A Leonardo le costaba un gran esfuerzo apartar los ojos de Susana, la criada que recientemente había contratado Patricia. Pero debía disimular, si no deseaba que su mujer notara la excitación que le poseía en presencia de aquella estupenda morena.
Con la esperanza de encontrar el momento adecuado para ligársela, fingió una ligera enfermedad: pensaba ansiosamente, que cuando Patricia les dejase solos, al menos podría intentar un acercamiento más íntimo y, de esa manera, empezar a seducirla… Debía hacerlo porque aquella muchacha le volvía loco; tenía un cuerpo joven y tentador, que le ponía el miembro tieso, y no era fácil para él resistir el impulso de estrecharla entre sus brazos, y arrastrarla al lecho más cercano…
—Si el señor no necesita nada, iré a limpiar la cocina —dijo Susana, mirándome fijamente a los ojos.
Leonardo pensó que la joven tenía una voz tremendamente sensual, un voluptuoso susurro, algo ronco, pero muy femenino, que parecía el reclamo de una gatita caliente. Sin duda, aquella era la voz apropiada para gemir bajo el cuerpo de un hombre, en el supremo instante del orgasmo. Cuando pensó en eso y fantaseó con la imagen de la muchacha desnuda, sintió que el pene crecía bajo su pantalón, presionando la tela y abultándola.
—…Oh, no, Susana, no necesito nada ahora… Puedes ir a la cocina —respondió, sin reprimir el deseo de tutearla.
Ella sonrió, mostrando su blanca dentadura, se volvió, sin prisa, y se dirigió a la cocina, con deliberada lentitud, contoneando las espléndidas caderas.
Leonardo clavó los ojos en el soberbio trasero que ella movía hacia los costados. Era un culito perfecto, amplio y redondo, firme bajo la falda, y la muchacha sabía menearlo con el ritmo justo, bajo la flexible cintura.
Recorrió con la mirada las piernas, largas y esbeltas: las delicadas pantorrillas, y los gruesos muslos que se adivinaban bajo el ligero movimiento de la falda. Y estaba tan absorto en la contemplación que, cuando Susana se volvió, inesperadamente, no tuvo tiempo de hacerse el desentendido.
Ella sonrió con una expresión de malicia.
—La señora Patricia ya se fue al médico —dijo.
-¿Sí…? .
—Pensé que deseaba saberlo: regresará al mediodía…
—Gracias, Susana —respondió él—, sin separar la mirada de los generosos y erguidos senos, que le señalaban con los pezones… Le agradaría hundir sus manos bajo aquella blusa, y apresar esas grandes y bien formadas tetas.
Ella desapareció de su vista, al entrar en la cocina, y Leonardo se quedó contemplando al lugar donde hacía un momento había estado su encantadora y esbelta silueta.
Susana entró en la cocina, pensado en el joven y guapo señor. Desde que había empezado a trabajar en esa casa, no podía apartar de él sus pensamientos: le gustaba demasiado el tío. Muchas veces, en la intimidad de su alcoba, imaginaba que él la poseía. Sentía el musculoso cuerpo del hombre sobre su piel, fantaseaba que aquellas manos viriles le oprimían los senos, le acariciaban las piernas, y entonces, estremecida por el deseo, ella misma deslizaba sus propias manos sobre el vientre, los mus-los, la negra mata de pelo del pubis, y empezaba a masturbarse, con los ojos cerrados, musitando el nombre, mientras gemía.
«Oh, Leonardo, Leonardo, así mi querido, cariño, así», murmuraba, contorsionándose sobre las sábanas, lanzando pequeños quejidos, hasta que llegaba el clímax.
En otras ocasiones, cuando estaba en el baño, se desnudaba por completo, se acariciaba la vulva, el erecto clítoris, y se introducía un dedo en la vagina, o un objeto más grueso y más prolongado, para imaginar que el duro miembro del joven la penetraba.
Frente al espejo de su dormitorio, o bajo la ducha, contemplaba su cuerpo, la amplitud de sus hermosas caderas, la turgencia y generosidad de sus senos, y, mientras sus manos, con exasperante lentitud exploraban la oscura y húmeda intimidad del pubis y de la palpitante y rosada vagina, invocaba el nombre de su señor. Leonardo era su obsesión; con él hacía el amor en sueños, y evocando su tibieza y su aroma se masturbaba con frenesí… incluso había llegado a apoderarse de su ropa: calzoncillos, pañuelos, una chaqueta que tenía un denso olor al tabaco que él fumaba; y abrazada a estas prendas, se revolcaba en una cama y gemía, como una fiera en la cumbre del celo, hasta que sus dedos le procuraban un espléndido y tembloroso orgasmo.
