No tienes vergüenza: ¡Soy tu madre!

Yo estaba echado en mi cama masturbándome con energía en el momento que entró mi madre en la habitación.

—Perdona —dijo reculando— no sabía que te encontrabas aquí…

Luego, cambió de idea. Entró allí y cerró la puerta detrás de ella. Me puse rojo de vergüenza, y esperé a recibir una lección de moral. Mi madre se sentó a mi lado. A pesar del enorme miedo que sentía y de mi fastidio, no pude evitar el hecho de seguir con el miembro de lo más rígido. Lo único que conseguí fue guardarlo dentro del pantalón del pijama; pero ella introdujo la mano en la bragueta y exclamó:

—Es verdad que ya eres un hombre… ¡Maravilloso! Esto consigue que me dé cuenta, por primera vez de verdad, de que ya has dejado de ser un crío.

Como no sabía qué decir preferí mantenerme callado. Entonces, sentí que la mano de mi madre entraba en acción. Pero no me estaba masturbando, ya que mantenía mi polla fuertemente agarrada. En ocasiones la aflojaba, y otras la apretaba con tanta fuerza que me hacía daño… Por unos momentos pensé que lo que pretendía era castigarme porque consideraba que yo había pecado.

No me atreví a quejarme; sin embargo, se me escapó un gemido de dolor.

—¿Te he hecho daño? —me preguntó.

La miré. Tenía los dientes apretados, y pensé «las está gozando haciéndome daño». En aquel instante, ella aflojó su presa, y dio comienzo a unos movimientos de arriba a abajo.

—¿Es que te causo dolor?

Palabra que mi madre me estaba masturbando. No supe qué responder, ni siquiera qué pensar.

—¿Cómo? —volvió a preguntar—. ¿Vas a mantener la boca cerrada? —Y efectuando una serie de suaves movimientos añadió— ¿Verdad que ahora todo marcha mejor?

Me atreví a responderle:

—Sí, mucho mejor.

Continuó sus movimientos con una mayor amplitud. Siempre muy lentamente, demasiado lentamente para mi gusto. Claro que no me atreví a decir nada. Hasta que ella me preguntó:

—Dime, ¿prefieres que lo haga más de prisa o más despacio?

—Más de prisa.

Entonces me masturbó con un mayor ritmo, el que yo prefería. Al momento sentí que estaba a punto de gozar. Y mi madre rápidamente se inclinó, tomó mi polla con su boca, y se puso a chupármela hasta que eyaculé dentro de la misma.

Yo nunca había mantenido relaciones sexuales con una mujer; pero había leído muchas novelas pornográficas. Y esta conclusión me parecía «normal». Lo que me pareció menos normal fue lo que sucedió a continuación: mi madre se incorporó, y me besó en la boca… ¡Para depositar el esperma en mi garganta! Resultó una gran cosa, algo de lo más sorprendente. Pero no me atreví a decir nada. Luego, ella se levantó, sacudió la cabeza como una perrita que sale del agua, y dijo:

—No te olvides de ir a buscar el pan antes de que nos quedemos sin él. Ya sabes que a veces pasa si aguardamos al mediodía…

Durante todo el día no volvió a mencionar nada de lo ocurrido. Parecía que estaba realmente apasionada por los asuntos políticos del momento. A la mañana siguiente, llamó a mi puerta a la misma hora que la víspera y en seguida entró, comentando:

—Tienes un amanecer inteligente —me dijo—. ¿Qué estás escribiendo?

Entonces sentí cómo me volvía a abrir la bragueta y empezaba a masturbarme suavemente…

—Ven —dijo.

Y dio comienzo a la misma escena con una ligera variante al final.

—Hoy ya tenemos el pan. Vamos a comer ahora. He preparado algo especial por ser tu cumpleaños.

Durante tres años este juego fue el acostumbrado entre nosotros; pero llegó un momento en que me volví más exigente y yo también quise tocarla. No fue posible. Nunca aceptó que le acariciase las tetas o le metiese la mano debajo de la falda.

—Tú no tienes vergüenza: ¡soy tu madre! —gritaba siempre.

Eso acabó por volverme loco. Un día no pude más, y a la fuerza la eché en la cama. Ella se debatió diciendo:

—¡Me vas a despeinar…!

No pude evitar echarme a reír y le contesté:

—No pretende despeinarte… ¡Sólo quiero besarte!

Aunque soy mucho más fuerte que ella no conseguí nada en absoluto, y tuve que conformarme con lo consabido.

Otra mañana apareció de acuerdo con nuestra costumbre; pero, al mismo tiempo que me masturbaba, dijo brutalmente:

—¡Maldita sea! ¡He olvidado ponerme las bragas!

Creí ver en esto una invitación, y deslicé mi mano bajo su falda pero enseguida me la hizo retirar. ¡Cómo se puso! Se incorporó y me gritó:

—¿Qué sucede para que no me creas?

