Macho erótico

No puedo quejarme de la vida. Soy joven, guapa y tengo dinero. Poseo lo suficiente para poder mantenerme así a través de los años. Con tales ventajas y un poco de sacrificio, puedes internarte en una buena clínica de cirugía estética de Suiza, y salir nueva. Y digo de este país porque, aunque aquí tenemos grandes cirujanos, nuestra gente es tan cotilla, que luego saben hasta el color de las sábanas del sanatorio. Lo mejor es la discreción de los extranjeros.

Y una mujer que se siente joven debe vivir adecuadamente a su posición y posibilidades. No es posible que te vean toda la vida con un vejete debajo del brazo. Hay por el mundo tantos hombres guapos y sin dinero, que es una lástima que los gocen mujerzuelas sin clase.

Con esta idea decidí encontrar un hermoso ejemplar de macho, para convertirlo en un amante de mi absoluta posesión. A cambio le ofrecería todos los cuidados y el cariño; además, lo mantendría hasta en sus gustos más extravagantes.

No me resultó difícil, porque hay muchos por las discotecas de moda. Son esos que no tienen un duro; pero que, apenas los vistes y los cultivas un poco, son capaces de convertirse en auténticos galanes.

Comencé a visitar cada noche estas discotecas, donde observaba con disimulo; pero no perdía detalle al ver a todos aquellos que podrían ser candidatos a compañeros de mis sesiones carnales.

Como unos felinos bronceados, sus figuras esculturales danzaban con enloquecida fiebre rítmica. Bellísimos entre las luces multicolores. Una vez se encontraban en la barra, el sudor pegado a sus camisas ponía en relieve sus espectaculares musculaturas de machos eróticos. Todos eran hermosos, ¡y tan jóvenes!

Por las noches, en mis sueños los encontraba, y no podía impedir el deseo de masturbarme pensando que muy pronto tendría a uno de ellos junto a mí.

De entre todos aquellos tigres, uno en especial comenzó a resultarme más excitante; es más, yo parecía caerle bien. Moreno, alto, de grandes ojos verdes, con cara de niño bueno y algo malcriado. Sonrisa amplia y dientes perfectamente pulidos, me pareció auténticamente un macho que llamaba la atención. Siempre rodeado de chavalas, a las que parecía no tener demasiado en cuenta. ¡Creo que era perfecto! Mi clítoris empezó a vibrar en su honor.

Una noche, al salir de la discoteca, lo encontré esperando un taxi. Comprendí que aquella era mi oportunidad, y me acerqué a preguntarle si deseaba que le llevase en mi coche. Asintió de buena gana, y fuimos hasta el aparcamiento a retirarlo.

Dado que vivía algo lejos del centro, por el camino le propuse si quería tomar un café o una copa en mi casa ya que nos quedaba de paso.

La idea le pareció buena y allí fuimos. Puse buena música en el coche — de la discoteca de moda—; mientras, preparé el café y le indiqué a él el lugar donde estaban las copas y las botellas para que sirviera un par de tragos.

Una gran ansiedad hacía más impulsiva la atracción del momento. Con su cara de muchacho tímido, pero con ojazos picaros, seguía cada uno de mis pasos; a la vez, recorría la casa y se asombraba del lujo de la misma.

—¿Vives sola? —me preguntó, sonriendo maliciosamente.

Entre trago y trago comenzó a moverse como lo hacía en la discoteca. Relámpagos de expectación comenzaron a turbar mi sensualidad. La respiración se aceleraba y mis sienes repiqueteaban lujuriosamente.

Empezó a desnudarse y, luego, hizo lo propio conmigo. Ya sin más, comenzó a acariciar mis tetas, acercando suavemente la lengua a los pezones. Después, con toda la suavidad del mundo, bajó su mano hasta mi coño y cogió mi clítoris entre las tenazas formadas por sus dedos.

Hizo que la caricia imprimiese un ritmo en aumento velozmente hasta que grité de placer. Entonces deslizó su cuerpo junto al mío, y acercó su boca a mis ingles. Yo le acariciaba, apretaba con fuerza sus cabellos, y sentía como casi me ahogaba con la excitación.

Deseaba que me penetrara; sin embargo, él se entretenía en cada parte de mi cuerpo, jugueteaba con todos mis músculos, y llegaba a poner en tensión toda la superficie de la piel.