En la cocina, mientras limpiaba, no podía dejar de pensar en Leonardo. Acarició un plátano, bajando los párpados y humedeciéndose los labios con el extremo de la lengua… ¡Si aquella fuera la anhelada verga del hombre…! Luego, al abrir el grifo, sus manos recorrieron suavemente la superficie redondeada: de ese modo le agradaría deslizar sus dedos sobre los testículos de Leonardo.
Excitada, empezó a frotarse los muslos, uno contra otro, y se oprimió un seno. Su respiración era agitada, convulsa; tenía la boca entreabierta, y no fue capaz de reprimir un prolongado suspiro, y un corto gemido de reclamo. Estaba a punto de cerrarse en el baño, o en su dormitorio, para masturbarse furiosamente evocando la presencia del hombre… ¡No podía soportarlo más…!
Pero también Leonardo tenía sus propios planes. Tembloroso, con miedo a fracasar y que la muchacha hiciera un escándalo, se dirigió silenciosamente a la cocina. Caminaba con sigilo, casi agazapado como un lobo hambriento olfateando a su presa; bajo el pantalón, el miembro estaba tan tieso, tan duro y erecto, que le dolía.
Cuando entró en la cocina, lo primero que vio fue el magnífico trasero de Susana, moviéndose rítmicamente. La muchacha tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás; con una mano frotaba uno de sus senos, y con la otra se acariciaba el vientre.
Esa imagen imprevista e inesperada, casi lo hizo bramar de deseo. Caminó con cautela, sin casi separar sus ojos de las hermosísimas caderas que se agitaban, de las bellas redondeces de las nalgas apretadas bajo la ceñida tela de la falda oscura, y cuando estuvo junto a la mujer, le rodeó la cintura con sus fuertes brazos y apretó su tieso pene contra el trasero.
—Oh, oh, no, por favor, señor, no —susurró ella, estremeciéndose bajo los brazos.
Pero aquel era un «no» que no convencía a nadie; más bien parecía un fervoroso «sí», una gozosa invitación a que el hombre la arrastrara al dormitorio o la obligara a tumbarse sobre el suelo de la cocina, allí mismo y le sumiera su durísimo miembro hasta la raíz.
—Oh, no, señor…, que la señora puede llegar… Oh, no… ¡Por favor, Leonardo!
Pero él sólo estaba dispuesto a escucharla. Sólo era capaz de oír la poderosa e implacable voz de sus instintos, que lo impulsaba a deslizar sus ávidas manos sobre la morena y palpitante piel de Susana.
—No, no, Leonardo —seguía murmurando ella, sin convicción.
—¡Susana, ah, Susana, qué buena estás!
—¡Estás loco, cariño!
—¡Sí, loco por ti, Susana…!
—Pero Patricia puede llegar en cualquier momento.
—¡Te follaré…! ¡Te joderé como nunca te han jodido!
Las manos de Leonardo levantaron la falda de la muchacha, y, mientras una de ellas oprimía mórbidamente las nalgas, la otra acarició el pubis, antes de descender hasta la húmeda y cálida hendidura, donde empezó a frotar el clítoris.
—¡Leonardo, cariño, hazme tuya! —exclamó Susana.
El hundió su dedo en la vagina, lo hizo resbalar, y luego volvió a concentrar su atención en el clítoris, masajeándolo, oprimiéndolo y restregándolo con suavidad, pero acelerando el ritmo.
La mano que se deslizaba sobre el hermoso culito de mujer, abandonó las caricias para bajar el pantalón. La polla del hombre, erecta y flexible, saltó vibrando, cuando él la liberó del slip. Estaba tremendamente dilatada, con el capullo rojo, dura como nunca la había tenido en los últimos tiempos.
Pero cuando estaba a punto de sumirla sin piedad en el bonito trasero, un ruido lo hizo sobresaltar… Era Patricia, que abría la puerta de la calle. Durante unos segundos dudó; le resultaba tentador hundir el miembro en aquel soberbio culto, meter allí, con ímpetu, su ardiente y atormentada asta, y que después pasar a lo que… Pero se contuvo a tiempo, porque no podía hacerle eso a Patricia.
También ella le brindaba un inmenso placer, y no deseaba perderla.
