No quise que me penetrara

Mucho me ha favorecido la suerte en el encuentro con la verdadera sexualidad de la mujer. Tengo 23 años y desde hace tiempo soy una atractiva esposa de tetas redondas y culo erguido, que mi esposo desperdicia. Como la mayoría de los hombres son tan aburridos y fatigosos en los encuentros genitales.

Así transcurría mi vida como la de cualquier esposa que cumple su función de placer sin ella terminar de conocer muy bien qué es tal cuestión.

No es que no me guste una buena polla rellenando mi coño, claro que me encanta y mucho; pero los hombres carecen de imaginación y sólo saben el mete y saca aburrido sin condimentos ni pasión.

Y que tampoco me digan lo de los expertos; ésos que hablan de felaciones, cunnilingus» «menages á trois». Todo pamplinas. El deseo femenino se halla en otra parte; y sólo la mujer podrá encontrarlo por sus propios medios como yo lo hice. Aunque bueno, eso de valerme de mis recursos es relativo.

Todo comenzó con la llegada de mi sobrino político de 18 años. Venía a nuestro caserío gallego a pasar un hermoso verano. Y la sola idea me excitaba. Cuando apareció mi chiribiqui chorreaba efluvios maravillosos, alimentados por la calentura que me producía aquel mocete de ojos grandes y celestes, envidia y pasión de cualquier mujer.

No fue más que verle y sentir apasionadamente que aquel hermoso macho era virgen. Nadie le había tocado; y la sola idea de pensar en el momento en que una mujer le poseyera me llevaba al paraíso más lujurioso.

Tal era mi calentura, que apenas le acomodé en la habitación de huéspedes, salí corriendo hasta mi esposo y le invité a la cama. Me corrí seis o siete veces sin parar; mientras mi coño chorreaba intensamente unos líquidos maravillosos.

Así fueron pasando los días, que no disipaban ni mi calentura, ni mi obsesión de follarme al muchacho. Lo quería para mi. Para mi sola. Iba a conseguirlo por cualquier medio.

No pasaron dos semanas y el muchacho enfermó. Una mala digestión no del todo intencional. Necesitaba a toda costa que estuviera obligado a permanecer en la cama para llevar a cabo mi plan, que día a día había ido gestando, alocada y febrilmente, perfeccionándolo cada vez más.

Por la mañana mi marido llamó al médico para que viera al muchacho. Este no hizo sino confirmar lo que ya sabía: un trastorno de estómago. Le dio unas pastillas y le aconsejó reposo y cama. Yo pensaba para mis adentros qué clase de «cama» le iba a dar.

Mi marido partió como de costumbre para arreglar unos asuntos en la ciudad. El pobre nunca puede despreocuparse de los negocios ni aún en vacaciones. En verdad es un pobre infeliz como tantos hombres atrapados en esta devoradora máquina de una sociedad que día a día muestra las fisuras de su materialismo.

No bien, él traspuso la puerta, me lancé. Las cartas se hallaban sobre la mesa y el triunfo de mi lado. Me dirigí a la pieza del muchacho. Estaba lánguidamente echado sobre la almohada y me miraba fijamente. Tras un fugaz instante adiviné la fuerza de su deseo. Sus ojos se pegaban a las formas de mi cuerpo. No podía de manera alguna esconder la perturbación que le provocaba el saberse descubierto.

Me acerqué hasta su cama y, mientras me sentaba a su lado, me dijo:

—Tía, me siento mal. Este malestar que tengo en el estómago no se me va.

—No te preocupes, querido. Ya pasará. Tu tía está dispuesta a curarte.

Y sin pensarlo un segundo más, me recosté sobre su lado dándole un beso en la frente; a la vez, le restregaba las tetas contra la cara. Mi bata se hallaba entreabierta y el sujetador era uno de esos minis que dejan a la vista casi todo. Cuando mis pezones parecían dos puntas de lanza erectas dispuestas a derribar a cualquier rival. A colación le dije:

—Te aplicaré unos masajes en el vientre. Verás cómo te pones mejor; pero a nadie le cuentes como tu tía Rita te curó… ¿Comprendido?

No hacía falta ser una experta para darse cuenta cómo los ojos del muchacho brillaban de pasión tras su dolor estomacal. Se encontraba tieso; y tras su pijama se dejaba entrever su polla al rojo vivo.

