Desde fuera el edificio parecía un gigante tuerto que durmiese con un solo ojo abierto. Precisamente la balconada del ala superior se hallaba iluminada, dando idea de que allí había alguien. Sin embargo, no se escuchaba nada que revelase una pista de lo que estábamos haciendo los ocupantes de aquella estancia. Sólo un cuervo lo «sabía». Yo le había visto llegar a la balconada…
Pero aún no ha nacido el ser humano que sepa hablar con un cuervo; ése que permanecía posado en la zona alta de la balconada mirando hacia el interior. Acaso diciéndose que nosotros, los siervos, éramos parecidos a él…
Más allá de la gran cristalera cerrada, nos encontrábamos Asunta, el Ama, y sus dos machos sometidos: Alfonso, el más joven; y yo, Leonardo. Ambos sin ropas.
Ella llevaba una piel de leopardo como vestido, el portaligas, unas medias, zapatos de afilados tacones y una gruesa cadena de eslabones de oro que le caía por el escote y parte de la espalda.
—¡De rodillas sobre la cama, gusanos! —nos ordenó con la voz dominante de la hembra superior que jamás se ha enfrentado a una negativa—. ¡Queríais conocerme a fondo y yo os voy a brindar esa posibilidad… pero a mi cruel manera!
Al disponer de nuestros cuerpos sometidos, se colocó en medio de ambos y cogió nuestras vergas con sus firmes manos. Tiró de las mismas hacia dentro del triángulo, cuyo eje lo formaba ella, y clavó las uñas en el duro glande de Alfonso.
—Te he hecho daño, medicucho, ¡no lo niegues! —susurró el Ama, mirando a los ojos del masoquista y teniéndome, a la vez, a mí más inmóvil que una estatua—. Recuerdo la primera vez que me atendiste en tu clínica. Te agarré por el paquete y te hice mi advertencia : «No ha habido macho en el mundo que a mí me haya causado dolor; ¡pero yo a ti te puedo dejar castrado si lo intentas!». Claro que no me contestaste, con lo que di por sentado que debía maltratarte. Así que estrujé tus genitales como ahora…
Se recreó en el momento, añadiendo un estrujamiento de huevos. Lo acompañó con una patada en los míos que me dejó sin aire en los pulmones y con un dolor que me doblé por la mitad. Mientras, a Alfonso, que llevaba el cabello ensortijado y brillante, se le saltaban las lágrimas. Yo estaba llorando.
—Ya ves que no te has librado de mi tratamiento, «tuercas» —dijo Asunta, al mismo tiempo que tiraba de mi polla—. Ahora mismo podía rompértela; pero ya te he cascado los huevos.
Estiró la carne y la piel, hasta que se empezó a producir mi erección. Instante en el que hincó la larga uña del dedo corazón de su mano izquierda en mi capullo. Brotó sangre; pero mi polla continuó tiesa. Además, el llanto formaba regueros por mis mejillas.
—Me parece que voy a ser generosa con vosotros —musitó el Ama con una media sonrisa—. Permitiré que me tratéis como si yo fuese una chavala normalita. Un «ligue» encontrado en la calle…
Ya nos estaba empujando para que nos echáramos en la cama. Por su parte, ella se colocó encima de Alfonso para formar un simulacro del «69», dado que nosotros sabíamos que en ningún momento podíamos llevar la iniciativa. Esperamos.
—Ya puedes meterme la lengua en la raja, «medicucho». ¡Mucho cuidado con extralimitarte! Si pretendieras excitarme más de la cuenta, ya sabes lo que te haría…
La amenaza quedó en el aire, sin que perjudicase la firmeza de la polla que Asunta tenía a su disposición. La mordisqueó ligeramente y la cubrió con su saliva. A la vez desplazó el trasero de derecha a izquierda, como si quisiera dificultar el cunnilingus que Alfonso le estaba dedicando. Se detuvo, nos miró a sus dos siervos, soltó una carcajada y, luego, me ordenó a mí:
—Cógeme por el cabello, «tuercas», y mantén mi cabeza a la altura que ahora se encuentra! ¡No quiero «humillarme» más ante tu rival. ¡Vamos, vamos, que puedo enojarme!
Caprichos de nuestra Ama, que continuó jugueteando con la polla de Alfonso. No obstante, cuando parecía que iba a entregarse al placer, dejó de mordisquear el capullo y se fijó en el mío, que tenía por encima, se quedó mirándolo y, acto seguido, dijo:
—Se me ha antojado cambiar de posición. El «medicucho» podrá metérmela en la raja; y a ti, «tuercas» voy a lamértela.
¡Adelante, siéntate en la cabecera de la cama!
No tuvo que esperar ni veinte segundos para que la situación se hallara de acuerdo a sus caprichos. Echada alzó la pierna izquierda para dejar que se produjera la penetración desde atrás. La polla de Alfonso llegó a entrar en el chochazo. También hubo una primera fase de felación sobre la mía.
—¡Ja, ja, ja! —reventó la carcajada en los labios femeninos—. Pero, ¿acaso pensáis que he hablado en serio? ¡Sois mis esclavos… De rodillas! ¡Así, ésta es la posición que debéis mantener siempre ante mí! ¡Sometidos!