Se separó de Susana con esfuerzo, y los dos tuvieron unos segundos para vestirse, antes que Patricia apareciera en la puerta de la cocina.
Leonardo estaba bebiendo un vaso de agua, con naturalidad, y la muchacha lavaba la vajilla del desayuno, de espaldas. Patricia le dio un beso a su marido y saludó a la chica, con visible afecto. No era fácil para ella ocultar las emociones que le hacía experimentar aquella joven morena, la proximidad de aquel cuerpo caliente y tentador.
Al principio, cuando Susana empezó a trabajar en la casa, Patricia había sentido una espontánea simpatía por ella, pero luego, con los meses, descubrió que la visión de la muchacha le despertaba deseos inconfesables… Soñaba con ella, y en sueños la poseía de una manera apasionada, cabalgando desnuda sobre la muchacha, frotando su sexo contra el sexo caliente y mojado.
¡Qué delicia sería rozar con sus dedos los túrgidos pezones de la mujer…! Miró su nuca, deseando recorrer aquel cuello con la punta de la lengua, y luego deslizaría a lo largo de la columna vertebral, deteniéndose en cada una de las vértebras, hasta alcanzar la divina y redondeada forma del bonito trasero, y el orificio anal, para hacer vibrar allí su ansiosa boca, besándola, mordisqueando esas firmes y tentadoras nalgas.
Leonardo abandonó la cocina y fue a sentarse en el salón, abriendo un libro, como si estuviera dispuesto a continuar la lectura interrumpida por el deseo de beber agua.
Patricia se sentó en el diván, frente a él, y cruzó las piernas descubriéndolas hasta arriba de la rodilla. Pensó en lo que diría y sentiría su marido, si fuera capaz de leerle la mente, si pudiera penetrar y conocer sus anhelos secretos, sus verdaderos instintos.
Le gustaba mucho Leonardo, y solía gozar con él en la cama, cuando hacían el amor frenéticamente. Pero, ¿por qué, también, no era posible querer disfrutar de las voluptuosas sensaciones que podía producirle el cuerpo de una mujer…? Especialmente cuando se trataba de una muchacha tan hermosa y sensual como Susana.
Estaban muy lejos de la verdadera sinceridad, muy lejos de ser tan auténticos y espontáneos como para gozar de todos los placeres que les ofrecía la vida. Todos los seres humanos se empeñaban a representar un papel distinto del que les dictaban sus instintos.
—¿Qué dijo el médico? —preguntó de pronto Leonardo, mirando las piernas de su mujer.
—Oh, nada, estoy perfectamente… —murmuró ella, clavando sus ojos en el tentador bulto que el hombre tenía entre sus muslos.
Él se dio cuenta de la mirada, fija en la dureza que abultaba en el pantalón, y pensó que no sería mala idea llevársela a la cama.
—¿Te agrada? —le preguntó, con una sonrisa lujuriosa a flor de labios.
Patricia se humedeció la boca con la lengua.
—Te la chuparía toda, y me bebería tu semen hasta la última gota —respondió.
Era lo que necesitaba Leonardo, que estaba muy excitado y deseaba hundir su miembro en el sexo de una mujer. Se levantó y se arrojó sobre ella…
La vitalidad de su marido hizo que Patricia sospechara de la supuesta enfermedad que él decía padecer. Pero no dijo nada; dejó que Leonardo la llevara a la cama y la desnudara, que la cubriera de besos, y luego sumiera en su sexo la potente y viril polla.
Al día siguiente, cuando Patricia se fue, Leonardo le ordenó a Susana que le llevara el desayuno a la cama, porque no se sentía bien. Cuando entró a la habitación, con la bandeja entre sus manos, él le levantó la falda impulsivamente, y empezó a acariciarle el trasero.
—¡Señor!… ¿Pero qué hace?
—¡Te daré algo que no olvidarás mientras vivas! —exclamó él con verdadero entusiasmo.
Ella dejó la bandeja sobre la mesita.
—La señora puede regresar, como ayer —musitó, con voz apenas audible.
—¡Antes de que ella regrese yo te daré esto! —gritó Leonardo, tocándose el miembro.
La estrechó entre sus brazos y deslizó sus manos bajo las bragas con un gesto posesivo; luego, cuando sus dedos llegaron a la humedad del sexo, oprimieron el clítoris y lo frotaron.
—¡Aaaahhh! —gimió Susana, moviendo sus espléndidas caderas rítmicamente.
