Irene se quedó huérfana contando dieciocho años de edad. Sus padres murieron víctimas de una epidemia que asolaba la región. El cura la obligó a abandonar la aldea metiéndola en una diligencia con una carta y la dirección correspondiente a unos familiares suyos, que la acogerían en su casa.
La joven viajó durante veinte horas por caminos tortuosos y lugares desolados, soportando en sus huesos el duro traqueteo del vehículo. Pero el paisaje cambió nada más pasar de una provincia a otra. Durante los últimos momentos del trayecto, pudo contemplar campos fértiles y zonas de un verdor intenso. Nunca antes había salido de su pueblo, y sólo conocía las tierras yermas y míseras que rodeaban su casa. Por lo que se creyó en un mundo distinto, imposible de imaginar desde su paupérrimo hogar.
Poco más tarde, el cochero le señaló desde el pescante donde se encontraba la residencia de los familiares del cura: al fondo de unos campos en los que se afanaban unos trabajadores. Irene caminó indecisa hasta la magnífica mansión, llevando consigo una bolsa con sus pertenencias. Antes giró la cabeza para ver cómo desaparecía la diligencia en un recodo del camino. Se sintió más sola y desamparada que nunca.
Repentinamente, un carruaje se acercó a ella velozmente. El conductor detuvo con energía al brioso caballo, obligándole a levantar las patas delanteras y a relinchar.
—¿Tú de dónde sales? —le preguntó el joven del carruaje—. Eres muy hermosa. ¿Cómo no te he visto nunca por aquí?
Irene no contestó, avergonzada. Adelantó su mano derecha y entregó la carta del cura.
El conductor la tomó y la leyó.
La misiva iba dirigida a su madre, una viuda hermana del cura, a la que se pedía que acogiera a la muchacha en su casa; además, se relataba someramente su infortunio y se la recomendaba como compañera de Patricia. El joven sonrió, invitó a la forastera a que se subiera al vehículo; luego, azotó al caballo para que iniciase el galope.
—¡No imaginas dónde te metes, chiquilla! Mi hermana es paralítica y vive en una atmósfera de total amargura. Mi madre la consiente todo, hasta las crueldades que descarga sobre el servicio. ¡Dudo que aguantes mucho a su lado!
Una vez en la mansión, la hermana del cura, Evelina, leyó la carta de presentación con interés; luego, expresó que lamentaba la desgracia de Irene, y le aseguró que en su casa dispondría de lo suficiente para vivir holgadamente, aunque para merecérselo debería trabajar y ser muy humilde. Le habló de Patricia, de su enfermedad incurable y de su hostil carácter.
—Te cuidarás de ella durante todo el día y la noche. Sois de la misma edad; espero que simpaticéis, para que las cosas marchen aquí de la forma más agradable desde ahora —finalizó sus explicaciones, ante la permanente sonrisa irónica de su hijo.
Muy pronto pudo comprobar Irene lo difícil que era vivir estando al servicio de Patricia, una muchacha delgada, de cutis lívido y genio sumido en una constante irascibilidad. No la permitía descansar ni un solo momento, salvo cuando se quedaba dormida en su lecho amplio y mullido. La trataba como a una esclava, y se burlaba cruelmente de su ignorancia. No había ninguna duda de que secretamente se hallaba celosa de la salud y la belleza de la recién llegada.
La paralítica no deseaba algo con tanta fuerza como humillar a Irene, y para tal fin sobornó a dos de las criadas. La primera vez que decidió castigarla fue una noche que la ordenó leer un libro de aventuras románticas.
Patricia permanecía acostada y la monótona voz de Irene le fue adormeciendo, hasta que quedó sumida en el sueño antes de lo que deseaba, perdiéndose parte del relato. Entonces, al percatarse de la inutilidad de su esfuerzo, la más humilde cerró con cuidado el libro, lo dejó sobre una mesita y pretendió salir de la habitación. Sabía que si su joven señora la necesitaba durante la noche, agitaría una campanilla, y ella acudiría con la mayor premura, siendo consciente de que en caso contrario le provocaría un ataque de cólera.
Sin embargo, Patricia se despertó por culpa del leve crujido de una madera bajo los pies de Irene. Se incorporó con evidentes esfuerzos, apoyándose en los brazos y preguntó a la que ya se encontraba en la misma puerta:
—¿A dónde vas sin permiso? Irene se excusó con voz trémula, pero la paralítica se negó a escucharla. Prefirió ordenarle que avisara a Lidia y Micaela, las dos criadas que ella se había cuidado de sobornar. La joven acudió a la habitación de las dos mujeres y las despertó. Encontró que ambas dormían en la misma cama. Ninguna de ellas se vistió, y acompañaron a Irene llevando sus camisones largos y escotados, por los que asomaban unos pechos muy generosos.
