Soy duro con las tías

No se puede decir que haya durado mucho en ningún trabajo. Camarero, ayudante de relojería, pinchadiscos, y ahora me encuentro vendiendo en un puesto callejero de artesanía. Aparte de las carreras y el viento que sopla algunos días, me lo paso estupendamente regateando con los clientes, enrollándome con esos amiguetes que nunca compran nada pero que traen las noticias más diversas.

Algún día cae hasta un ligue con una compradora más aficionada a otro tipo de mercancía que la que yo expongo. Pero, en realidad, no me preocupo mucho de conquistar a las mozas que pasan porque eso perjudica el negocio y mi socio se queja.

Este representa la parte industrial: trabaja constantemente dándome el material para que yo lo venda al mejor postor, aunque también suministra a otros puestos, como al de su compañera a la que yo nunca veía porque, al tener el mismo material que yo, se situaba al otro extremo de la ciudad.

Amalia es una mujer adusta, morena y de ojos interesantes, que parece catalogarte al instante. Desde entonces estás perdido. Cuando te coloca una etiqueta no te salvas. Yo me gané la de vago; y era un haragán hiciese lo que hiciese.

En el verano nos vamos a la costa, mitad por tomarnos unas vacaciones, mitad por vender nuestra mercancías al turismo que siempre es más generoso que los habituales de las temporadas frías. Allí, en una esquina del mercado local, situaba yo el puesto.

El pueblo estaba ubicado en la montaña; y aunque los veraneantes no vivían allí, venían a comprar y siempre les sobraban algunos billetes para llevarse las chucherías que les ofrecía. Ya tarde, por la mañana, tuve una compradora diferente: rubia, llamativa, seguramente teñida, merodeaba con evidente aspecto de somnolencia el puesto en el que yo recogía ya las cosas.

—¡Qué prisas! Vas a perder un cliente.

Aguardé y tuve una buena recompensa. Se levó muchas tonterías y se enrolló a charlar sobre el aburrimiento que llevaba encima, por lo que me sentí obligado a invitarla a compartir el almuerzo conmigo.

—Mejor vente a mi casa. Siempre hay algo en el frigorífico.

Abandonamos la plaza de los arcos y en una callejuela siguiente nos encontramos con su casa. Evidentemente era un apartamento de muy alto copete; pero dispuesto de forma divertida.

Se movía bien aquella calentorra, desnudándome, sobándome la polla, hasta que adquirió las dimensiones suficientes para que le apeteciera metérsela en la boca y llevar mis manos hasta sus tetas, que apreté a conciencia. Yo le dejaba hacer y sus peticiones eran cada vez más vehementes.

—Ya sé que da un poco de corte hacerlo con una prostituta; ¡pero estoy loca porque me comas el chocho hasta que no resista más!

Yo, que no he tenido ningún problema con los restaurantes baratos, no encontré problemas en meter mi cabeza entre la maraña negra. Si me queréis creer, aquel día no hicimos nada más, porque duró tanto la batalla que superar la muralla, hasta que se desbordó ampliamente sobre mi cara, que opté por masturbarme con las sábanas para terminar al mismo tiempo.

Pero como debía volver todas las mañanas por el pueblo, tuvimos tiempo de descubrir caminos eróticos más originales. No sé en qué momento comenzó a darme dinero ni cuando la zurré por primera vez.

Como prostituta era muy tradicional a la hora de la cama: irse caliente y un mete saca largo hasta que se entregaba totalmente. Poco, poco a poco, Cecilia se comportaba como mujer más qué como puta. Esto le daba confianza y me hacía menos complicada la tarea.

Me dejaba desnudarla, irla sobando poco a poco, terminar con todo nuestro cuerpo lleno de sudor luchando el uno contra el otro. Me gustaba morderle sus labios carnosos durante largo rato, sabiendo que no se lo permitía a los clientes, dejar la lengua dentro de la cavidad dulce y caliente, bailando contra su lengua, subiendo y bajando entre sus dientes. A veces dormíamos la siesta juntos; y entre sueños comenzábamos realmente a desearnos. Resultaba todo un aprendizaje para ella y una nueva experiencia para mi.