Volvió a tenernos a su merced.
Entonces se colocó de pie en la cama, golpeó con una rodilla sobre el pecho de Alfonso; y éste supo lo que le correspondía hacer. Metió su boca en las ingles de nuestra Ama y se quedó inmóvil, aguardando. Pronto le llegaron a los labios unas gotitas de orina.
¡Bébetelas, gusano! ¡Vamos, absorbe que lo mismo tienes la suerte de poder recibir alguna más! ¡Ya veo que eres un mamoncete que conoces bien mis deseos!
Mientras hablaba apresó la cabeza del «medicucho» y le apretó contra sus labios vaginales; después, buscó con uno de sus pies los cojones del mismo macho, para pisotearlos con saña. El dolor originó que la boca que iba a efectuar el cunnilingus se abriera, emitiese un grito y, al momento, se quedara sin aire.
—¿Tanto daño te he hecho para que no puedas seguir, gusano? —preguntó el Ama, haciendo gala de la crueldad que en ella era tan habitual—. ¡Quiero que me lamas la raja o te casco de una vez por todas los huevos! ¡Sí, ya ves cómo puedo hacerlo!
Repentinamente, cuando Alfonso se disponía a obedecer, se vio proyectado hacia atrás con una terrible patada. Quedó tumbado boca arriba, viendo cómo el Ama se hacía con la polla, la dejaba en la palma de su mano y musitaba:
—Después de todo sigue floja…
Su voz había encerrado un reproche, que se transformó en un sádico arrebato: bajó la cabeza lentamente, recreándose al apreciar los temblores de mis piernas y lo tenso que se hallaba mi vientre por el pánico. Esto le llevó a sobrepasar el minuto de angustiosa espera.
Momento en el que clavó sus dientes en la zona media de mi polla. El mordisco provocó que yo me doblase hacia delante y soltara un largo gemido; al mismo tiempo, aparecían unas gotitas de sangre en la zona baja de mi glande.
—Prepárate, «medicucho» —avisó sin darse la vuelta—. Quiero que me introduzcas tu repulsiva herramienta en la raja. ¡Ya! ¡La deseo ahora mismo, sin ninguna demora, miserable gusano!
Alfonso se esforzó por conseguirlo de inmediato… Sin embargo, lo suyo nada más que resultó una fallida intentona, por culpa de que el Ama le había caído sobre el vientre. La verga se vio arrastrada dolorosamente. En seguida retumbaron las carcajadas de la sádica por toda la estancia. Ecos de crueldad.
Una demostración de las perversiones humanas, que acaso mantuviera enganchado todavía al cuervo a la zona alta de la balconada, con los ojos fijos en el interior. Además, el calor de la noche parecía incorporarse a la escena que nosotros protagonizábamos para concederle un mayor realismo.
—Estoy ardiendo, «chiquillos malos» —reconoció ella, en una única prueba de su excitación. Ya sabéis la obligación que tenéis de satisfacer a vuestra «Profesora».
Al momento se colocó de rodillas sobre el lecho, en el mismo centro; y nosotros acudimos a abrazarla. Alfonso la besó en las orejas, en el cuello y en cada una de las tetas, empleando los labios con unos rápidos contactos, presionantes pero nada húmedos. Al mismo tiempo, yo la acariciaba sus hermosas nalgas.
Sucesivamente ella fue cogiendo nuestras cuatro manos, para irlas llevando a las zonas donde más las necesitaba. Y por fin decidió echarse con las piernas estiradas y el cuerpo relajado. Pero nos vigilaba.
Momento en el que nuestros besos y nuestras caricias se hicieron más íntimos, siempre con la aprobación de su mirada. El «medicucho» le buscó el clítoris desde un plano vertical apoyando su tórax en el muslo derecho femenino.
A mí me tocó seguir posando mis labios en la frente, en los ojos que se habían cerrado y en los pezones; mientras, mi verga era un juguete entre los dedos de nuestra Ama.
—Vais a penetrarme a la vez… Os lo habéis ganado —nos ofreció ésta, «blandita».
Sus siervos nos alzamos hasta colocarla con la espalda y toda la cabeza apoyadas en un gran almohadón dorado. Aguardamos a que ella se pusiera de lado y, por vez primera, no tuvimos que recibir sus órdenes. Sabíamos lo que estaba obligado.
Alfonso ocupó la raja con su verga, en una eficaz penetración, que buscó las proximidades de los ovarios; a la vez, yo me ocupaba de la galería anal para estimular los esfínteres. Y ya seguimos hasta que llegaron los orgasmos de Asunta… ¿Había pasado ésta, una sádica, a ser una mujer normal?
Las explosiones que se produjeron en su raja actuaron como detonantes, que pusieron en funcionamiento los mecanismos de nuestras eyaculaciones. Pero las soltamos en silencio. Agarrados a Ella. Más tarde…
Nos encontramos a merced de una Hembra que nos pisoteaba los estómagos, nos propinaba patadas y nos escupía.
Una secuencia de sadomasoquismo carnal, que acaso el cuervo no considerase importante, ya que le vi remontar el vuelo alejándose de la balconada. Quizá sin entender por qué los seres humanos nos complicamos tanto la vida para ser «felices»…
Angel – Burgos