Antes de entrar en la habitación de Patricia, Lidia comentó a Micaela que si el ama las requería a esas horas sólo podía deberse a algún grave motivo. La joven tembló al verse frente a la paralítica, porque ésta dirigiéndose a las servidores, con una expresión radiante, ordenó que la castigasen por su torpeza y desgana en la realización de un trabajo:
—¡Atadla sobre la mecedora!
Irene la miró con terror y dio comienzo a una queja lastimera, pero Micaela la sujetó con fuerza por los brazos y la arrojó de bruces contra la mecedora, que se movió con violencia. La agredida intentó levantarse, y se lo impidió la misma criada al colocarse de rodillas sobre el asiento para aplastarla con su cuerpo voluminoso contra el amplio respaldo aterciopelado.
Al mismo tiempo, Lidia había cogido unas cuerdas de un arcón que se hallaba a los pies del lecho. Con rapidez ató a Irene por los brazos y las piernas, aunque éstas las dejó ligeramente separadas. Patricia se mostraba muy entusiasmada.
Desde su posición privilegiada en la cama contemplaba perfectamente la escena. Animó a sus servidoras para que diesen una lección a la «torpe», ya que así aprendería sus obligaciones.
—Puedes gritar cuanto desees. Mi hermano se halla ausente, y él es la única persona en esta casa que pondría objeciones al castigo. Seguro que los demás acudirán al escuchar tus gritos, pero se limitarán a ser espectadores de tu humillación. ¡Empezad!
Lidia arrancó las ropas de Irene con violencia, haciéndola jirones. AI mismo tiempo, Micaela cogió un látigo de tiras de cuero, el cual lo extrajo, al igual que las cuerdas y los demás instrumentos de tortura, del arcón que se hallaba al pie de la cama. Seguidamente, azotó con saña a la joven en la espalda y en las nalgas, cuyas convulsiones de dolor iniciaron el permanente movimiento de la mecedora. La tirana se reía, aunque hubiese preferido que la víctima gritase y suplicara su clemencia. La piel blanquísima se cubría de surcos de púrpura, convirtiéndose en hendiduras rojizas allí donde el látigo había castigado más repetidamente.
Entonces Lidia hundió la mano en el arcón y recogió un aparato largo y ancho de cuero, que tenía la forma de un falo gigantesco.
—¡Basta de hacerla sufrir! —ordenó la caprichosa. No quiero destrozar tan pronto su cuerpo. Ya sufrirá otros castigos antes de que aprenda bien la lección. ¡Prefiero que disfrute un poco, para resarcirla!
Lidia exhibió una mueca maliciosa, blandió con anticipada satisfacción el falo de cuero y se acercó a Irene, que tenía los ojos anegados de lágrimas y los labios sanguinolentos de tanto mordérselos. Le abrió la vulva con los dedos de una mano, y apoyó el extremo del instrumento en la entrada del coño. Presionó ligeramente.
Patricia se relamía de gusto, y ya se había llevado la diestra a sus muslos, queriendo acariciarse con frenesí. Porque Irene estaba suplicando con voz queda, aunque sus palabras resultasen ininteligibles para sus verdugas.
Lidia incrustó el falo artificial con un golpe enérgico, obligando a la víctima a proferir un grito estentóreo, que traspasó las paredes y la puerta de la estancia. A la vez, la criada estaba sacando y metiendo profundamente el instrumento, y lo cubrió de una pátina múrice, dentro del sexo atormentado, y la estremecía de dolor y rabia por la humillación a la que estaba siendo sometida.
Una vez que Patricia decidió terminar con el castigo, porque ya no le divertía, las dos criadas soltaron a la muchacha y la arrastraron a su habitación, donde la dejaron en un camastro y, después, cerraron la puerta con llave.
A partir de aquella noche, el comportamiento de Irene se hizo más dócil por temor a sufrir nuevos castigos, no siendo capaz de vencer el sentimiento de vergüenza que le dominaba y que le forzaba a bajar los ojos ante la mirada cruel y mordaz de su dueña.
Intentó ganarse la simpatía de alguna criada de la casa, para que le informase de la manera de huir. Pero todas evitaban escucharla por indicación expresa de la paralítica. Sabían que cualquiera que ayudase a la joven, o se compadeciera de su situación, sufriría los rigores de su dueña y se quedarían sin empleo.