Pocos eran los años que nos separaban: su adolescencia no estaba muy lejos de mi adultez incipiente. Y los jóvenes nos atraemos como imanes sexuales a las puertas del placer. La mirada de mi sobrino era confusa; y al mismo tiempo mostraba una ahogada pasión, porque él no lo sabía con certeza, pero lo intuía.

Su poca experiencia hacía surgir la timidez, sin comprender que sus reales intenciones a una hembra como yo no pasan desapercibidas. Iba a hacerle un hombre maduro.

Esta era mi carta principal. Y el hecho de tener la seguridad de que sabría acercarme a las puertas del placer sin destruirlas, como tan típicamente hacen los hombres.

Tomé un pañuelo mojado en colonia y se lo fui pasando por el vientre; mientras, con la otra mano lentamente fui bajando en dirección a su pijo. Cada milímetro era un intenso placer; cada avance mío significaba para mi sobrino un contener más profundamente su respiración.

De pronto me topé con algo duro. Era su hermoso y gordo pijo. Y como asombrada grité:

—Sobrino degenerado, ¿qué tienes ahí? No es comida sino leche la que tienes atragantada.

Me lancé sobre su pijo chupándoselo con ansias; al mismo tiempo, el pobre no salía de su asombro. Pero la verdad es que esto no duró mucho. Mi sobrino como un pajarito se vació rapidísimo. Y yo me relamí con tan rico manjar.

Levanté la cara y con una sonrisa picara le pregunté:

—¿Estás mejor?

—Sí, tía bonita —contestó él mientras trataba de lanzarse sobre mi cuerpo.

Por lo que me eché hacia un lado y le dije imperativamente:

—¡Me chuparás el chocho, sobrino!

Le metí el conejo hasta las partes más móviles de su cara. El pobre lengüeteó tímidamente y medio sofocado. A la vez, echando el brazo hacia atrás, le manoseé el pijo con fuerza. Fue entonces cuando un líquido caliente y espeso me llenó. Me había «corrido» tres veces; mientras, el guapo muchacho espasmódicamente no cesaba de eyacular. ¡Qué placer sentir los jugos de un adolescente virgen dentro de mis entrañas!

Inmediatamente fuimos a la ducha para asearnos. El calor le haría a él bien; y así fue. Entre jabón y besos de lengua a lengua el chico se fue recomponiendo. Se excitó otra vez. Trató de penetrarme en mi chocho. Pero yo me había jurado que nunca lo conseguiría. Sólo sería mío en las puertas mismas del placer; jamás detrás de ella, pues allí no existe nada, y la mayoría de los estúpidos machos no lo saben.

Tomé con decisión la pastilla de jabón y se la puse en el culo; al mismo tiempo, él daba un respingo soberano que casi nos mata al perder el equilibrio en la bañera. Tirados allí como pudimos, me lancé bucalmente sobre su ano; mientras, él hacía lo propio con mi chiribiqui.

¡Qué sesenta y nueve más inolvidable!

Mi sobrino volvió a eyacular; pero en aquella ocasión no como un pájaro sino como un hombre, sin apuros y prisas.

¡Qué placer supuso tragarme aquel queso casero tan sabroso y joven, que cayó coagulado a un costado de su culo!

Salimos de la ducha y fuimos a la cama. Nuevamente él insistió en penetrarme; pero un inteligente dedo en el culo que le metí le echó para atrás. Al muchacho le gustaba. Su eyaculación de antes había demostrado que los hombres se corren si se les toca el culo. Minutos después, volví a hacerlo, a la vez, yo alcanzaba el orgasmo por medio de una hermosa masturbación clitoridiana.

Treinta días inolvidables pasaron desde aquel momento. Nunca consentí que me penetrara; y sólo con mi marido, mientras la sacaba y la ponía tenía contacto vaginal. Gocé mucho con aquel adolescente; y bastante con mi marido, con él mientras me follaba de noche pensaba en las escenas del día con su sobrino.

Al chico el hecho de no poder penetrarme le sentó bastante mal, pues después de aquellas vacaciones tardó mucho en querer saber de mi. Dijo que no soportaba mi negativa a consumar la follada.