Y levantándose la falda, me mostró el coño. Me precipité rápidamente a besárselo. Eso sí que lo quería…

Mi madre apretó su mano suave y delicada sobre mi estaca carnosa, que subía y bajaba a impulsos de la excitación como un caballo encabritado. Sentí el contacto de aquellos dedos que acariciaban dulcemente toda la longitud y el diámetro de mi ansiosa polla, y me noté desfallecer de gusto. Además, estaba el beso en la boca. Entorné los párpados; mientras, gruñía entre dientes:

—¡No me hagas sufrir…! ¡Acaba esta angustia, madre!

Ella se dejó las tetas al descubierto, para que se las chupara. Luego, se alzó las ropas y colocó sus piernas abiertas sobre mi cabeza. Sus muslos desnudos eran tan blancos que, en un principio, pensé que llevaba puestas unas medias de este color. Al tocarlos me parecieron duros y macizos. Los contemplé durante un rato y, después, recreándome en la suerte, comencé a descender hasta el coño, casi tan lentamente como si fuera a realizar una ceremonia religiosa.

Poco más tarde, me incrusté materialmente en las ingles de mi madre. Comprobé que éstas despedían un aroma fuerte y acre y que se hallaban absolutamente mojadas.

Dirigí la vista hacia el «lugar de mi procedencia», donde rodeada de un vello escasísimo tanto entre las piernas como en el pubis, se mostraba una abertura como jamás llegué a soñar que existiera. Mi madre me cogió una mano y, pasándosela primero por los muslos, acabó por depositarla justo en medio de la terminación de ambos.

—¡Mira qué cosa tengo aquí, hijo!

A esas alturas yo experimentaba un cúmulo de sensaciones que no era capaz de asegurar si flotaba o me encontraba sobre la tierra, desplacé las bragas con una mano. Y el efecto que allí se produjo fue el mismo que cuando se oprime una esponja que está empapada de agua. Sólo que aquello no era un líquido cualquiera, sino un jugo gelatinoso, que se desparramó por entre mis dedos y goteó muslos abajo.

—¡Fabuloso, hijo! —exclamó ella.

Introduje mi lengua en su chocho. Después de unos pocos lametones en la entrada, bien pronto tuve mi boca enterrada en el coño. Obtuve una emoción indescriptible al sentirla allí dentro, donde era prensada rítmicamente por efectos de las feroces contracciones de las carnosas y acolchadas paredes.

Entonces, riéndose, mi madre se arrodilló a ambos lados de mi cabeza, y me acercó la boca a su rezumante sexo. No fue suficiente mi lengua, a pesar del continuo movimiento de cabeza con que yo acompañaba las lamidas, para abarcar de una sola pasada todo aquel monumental chumino. Al instante ella dejó a un lado la risa, y comenzó a jadear como una camioneta en una cuesta.

En aquel momento, yo empleé las manos para separar los labios mayores, que colgaban como dos cortinas; y mi madre me aplastó su coño contra la cara; a la vez, sujetó mi cabeza con las rodillas, y se restregó frenéticamente…

Mis ojos hasta llegaron a escocerme, y mis fosas nasales y mi garganta se inundaron de un néctar, que se deslizó, a grifo abierto, desde sus profundas cavernas.

Recuperándose con gran facilidad, mi madre se inclinó sobre mi roja cabezota, que ardía realmente. Y empezó a dar unos suaves besitos en todo el prepucio; mientras, yo susurraba:

—¡Dentro, dentro!

Sudaba de excitación y empujaba con los riñones para metérsela en la boca.

—¡Qué no aguanto más!

Mi grito se unió al acto de lanzar mis manos hacia la cabeza de ella, para obligarla a tragársela toda. Antes de que mis manos la alcanzaran, mi madre abrió de pronto su boca, sacó la lengua húmeda y caliente e introdujo hasta la mitad, al tiempo que absorbía con fuerza y apretaba los labios tirando de mi carne endurecida.

Resultó una sensación desconocida para mí, por lo que lancé una exclamación de sorpresa, de placer inmenso; al mismo tiempo, sentía que mi semen salía violentamente hacia la boca de ella, que no soltaba su presa y seguía absorbiendo con furia, sintiendo que la boca se le llenaba de gotas calientes.

Tan violento fue el orgasmo que se me doblaron las rodillas y caí hacia delante. Y mi madre me mantenía sujeto, resoplando por la nariz; a la vez, lamía y chupaba lo que iba recogiendo en su boca, como si quisiera mantenerlo duro y crecido.

Luego, yo, que respiraba agitadamente, sin fuerzas ni para hablar, sentí que ella soltaba despacio su abrazo. Quiso decirme algo, y ni siquiera supe qué. Pero no pudo. Y yo tampoco podía hablar, porque me levanté con la polla floja y satisfecho…

Con el paso de los años, yo me casé y llegaron dos hijos. Por supuesto, mi mujer no tiene la menor idea de esto. Voy a ver a mi madre regularmente dos veces por semana —trabajo muy cerca de su casa—. Follamos siempre de la misma forma, masturbándonos recíprocamente; añadimos la felación, el cunnilingus, el 69… ¡Pero nunca nos cansamos de Sexo! Continuamente ella me dice:

—Sabes bien que me muero de ganas. Te necesitaría todas las noches. Pero me conformo con esto. Lo considero un incesto, pero no me importa.

Marcos – Logroño