Leonardo le quitó la ropa con agilidad y pericia, sin abandonar el lecho y sin dejar de deslizar las manos sobre el bonito trasero y la palpitante vagina.
—¡Mi cariño! —murmuró Susana, cuando sintió que él le quitaba el sujetador y la tumbaba sobre la cama.
El hombre, enardecido por la excitación, terminó de liberarle de la ropa y se arrojó sobre ella.
Golosamente, como lo había imaginado tantas veces, apresó entre sus manos los soberbios senos de la muchacha y los besó, los lamió, y los chupó, mordisqueándolos con delicadeza.
—¡Aaayyy, ah, ah! —se quejó ella mientras cerraba los ojos, intuyendo que algo bello y voluminoso se movía bajo su vientre, a punto de penetrarla.
Leonardo apoyó el durísimo y dilatado capullo en la entrada de la mujer, empujó con energía, y le sumió toda la verga adentro, de un solo golpe, con brutalidad.
—¡Aaahhh, ah, ah, ahh!
—¡¡¡Toma, putilla, toma ésta, toma!!! —gritaba el hombre, moviéndose con violencia, hacia delante y hacia atrás, para hacerle experimentar la furia de la penetración.
—¡Qué me matas, qué me matas, cariño!
—¡¡¡Todavía no he empezado contigo!!! —bramó él, follándola con mayor energía.
—¡¡¡Aaaayyy, ahhhhh, que me muero!!!
—¡¡Verás lo que es joder!!
—¡¡Ay, Leonardo, tesoro, ahh!!
Susana se movía aceleradamente, sintiendo cómo resbalaba dentro de su vagina la gruesa verga de su amante… Se contorsionaba, sacudiendo las caderas, mientras sus manos acariciaban la nuca y el cuello del hombre, y su lengua vibraba contra aquella garganta. Chupó de la oreja, lo mordisqueó, y lo besó con avidez, para entregarle al macho el mayor placer posible.
Luego, después que la polla había entrado y salido innumerables veces de la vagina, experimentó algo parecido a una fulminante descarga eléctrica que le traspasó los riñones. Breves pero brutales espasmos se apoderaron de su vientre, y un prolongado estremecimiento le recorrió la espalda y las caderas.
Y al fin, contorsionándose y gimiendo, llegó al orgasmo, que la levantó en vilo de la cama, mientras ella clavaba sus uñas de tigresa caliente sobre la espalda y los hombros de Leonardo, que rugía, sin dejar de joderla.
—¡Ah, ah, ah, ahhhhh! —exclamó Susana—, crispada por la violencia insólita de aquel orgasmo, aquel clímax supremo, mucho más intenso que el mejor que pudiera recordar en su vida.
Se levantó y empezó a vestirse, alarmada porque pensó que Patricia podría llegar y sorprenderlos.
—¿No me dejarás así, verdad? —le reprochó Leonardo, que aún no se había corrido.
—Pero ella puede venir, cariño —murmuró Susana, terminando de vestirse.
—¡¡¡Ven aquí, tú!!! —exclamó el hombre cogiéndola con fuerza de un brazo.
—Más tarde, cariño —dijo ella.
—¡Ahora…! ¡¡¡Chúpamela!!!
Susana se sentó en el borde de la cama y cogió la voluminosa verga entre sus manos. En seguida, con una repentina gula, empezó a besarla, a lamerla con deliciosas caricias a succionarla, introduciéndose el capullo dentro de la boca.
—¡Así, así, así! —rugía Leonardo.
Ella acarició los testículos, mientras continuaba la succión. Primero dio rápidos y prometedores golpecitos con su lengua sobre la dilatada cabeza del miembro, y después, cuando pensó que era el momento adecuado se introdujo todo el cipote dentro de la boca, lo oprimió entre sus labios y empezó a imitar la presión de una vagina, haciendo resbalar el pene hacia adelante y hacia atrás.
Leonardo sentía que el orgasmo se aproximaba, que descargaría en aquella tentadora boca todo su caliente semen, en ardientes y convulsos chorros.
En ese precioso momento, Patricia entró en la habitación, sorprendiéndolos. La muchacha se puso de pie de un salto, con los ojos desorbitados por el miedo, y Leonardo no sabía qué hacer. Ni siquiera intentó cubrirse.
—¡¡¡Puta!!! —gritó Patricia, abofeteando duramente a la muchacha.
Susana se echó a llorar desconsoladamente, sin protegerse de la mano abierta, que la mujer descargaba con violencia sobre sus mejillas.