Grité mientras le exigía que se dirigiera con su polla a mi chocho. Se la cogí entre mis manos. Pocos segundos después, me llegó el éxtasis. Y en el instante que creí haber terminado, advertí que todavía se encontraba su polla tiesa y dispuesta a seguir. A este polvo le acompañaron varios más, hasta que le pedí, por favor, que me dejara descansar. Mi macho erótico había resultado de maravilla.

Le pedí que se quedara esa noche a dormir conmigo. Pronto cayó en un sueño profundo. A la mañana siguiente, lo desperté con un desayuno, un verdadero manjar, preparado por mis manos. Luego, le acondicioné la bañera, y yo misma le aseé; al mismo tiempo, gozaba del placer de acariciarlo.

Entonces, le propuse que se quedara a vivir conmigo, pues estaba dispuesta a solucionarle todos sus problemas económicos y los de su familia con la única condición de que me fuera fiel.

Lo meditó un rato y prometió contestarme. Pensé que con aquel joven había encontrado lo que tanto tiempo llevaba buscando, y decidí no perderlo.

El día que nos vimos nuevamente, le sorprendí regalándole un coche deportivo, que casi le hizo perder el habla al verlo. Quedó confundido. Me dijo que no era necesario, que su decisión ya estaba tomada y que había resuelto vivir a mi lado. ¡Qué gran emoción sentí!

Poco más tarde, me dediqué a quitarle las ropas, muy lentamente, igual que si estuviera desenvolviendo una flor en un ambiente demasiado cálido. Debía cuidarme de que una excesiva temperatura la ajase para siempre. En mi boca continuaba una sonrisa sensual, y en sus ojos de macho erótico se mantenía encendido un chispazo de picardía. Unos retos que ambos supimos captar al momento. Mi piel temblaba, a pesar de que mis manos estaban muy serenas y firmes.

—¡Ahora entiendo por qué las chicas se vuelven loquitas por ti, Agustín! —exclamé, casi con un hilillo de voz—. ¡Yo nunca te dejaré por ningún otro…!

—Todas las mujeres no sois iguales, afortunadamente, Lorena. ¡Tú me pareces única, una reina que me tiene cachondo perdido!

Ya me había abrazado por la cintura y me estaba besando en la barbilla. Donde parecían concentrarse multitud de temblores. Un tierno mordisquito le sirvió para hacerme vibrar y obligarme a dar un paso hacia atrás.

Pero él me mantenía bien sujeta y se dedicó a recorrer mi cuello, mi rostro, los lóbulos de mis orejas y mis hombros. Depositando unos contactos intensos, calientes y apasionados.

—¿Le haces esto mismo a tus admiradoras? —insistí con esos celos que tenemos las mujeres de querer saber si somos mejores que las otras.

—Calla… Sólo importamos tú y yo, y lo que podamos conseguir juntos. ¡El mundo ha dejado de existir en este momento! ¡Sólo importa el placer que vamos a obtener…! Déjame que te demuestre lo feliz que puedes ser conmigo, y olvídate de cualquier otra cosa.

Mis tetas, que tenía ante él, le debieron parecer un bocado exquisito. Y se entregó a degustarlas con la lengua. Recorrió las aréolas y los pezones, saltando de unas a los otros. En un juego que yo le agradecí con mis jadeos y cogiéndole la mano, con la  que él mantenía alzados los volúmenes carnosos que estaba atacando. Pronto los dos nos transformamos en un solo temblor y en un deseo de conocernos carnalmente. Éramos unos seres humanos enfrentados al Sexo.

El hecho de no conocernos bien nos podía dar lo mejor; además, aportaba una carga de responsabilidad de la que yo intenté olvidarme en beneficio de ambos. Lo que exigía aquella ocasión era utilizar los recursos a nuestro alcance, sin imponernos ningún control, a tope; o, como a mí me gusta llamarlo, «a lo bestia»…

Le quité la chaqueta y le invité a que se desprendiera de toda la ropa. Cada prenda que desaparecía de su cuerpo me lo mostraba más hermoso, auténtico y sin artificios. No llevaba camiseta, ni slip… ¡Un morenazo auténtico, con un polla protegida por una fronda que llamaba a gritos a la guadaña de mi lengua!

Muy despacio, sin desengancharme de sus caricias, me fue llevando al dormitorio. Realizamos un recorrido, en el que yo permanecí sujeta a él, con los ojos abiertos y respirando profundamente. Algo me decía que estaba aguardando darme más de lo que yo hubiese podido recibir en toda mi existencia erótico sexual.

