Miedo a que me los tocasen
Yo era tan gilipollas de joven que me resistía a que me tocasen los pechos. Una tía mía me había contado que si dejaba que los hombres lo hiciesen con exceso, acabarían por deformarmelos. Este miedo me obligaba a mantener una dura prohibición a que me los acariciasen.
Al principio, mi novio pareció mi tabú, y no llegó a esa zona en nuestras primeras relaciones sexuales. Y el día que se atrevió reaccioné de inmediato, impidiéndoselo con todas mis fuerzas. Pero, muy pronto, advertí que él no se iba a dar por vencido, pese a que mis rechazos fueran de lo más enérgicos.
En aquella ocasión él comenzó a besar mis labios y mi cuello; mientras, yo jadeaba de salvaje calentura. Acto seguido, sus manos se deslizaron por mis piernas en un ir y venir ansioso y desesperado. En la claridad de la habitación nuestros cuerpos se enroscaban ebrios de placer.
Mi novio jugaba con sus dedos en mi pubis, dejando que llegaran hasta el comienzo del coño, pero sin introducirlos. Llevada por la excitación, recogí con las manos su larga y caliente polla. Me notaba excitadísima, totalmente entregada a sus caricias.
En aquel momento sentí sus manos y su boca en mis pechos. Su boca estaba apretando mi pezón con ansiedad sedienta. Advertí la presión de sus labios, sus dientes, su lengua y sus succiones en unos contactos que empezaba a despertar en mis pechos una calentura desconocida. Se me habían hinchado, advertí las venas por debajo de la piel que rodeaba las areolas.
Lentamente, bajó mi cabeza hasta su capullo, y advertí cómo mi boca se abría para recibirle con una lengua y una saliva abrasadoras. Al mismo tiempo, mi novio no dejaba de acariciar mis pechos con ambas manos, apretando los pezones con ardor en una fiebre apasionada e incesante.
Nuestro paroxismo alcanzó niveles de absoluto. Me pareció que los pechos estaban a punto de estallar entre sus dedos. Un largo quejido agónico nos abandonó a un profundísimo orgasmo. Porque sus dientes se hincaban con hambre salvaje en mis pezones. Placeres desconocidos inundaron mis carnes. Entonces, pretendí resarcirme de todo lo que me había faltado hasta aquel momento.
Había sido una gilipollas. Las paredes de mi coño se movían intentando atraerlo para que me lo llenase. Me moví con ligereza y le miré a la cara. Estaba dispuesto para todo. Deslizó sus manos desde mis pechos hasta el empapado matojo vaginal, para sentirse más dentro de mí.
Quería conseguir que sus dedos se sumaran a su verga, acariciando, hiriendo lo que yo no podía, por mantenerme clavada donde mi carne era más tierna. El goce me invadió de nuevo todo mi ser.
Todo, absolutamente, giraba en la punta de su capullo y en mis pezones como fuentes de fuego sexual. Lo empleábamos todo, sin ningún tipo de miedo. Espantados mis tabúes —mandados al infierno los consejos de mi tía— me dispuse a gozar al máximo…
Os he contado esta experiencia con el propósito de que todos los lectores que aman a los Globos sepan que cuentan con unas armas que nunca deben dejar de utilizar. Si las mujeres, como yo al principio, se empeñan en que no se les toquen los pechos, ¡insistir con el mismo truco que mi novio!
En el momento que tengáis a la tía rendidita, agarraros a su pezones. Seguro que os la ganáis para siempre. Ahora sé que las mujeres a las que se nos ponen los pezones erectos con el simple roce de las ropas somos muy vulnerables. Observad este detalle, con lo que sabréis cómo proceder. Sobre todo, no dejéis que una mujer os coma él coco con que le duelen los pechos. Las caricias no duelen.
Virginia – Madrid