Pero aquel llanto conmovió a Patricia, que comprendía muy bien a su marido… Susana era una apetitosa mujer, y de sólo verla se sentían ganas de tumbarla sobre la cama y hacerle cualquier cosa.
Había sorprendido a su marido, y eso le daba una ventaja, pensó, así que muy pronto tendría razones y sobrados pretextos para encerrarse con la muchacha a solas.
Estaba pensando en esto, cuando la mano de Leonardo detuvo su brazo. Ella se volvió indignada, hacia él, e intentó golpearlo. Pero él era más fuerte; con un brusco movimiento le hizo perder el equilibrio y caer sobre la cama.
—¡¡¡Te mataré!!! —gritó Patricia, sin contener su furia.
—Bien, acaso me mates, o me dejes, pero antes yo te voy a follar como se debe… Y no seas hipócrita, que te he sorprendido mirando a Susana con el mismo ardor que yo.
—¡Loco, loco, depravado, perverso! —exclamó Patricia ruborizándose.
—Lo probaremos en seguida —murmuró el hombre inmovilizándola—. Ven Susana desnúdate, que veremos si mi mujer es indiferente a tus caricias.
—¡Pero, señor, por favor…!
—suplicó ella.
—¡¡¡Qué te desnudes te digo, o deberé azotaros a las dos para que me obedezcáis!!
Susana obedeció, asustada por la pasión y el desenfreno que Leonardo ponía en sus palabras.
Se quitó la ropa y se lanzó sobre Patricia, a la que él había desnudado, desgarrando la ropa con violencia. Entre Leonardo y Susana cogieron a la furiosa mujer, que gritaba y se debatía rabiosamente.
Pero, apenas Patricia sintió que la boca de la hermosísima muchacha empezaba a besar y mordisquear sus senos, mientras las hábiles manos tomaban posesión de su trasero lanzó un gemido ardiente, y luego otro, y una súplica que llenó de satisfacción al hombre.
—¡¡¡Ahhh, que divina eres, qué divina, amor mío!!!
Aquellas palabras desencadenaron la orgía: Leonardo no se pudo contener más tiempo, y mordió una de las tetas de su mujer, mientras los labios de Susana se ocupaban de la otra.
Después, los tres se lanzaron a las caricias más audaces, besándose los cuerpos contorneándose y gimiendo, bramando mientras las manos se deslizaban sobre la piel del otro. Susana se sentó sobre la erguida polla de Leonardo, y empezó a moverse, sin dejar de besar y de masturbar a Patricia; ésta, que estaba caliente como una gata en celo, llegó rápidamente a su primer orgasmo, pero, por supuesto, no estaba dispuesta a conformarse con tan poco placer. Cogió a la muchacha de la cintura, la estrechó contra su cuerpo, y la tumbó sobre la cama, bocarriba.
A la vista del bonito y amplio culo de su mujer, Leonardo aprovechó la situación para sumirle el miembro con brutalidad, arrancándole quejidos de dolor y de placer. La jodió sin piedad, hasta que su capullo se convulsionaba y disparaba en el interior del soberbio trasero una buena cantidad de semen.
Luego descansó durante algunos minutos, contemplando cómo Patricia hacía gozar a Susana. Era magnífico el espectáculo que ofrecían aquellos bellos cuerpos de mujeres desnudas, moviendo las caderas, y cubriéndose de besos y de caricias. La visión era tan lujuriosa, que su miembro volvió a ponerse erecto y a reclamar su parte en el festín erótico.
Entonces los tres cayeron de nuevo juntos, y se valoraron, se exploraron con excitada curiosidad. Leonardo penetró a Susana por detrás mientras su mujer intentaba lamer, a la vez, el culo espléndido de la muchacha y la dura y prepotente polla de su marido.
Después de follar en todas las posiciones imaginables, los tres quedaron extenuados y tendidos sobre la cama, y durmieron varias horas. Al despertarse, mientras reanudaban los juegos, Leonardo dijo a Patricia:
—No veo ninguna razón para que no podamos ser felices juntos.
—Ni yo tampoco —respondió ella, sentándose sobre la erecta verga y moviéndose con ardiente sensualidad.
Susana, que no deseaba quedar fuera de juego, se sentó sobre el pecho del hombre y empezó a besar en la boca a su nueva y generosa amiga… Mientras gemía, sintió que la experimentada lengua de Leonardo empezaba a chuparle la húmeda y palpitante intimidad de nuevo.