Me dejé caer en la cama, profiriendo un gemido y junté las piernas, en una tímida reacción defensiva. Agustín continuaba titilándome el pezón izquierdo, enceladísimo.

A lo largo de un cuarto de hora se mantuvo excitando mis tetas, sintiéndome retorcer, buscar un mejor asiento sobre la colcha y descolocando la almohada. Me estaban llegando los primeros orgasmos, de una forma lenta y apaciguada.

No obstante, en el momento que él bajó su cabeza a mis ingles y me clavó la lengua en el coño, di un bote sobre la cama y exclamé:

—¡Pero que malísimo eres…! ¡Qué bien sabes que esto… nos deja a las mujeres totalmente indefensas, completamente a la merced del hombre! ¡Más dentro… Sí, ahí arriba…! ¡Mi clítoris ya es tuyo… Virgencita! ¡Si la caricia lingual me va a matar… dejándome más viva que nunca…!

Mis sacudidas temblorosas se hicieron frenéticas, perdí el sosiego de golpe y porrazo, en función de que me estaba trabajando en uno de mis puntos erógenos. A la vez, a su boca llegaban mis zumos vaginales, fluidos aromáticos, que los recibía a intervalos similares a un grifo que gotea intensamente.

Absorbió todas mis sustancias e insistió en la titilación de mi apéndice minúsculo, revoltoso y que por momentos adquiría una mayor dureza. Mi vientre palpitaba lujuriosamente, pegado al lado derecho de su rostro. Pero mis muslos no podían cerrarse, aunque yo no lo intenté, debido a la postura que ocupaba. Estaba brindándole puro almíbar, la esencia de una flor morena que se derretía por él.

Por unos momentos, Agustín creyó estar bebiendo en la misma fuente de un pequeño manantial de aguas termales. La lujuria, la voluptuosidad y la sensualidad eran tres de los muchos componentes que mi elixir contenía. No cesó de tomarlo, engolosinado y sabiendo que jamás se hartaría de tan codiciado placer. El trofeo de los buenos amantes. Esa clave que le permitía enganchar a las chavalas, hasta el punto de que aseguraba el triunfo en la relación sexual.

—¡Te lo has ganado, Agustín! —grité, inesperadamente, y retiré su cabeza de mis ingles—. ¡Ahora sí que he recibido la mejor prueba de que estás por mí, de que no vas a buscar tu propio goce, de una forma egoísta, sino el de los dos! ¡Pretendo demostrarte lo que hago a los hombres tan generosos como tú, macho mío! Espero que no pienses que me propongo «devorártela»…

Le empujé burlonamente, sin parar hasta que le dejé tumbado en la cama y boca arriba. Cogí su polla y me entretuve unos segundos en admirarla. De la misma forma que se examina un arma valiosa, que ha costado mucho conseguir y se quiere mantener en su mejor uso.

—¡Espléndida! Justa en su longitud y grosor… ¡La medida exacta para mi boca! —dije, muy animada, y ya me la tragué.

Sólo un centímetro más abajo del reborde inferior del capullo. Manteniendo la berenjena en contacto con mi lengua y con el techo de mi paladar. La dejé quieta, y tampoco realicé ningún movimiento. Me limité a mantener el principio de la felación, para acostumbrar a las distintas pieles al contacto. De repente, presioné los dedos que aferraban el tallo de la verga y comencé a mamar…

Mi trabajo consistió en una sesión de banquete genital. Al principio, una vez superé el momento del contacto, me tragué media polla y fui metiéndome muchos más centímetros. Creo que estuve a punto de tocarme la campanilla, sin que esto me provocara algún tipo de arcada. ¡Vaya aguante el mío!

Acompañé toda aquella acción con un aprisionamiento de todo el dolmen, de tal manera que lo sentí encajado en mi boca. Sin que quedara una zona, por minúscula que fuera, sin ser friccionada. Además, le hice sentir el golpeteo persistente de mi lengua, el calor de mi aliento y la lluvia de unas gotitas de saliva, que eran secadas nada más caer en mi piel.

Un trabajo tan intenso que él se vio obligado a ponerse de rodillas en la cama con las manos apoyadas en la colcha para aguantar la presión tan intensa que estaba recibiendo. Y ya se corrió…

¡Cómo absorbí su leche con la glotonería de una enamorada…!

Creo que somos felices. Por lo menos ya llevamos más de tres años compartiendo nuestras vidas. Yo contenta y él dichoso de ser el «amante» mejor pagado del país.

Lorena – Málaga