Placer de lesbianas

Fue el verano pasado cuando unas amigas y compañeras me invitaron a pasar unos días en un chalet que tienen los padres de una de ellas. Es un típico lugar de la zona, o sea en las Lagunas de Ruidera: dispusimos de mucha agua para bañarnos, sierra y montes para poder practicar el deporte de la escalada y los paseos al aire libre, y un ambiente natural que estimulaba la imaginación.

Me encontré al lado de dos chicas de 18 años, Rosy y Mary, las cuales pasaban todos los veranos y los fines de semana en este delicioso lugar. Allí cada día crecen más las casas y los chalets, tanto al lado de las lagunas como en los terrenos que las circundan. Siempre me habían estado invitando, pero unas veces por un motivo y otras por cualquier imprevisto se había ido demorando mi visita.

Como era el mes de julio nos hicieron unos días espléndidos. Así que unas mañanas en las aguas tibias y claras y por las tardes entre los pinos, nos iban permitiendo pasarlo estupendamente. No obstante, desde el primer momento me di cuenta de que mis dos compañeras de estudios se besaban y se abrazaban demasiado efusivamente. Aunque pretendí no dar importancia al hecho, sus permanentes contactos, unas veces en bañador y otras vestidas, aunque siempre iban muy ligeras de ropas por culpa de la época estival, resultaban tan efusivos que se convirtieron en el eje de mis preocupaciones. Esto vino a incrementarse cuando empezaron a dedicarme a mí algunas de las muestras de exagerado afecto que ellas se intercambiaban con harta frecuencia.

Las tres dormíamos en la misma habitación: ellas en una misma cama y yo en otra de tamaño más reducido, pero también bastante amplia. Una noche que me estaba costando conciliar el sueño, completamente desvelada, empecé a escuchar unos sonidos de somier y varios suspiros débiles y entrecortados. Me esforcé por prestar atención para intentar adivinar lo que estaban haciendo. La oscuridad y la confusión de los ruidos me lo impidieron.

A eso de las dos de la madrugada aquello cobró unas formas más naturales; no obstante, me dio reparo encender la luz, acaso temiendo ser inoportuna. Pero si me quedé muy mosqueada por el comportamiento de mis amigas.

A la noche siguiente, no fue la imposibilidad de conciliar el sueño lo que me mantuvo a la expectativa. Quería oír y ver todo lo que me fuese posible. Debía enterarme de lo que las fogosas realizaban en la intimidad de su lecho. No tuve que permanecer mucho tiempo a la espera. Pronto supe que se estaban besando. Me llegaron los mismos sonidos de la noche anterior, y no me quedé pasiva. Encendí la luz.

Cuál no sería mi sorpresa al verlas completamente desnudas, una encima de la otra, pero invertidas —o sea en la posición del 69— gozando con sus bocas de los coños ofrecidos. Comprendí que se estaban mamando mutuamente con la lengua. En el idioma sexual, estaban realizando un acto sáfico. No había duda que eran lesbianas. Yo nunca había realizado nada así; me quedé mucho tiempo viéndolas gozar, y no formulé palabra alguna para que continuase una unión tan agradable.

Por mi parte, admirando la voluptuosidad de la que hacían gala, pensé lo bellos y turgentes que eran aquellos cuerpos. Quizá todo el mérito estribase en el acto de pasión lujuriosa que estaban protagonizando. Sin quererlo de una manera consciente, mi mano derecha se fue a mi entrepierna y empecé a hurgar en mi sexo. Yo diría que me encontré una carne húmeda y anhelante. Por eso acompasé mis acciones de masturbada a las de ellas, que continuaban convulsionándose de placer. Así llegamos las tres a un tremendo orgasmo, que yo presencié y disfruté, en las entrañas de mi cuerpo, y me permitió saborear de un calor y un goce que me dejó plenamente satisfecha, aunque sólo fuera momentáneamente.

Nada más finalizar su enardecido combate sáfico, las dos se dirigieron donde yo me encontraba. Me explicaron que disponían de este medio de satisfacción mutua, aunque no se consideraban unas lesbianas absolutas, como la mejor manera de obtener el mayor provecho de sus intimidades sin correr el menor riesgo posible.

—Realmente somos bisexuales —añadió Mary, muy seria—, porque nos gustan mucho los chicos. Como con estos no tenemos mucha oportunidad, además de ser peligroso por la posibilidad de quedar preñadas, nos calentamos las dos, procurando gozar hasta los límites de nuestras fuerzas e imaginaciones.

