seguidamente, introduje dos dedos en su ano, para que la follada fuese acompañada por un simulacro casi perfecto de sodomización.

Fabricamos una follada larga, en la que nos corrimos varias veces. Esto nos permitió disfrutar de un fin de semana formidable. Y seguimos haciéndolo muchas noches después, hasta que ella se casó. Había cumplido los 28 años. Yo tardé poco en imitarla, pues lo hice a los 30 años de edad.

El hecho de tener nuestros respectivos cónyuges no nos impide realizar la follada, aunque sea muy espaciadamente. En realidad buscamos con estos encuentros ese «super orgasmo» que ya nos es imposible conquistar en el lecho matrimonial. Cierto que mi esposa y el marido de mi hermano son unos buenos amantes, pero no consiguen esa compenetración, ese entendimiento, que ambos logramos. Quizá tenga mucho que ver el elemento clave que se llama «Incesto», o el fruto que a muchos, los ignorantes, les parece «prohibido».

Ricardo – Zaragoza