A mi poco me importó, pues desde aquel momento aprendí a consolarme con decenas de jóvenes dispuestos que hay por nuestras carreteras. Y siempre sin permitir que me la metan. Creo que así les enseño a gozar del encuentro con una mujer.

Bueno, con mi sobrino no fui tan cruel. Le ofrecí la posibilidad de que penetrase a una mozuela que venía a nuestro caserío…

Se encontraron en los lavaderos. Yo le había dicho a él que ella «tragaba»; y a ésta le conté que mi sobrino era un «don juan» que sabía cómo «amar»; pero que luego no se lo contaba a nadie. Yo lo sabía todo porque le vigilaba. Así preparé el terreno.

Toda la iniciativa fue del muchacho. Se ayudaron a llevar unos cubos de agua, tendieron unas ropas y, a los pocos minutos, ya estaban revolviéndose sobre una montaña de sábanas y manteles sucios. Yo les pude ver por medio de unos prismáticos. Unos potrillos fogosos. Por cierto que mi sobrino intentó comerle las tetas a la mozuela; y lo consiguió. No obstante, cuando quiso bajarse al conejo, pretendiendo beber en el mismo, ella le sujetó por las orejas y empezó a revolcarse porque «se moría» del gustazo que ya le estaba llegando…

Desesperada, se agarró al pantalón del muchacho, tirando de la cintura para bajarlo. Lo de ella fue un arrebato para sacar el pijo como fuese.

Un afán que al ex-virgo no pareció convencerle del todo, dado que seguía empeñado en comer o beber en aquel conejo… ¡Nada de nada!

Finalmente, tuvo que penetrar a la mozuela, echado encima de un cuerpo agitado y ya más feliz. Me pareció que el rostro de mi sobrino expresaba un gesto de fastidio, que fue muy breve al aparecer la excitación propia de quien llevaba mucho tiempo deseando meterla en caliente.

¡Vaya corrida que soltó el ladronazo!

Sé que follaron en más ocasiones, hasta que volví a verlos cerca del hórreo que hay en el camino antiguo. Yo estaba paseando sola cuando pasaron a mi lado. Me saludaron y les dije que iba al pueblo. Sólo quería confiarles. Después, me cuidé de seguirles a una prudente distancia.

Nuevamente tuve la suerte de observar su forma de joder. Mi sobrino desnudó a la mozuela cuando estaban sentados junto a un árbol; y, al momento, comenzó a besarla las tetas, los hombros, el vientre y la zona alta del monte de Venus.

A punto estuvo de llegar al conejo. Pero, como en el lavadero, ella no aguantó más. Se mostraba tan caliente, tan desesperada, que se agarró al pijo y tiró para llevarlo dentro de sus entrañas. Necesitaba ser penetrada y para ella no existía otro objetivo, por mucho que él hubiese pretendido llegar a realizar el cunnilingus.

Vi cómo mi sobrino golpeaba un puño contra el suelo, rabioso. Es verdad que esto le duró poco, al verse en seguida a merced de la follada.

Semanas después el muchacho vino al caserío. Estuvo ayudando a mi marido a reparar un coche; luego, dio varias vueltas, pero siempre miraba hacia la balconada que da a mi cuarto de estar. Pude comprender que deseaba hablar conmigo; sin embargo, la cosa le daba corte.

Por la noche, mientras todos veían la televisión y yo terminaba de quitar la mesa en la que habíamos cenado, se aproximó a mi y me dijo:

—Tía Rita, no te vuelvas porque me daría mas vergüenza lo que voy a confesarte… Ahora he comprendido lo que tú querías enseñarme: un hombre y una mujer pueden ser felices, locamente felices, sin tener que llegar a la penetración… ¡Porque ésta supone el cierre total! Poseer el cuerpo que deseo, lamer sus tetas, poder meter mi boca en su coño… ¡A la vez, dejar que ella pase su lengua por mi piel, calentándome durante muchísimos minutos hasta recoger mi polla con sus labios… ¡Oh, tengo que encontrar a la mujer que me permita satisfacer lo que tanto anhelo… o me volveré loco!

—Tendrás lo que necesitas, cariño.

Una amiga mía, ya madura, le brindó todo lo que deseaba. Pero ésta ya es otra historia que pronto os enviaré para que la incluyáis en vuestra estupenda «sección de relatos».

Rita – La Coruña