Irene también procuró un acercamiento al hermano de Patricia, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Siempre éste se encontraba demasiado atareado y los problemas de la casa no le interesaban. En cuanto a Evelina, la madre, sentía demasiado miedo a inmiscuirse en los asuntos de su hija, por lo que también esquivaba la presencia de la joven, a pesar de que le dolía su mirada desvalida.
Por eso la víctima decidió arriesgarse con sus propios medios en la fuga, queriendo aludir el despotismo y las servicias a que le sometía la tirana. Aprovechando la densa quietud de la casa, una noche se deslizó sigilosamente fuera de la habitación, bajó a la primera planta y corrió junto a la única ventana que no disponía de rejas. Se hallaba en las dependencias de la cocina. Salió del edificio, se deslizó al amparo de las sombras hasta la verja y la escaló con agilidad, sin darse cuenta de que el vigilante, alertado por el olfato del gran danés, la estaba viendo.
El enemigo esperó a que la joven hubiese alcanzado la cima de la verja, y entonces espoleó a su caballo, seguido por el perro. Al pasar junto a la fugitiva, la atrapó por el cabello y tiró de ella con brutalidad, haciéndola caer al suelo. Luego la recogió, la subió a la grupa, cruzada y al galope la devolvió a la casa, donde se la entregó a Patricia, después de despertar a Lidia y a Micaela.
La paralítica agradeció la fidelidad del vigilante, y le dijo que se retirara. Poco más tarde, las dos criadas desnudaron a Irene, que sollozaba dolorida, y la maniataron de pies y manos sobre el lecho, sentada en su silla de ruedas, la tirana se acercó a su víctima; mientras, las servidoras salían del cuarto riendo entre sí.
—Aunque es tu primer acto de rebelión, no seré tan implacable como esperas. Habrás comprobado que es imposible escapar de aquí. En esta ocasión me permitiré ser contigo más benevolente de lo que te mereces —le anunció la sanguinaria, regalándose con su triunfo.
En aquel instante Irene miró con horror la vela encendida que Micaela portaba en una mano. Se temió lo peor. Por eso realizó grandes esfuerzos por apretar al máximo los muslos, pero las ataduras se lo impedían. Todavía le escocía el coño de cuando fue penetrada por el falo de cuero. La realidad es que Patricia no hizo lo que ella tanto temía. Porque colocó la vela sobre el cuerpo desnudo, con el fin de que la cera derretida le cayese encima.
La joven se estremeció de dolor cada vez que el líquido ambarino mordía su piel, produciéndole un escozor ardiente. Mientras, Patricia se divertía contemplando absorta las contorsiones del esbelto cuerpo de su víctima, y escuchando los débiles quejidos.
Después, seca y con la cera pegada a su piel, Irene soportó un martirio extra: Lidia le fue arrancando la cera empleando las uñas con crueldad, añadiendo arañazos a las zonas enrojecidas que aparecían debajo.
Una semana más tarde, Irene intentó de nuevo escaparse a pleno sol, aprovechando un momento de general distracción. Pero el jardinero la descubrió y, tras forcejear un momento con ella, la llevó a presencia de Patricia, que dormitaba vencida por el sopor de las horas cálidas de la tarde.
Ataron a la rebelde a un poste de las cuadras y entre los caballos. Por la noche la visitaron Patricia, las dos criadas y el vigilante llevando al gran danés. Lidia y Micaela la desnudaron y, con la ayuda del vigilante, la ataron a cuatro estacas que clavaron en el suelo, en posición genupectoral, apoyada sobre las palmas y las rodillas, con las piernas separadas. Luego, le untaron el sexo con una substancia que despedía un olor semejante al que emiten las perras en celo. Acto seguido, el vigilante colocó a su gran danés sobre ella. Masajeó el miembro del animal, cumpliendo el papel de mamporrero. Y una vez erecto, se lo guio hasta incrustarlo en el cuerpo femenino. Irene gritó como enloquecida, atormentada por los embates desgarradores del perro, que era obsesivamente animado y dirigido por su amo.
Al mismo tiempo, Patricia y sus criadas disfrutaban del espectáculo: reían y formulaban soeces comentarios.
Una noche, pocos días después de aquel suceso, Irene asfixió a Patricia con una almohada, aprovechando que dormía profundamente. La paralítica despertó sobresaltada, intentó luchar desesperadamente por salvar su vida, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. La joven era más fuerte, actuaba con ventaja y le guiaba un odio insuperable.
Fin de la historia.
Alberto Mirón.