He de aclarar que lo del dinero me traía sin cuidado; pero sabía que Cecilia lo consideraba parte de su juego erótico. Desde luego, esta nueva fuente de ingresos mosqueó a Amalia y a mi socio, teniendo que explicárselo, no fueran a pensar que estaba en la venta de las chucherías. Amalia se ofendió muchísimo ante lo que consideraba una guarrada con una pobre mujer.

Yo no creo que la explotara, pues casi todo el dinero me lo gastaba con ella, aunque le gustaba que yo sacara el dinero para pagar. Pero Amalia no estaba dispuesta a ceder. Un día que mi socio estaba en el taller, me abroncó de manera considerable. Yo le contesté con ironía. Estaba enfurecida, roja de cólera, chillando y colocando sus manos peligrosamente cerca. Cuando se decidió a cruzarme el rostro con una bofetada, ya estaba preparado para replicarle adecuadamente como nunca había hecho con Cecilia. Saltó sangre de la nariz y comenzó a llorar.

Yo temía que regresara mi socio y le eché el brazo por encima pidiéndole excusas. Se volvió con una mirada extraña. Durante unos segundos hubo un silencio significativo. Repentinamente, comenzó a besarme introduciendo su lengua hasta dentro, desesperada y gozosamente. Ninguna mujer me produjo un efecto tan electrizante como ella.

Un segundo después la tenía dura y dispuesta, frotándola contra sus rodillas, sus muslos entreabriendo la falda y llegando hasta el fondo sobre el sofá en que nos encontrábamos. Se me entregó abriéndose dulcemente, cubierta de lágrimas, sangrando todavía un poco por la nariz, y yo viendo esas cosas. Golpeé la polla como nunca lo había hecho, porque disponía de una cueva estrecha, caliente.

Sus espasmos me comprimían la polla, impidiendo su libertad. Sus hipos llorosos hacían que la penetración resultara larga, eterna. Ella llegó a impedirme llegar al placer que, sin embargo, embargaba todo su cuerpo. Forcé la resistencia separando enérgicamente sus muslos. Metí un dedo en su ano, que se hallaba también comprimido y expectante.

Yo no me callo nunca nada y, como no podía contárselo a mi socio, le di la tarde a Cecilia. Tenía toda la razón para encontrarse furiosa porque le había salido caro el capricho como para que me desgastara con otras mujeres. Cuando empezó a abofetearme pensé que aquel era mi día y la dejé hacer. Se cansó pronto de arañarme, golpearme y me tumbó colocándose sobre mi.

—¡Esto es mío, ¿me entiendes?, por eso pago! —dijo sacándomela y frotándosela dentro de la falda. Pronto sentí un calor intenso en el glande y un escalofrío que me recorría todo el cuerpo. Me bajé un poco los pantalones porque me causaba daño la cremallera de los vaqueros y cerré los ojos permitiendo que siguiera.

Otra vez sentía, en el mismo día, esa presión que los gimoteos imprimen al chumino, pero en aquel momento me encontraba como atrapado en un anillo de fuego que me recorría desde el glande hasta los testículos. Estos pronto quedaron dentro de esa esfera ardiente. Cecilia se movía circularmente abarcando cada vez más. Dejó que la polla quedase bloqueada hasta casi producirme dolor.

Pero, en vez de eso, llegamos a unirnos como nunca. Sentí que todo mi cuerpo se derramaba dentro dé aquel pozo de lava que llenaba mis muslos y mi pubis con su contenido.

Ya digo que no sé guardar secretos y a veces mis indiscreciones tienen un buen resultado. Mi socio admitió fácilmente la situación, porque es un tío estupendo. Cuando nos fuimos a la capital nos trasladamos los cuatro. Cecilia y él se entienden muy bien; y le ha encontrado trabajo en una barra americana. Por su parte, Amalia ha superado sus celos siendo ahora íntima de Cecilia.

Guillermo – Sevilla