Seguidamente, quisieron disfrutar de nuevo. Pero con las intenciones de que las acompañase en todos sus juegos sáficos. Viéndolas entregadas a sus acciones eróticas —esta vez Rosy se tendió boca arriba, con las piernas muy separadas, y Mary se la echó encima, pero situándose de tal forma que sus sexos se mantuvieran en contacto y perfectamente acoplados—, quedé asombrada de sus habilidades para rotar sus cuerpos, presos de una calentura embriagadora, y para conseguir que en sus vulvas y en la totalidad de sus epidermis se acusaran unas convulsiones naturales. Pronto éstas se transformaron en un orgasmo impresionante, el cual se manifestó con una gran explosión sexual.

Ellas comprendieron que yo me encontraba súper excitada, como así era. Era el mejor momento de proponerme una colaboración que, dado mi estado de ánimos, resultaría propicia; además, yo lo estaba deseando. Nada más que me invitaron, no dije nada en contra. Deseaba comprobar si otra mujer sería capaz de hacerme gozar como yo pensaba que debían actuar los hombres con sus fabulosos arietes. En realidad ni con ellos ni con ellas había mantenido contactos tan íntimos. Jamás sobrepasé la barrera de los besos, del leve y superficial magreo con chicos. Necesitaba probar todo aquello que me ofrecían.

Me quitaron el camisón, la única prenda que llevaba puesta, y me dejaron caer en la cama de espaldas a la misma. Pronto una se aproximó a mis tetas, ya totalmente erectas y duras, como podéis comprender por mi edad, así llevó sus manos, su lengua y su boca a mis tetas y a sus alrededores. Me acarició debidamente. La otra se cuidó de llegar al vértice de mis ingles. En este punto y en mis pezones surgieron los primeros escalofríos de gusto. Unos cosquilleos muy agradables recorrieron todo mi cuerpo, subiéndome por la columna vertebral; luego, me besaron pasionalmente en la boca… Unos labios alcanzaron mis muslos y persiguieron el encuentro con mi coño. Me pusieron a cien por hora. Porque el trabajo se realizaba en mi clítoris. Por propia voluntad abrí las piernas al máximo, queriendo ser perforada hasta lo más hondo. Hasta que llegó el momento de un orgasmo fabuloso. Resultó tan largo, que me parecieron muchos seguidos. Me dejaron satisfecha a plenitud por vez primera en mi existencia. Ya sí que podía decir que una mujer era capaz de conseguir que otra gozase con toda la intensidad posible, máxime si era conmigo que jamás había conocido el climax proporcionado por los recursos propios de un hombre.

Desde aquella noche, me convertí en la tercera componente del grupo. Montamos unos números sáficos inolvidables. Disfrutamos lo indescriptible, me permitieron alcanzar el placer hasta derretirme y pude saber el significado de un auténtico orgasmo. Tuve un conocimiento perfecto de lo que gozan las mujeres aunque estén solas.

Pero en mí quedaba la duda de cómo me comportaría con un macho. Era una incógnita que alguna vez debía desvelar. Sin embargo, lo que acabo de escribiros es la mejor fórmula para gozar del Sexo sin miedos, problemas y sinsabores.

Mis dos amigas también contaban con toda clase de artilugios para obtener el placer lujurioso: vibradores de infinidad de formas y tamaños, penes artificiales y, sobre todo, un doble falo que se introducían ambas a la vez. Al hacerlo disfrutaban como posesas. Sin embargo, tuvieron la delicadeza de no utilizarlo conmigo, aunque se lo pedí, porque yo era aún virgen y se negaron a romperme el himen «tan agresivamente». Tuve que conformarme con la masturbación, mientras ellas se llenaban las vaginas con todos esos recursos que las ponían a caldo, que las derretían.

Así conocí el amor lésbico que, sin que importe el hecho de que la mujer sea bisexual o heterosexual, resulta un magnífico sustituto del contacto con los hombres, siempre más peligroso. Pese a esto, sigo pensando que con ellos debería gozar más. Ya llegará el momento. Ahora dispongo de una magnífica forma de placer; además ya lo dice el refrán: «a falta de pan buenas son tortas»; pero conviene rectificarlo un poco: «a falta de varón buenas son las tortillas».

 Denia – Ciudad Real