Sometida a mi jefe

Mi jefe es un tipo corpulento y guapo, de piel morena y peluda. Un tirano en todo el sentido de la palabra, siempre dando órdenes inconsecuentes, chillando por cualquier motivo y exigiendo del personal el máximo trabajo. Yo vivía aterrorizada de que me gritase y, sobre todo, de que me llamase a su despacho; porque sabía lo que me esperaba.

¡Y ocurrió!

Un día me hizo entrar y cerró como si fuera a dictarme una carta. Entonces, mientras yo iba copiando las primeras frases que se le ocurrían, se acercó por detrás y comenzó a desabrocharme la camisa; mientras, dejaba caer su peso sobre mi espalda y me apretaba terriblemente. Yo supe que debía resistirme, sin acusar ningún tipo de atracción por él; pero, en vez de esto, me callé y le dejé avanzar.

No tardó mucho en besarme la espalda, en arrancarme prácticamente el sostén y en dedicarse a pasar sus manos por todo mi cuerpo. Me levantó y me rodeó con su abrazo. Mis ropas se esparcían por todo el despacho. No obstante, él se había quitado sólo la chaqueta.

Esto no fue obstáculo para que me penetrase repetidamente. Se limitó a abrirse la bragueta. Unas veces lo hizo de pie, conmoviendo todo mi cuerpo con su empuje; y otras me tumbaba sobre la mesa, a la vez que me besaba por todo el cuerpo profusamente.

Yo iba sintiendo el placer poco a poco, dejándome llevar de sus caprichos. Hasta que me encontré en sus manos deseando que siguiera abrazándome y besándome.

En otra ocasión, volvió a llamarme. Como siempre, me indicó que iba a dictarme una carta; pero pronto se desnudó y me ordenó que me acercase. Yo empezaba a tocarle y sentía cómo se revolvía de placer. Ambos estábamos unidos, dando comienzo a un juego en que él me perseguía a lo largo del despacho y yo me escondía donde podía. Hasta que me sacó arrastrándome; y, entonces, me penetró estando tumbada sobre la alfombra o tan sólo en el suelo.

No importaba lo frío del sitio, ni su enorme mole cubierta de pelos, ni que yo me encontrase vestida y, al salir, temiese que me fueran a descubrir los compañeros de la empresa.

Mi jefe me había subido la falda, para meterme su mano que parecía ir a excavar en lo más profundo de mi ser. Fue el momento en que caí en un éxtasis, como si me hundiera dentro de sus brazos poderosos y no pudiera desasirme.

Esta situación se presentó en los lugares más insólitos. A veces, me quedaba dormida en el metro que me llevaba a casa y me despertaba con una escena de aquel jefe brutal y ordinario clavada en mi mente. Otras, la mayoría, venían durante la noche y constituían momentos de placer en la vida solitaria que llevaba.

Cada vez los ataques se intensificaban en la realidad. El jefe se hallada desnudo cuando yo entré en el despacho. Me poseyó encontrándome yo vestida. Incluso sin quitarme casi nada, importándole bien poco mi placer y tan sólo guiándose por un perverso instinto de satisfacerse a sí mismo. Esto era, sin embargo, lo que más me excitaba y me llevaba al máximo placer. Su despreocupación por lo que yo sentía, su interés tan sólo por mi cuerpo, hacía que la conversación sobrara. Y al sentirme utilizada me hacía feliz en aquellos momentos.

A veces sólo era el instante que él, vencida mi pobre resistencia, se enseñoreaba de mi cuerpo y se reía de su conquista despreciándome tan evidentemente que yo saltaba de gozo. Nada de lo que hiciese lograba conmoverle. Seguía imperturbable acariciándome y pellizcándome con sus manazas. Otras veces exigía que me colocase de espaldas, tumbada sobre un sofá con las rodillas en el suelo. Entonces levantaba mis faldas y me penetraba por detrás separando con fuerza mis piernas.

En algunos momentos, no muy raros, no sucedía absolutamente nada. El jefe me tenía en el despacho, sentada, con las piernas muy juntas y se limitaba a pasearse por la estancia mirándome con indiferencia. Yo deseaba que realizase algo, que me acariciara o que me poseyera; pero se limitaba a pasearse por la habitación y, luego, a despedirme con un grito.

Jamás he suplicado a nadie como le suplicaba a él. Pero el monstruo no me hacía caso y me empujaba con el pie para que me fuese. Yo seguía arrastrándome a su lado, diciéndole que no lo haría más, aunque no sabía exactamente lo que había hecho mal.

En algunos de aquellos momentos, cuando me encontraba por el suelo, entraba su mujer hecha una furia. Era la del retrato que ocupaba un lateral de la mesa principal. Una tía muy atractiva, que se dedicaba a pisotearme y, después, me desnudaba desgarrándome la ropa. Mi jefe contemplaba la escena con la misma cara de aburrimiento; pero, en el instante que ella había terminado de maltratarme, se dedicaba a besarla y a mirarme con asco. En vez de irme, me quedaba en el suelo; al mismo tiempo, los dos se acariciaban y decidían qué hacer conmigo.

Cuando se habían cansado de hacerme daño, la mujer se dedicaba a besarme con furia, exigiendo que yo hiciera lo mismo. Todo para satisfacer a su marido, que contemplaba la escena desde el sofá y se iba excitando progresivamente hasta que se desnudaba de la parte inferior y se unía a nosotras. Sólo lo hacía para que yo le mamase y le realizara toda una serie de cosas que sería incapaz de dedicar al hombre que más amara.

Porque soy una masoquista; una mujer a la que le gusta ser humillada y maltratada en la cama. No sé lo que me espera a partir de ahora. ¿Encontraré un novio capaz de satisfacer mi deseos sexuales más pervertidos?

Águeda – Sevilla