Soy un pajero

En primer lugar he de decir que soy bastante pajero. Me gusta mucho masturbarme y suelo hacerlo bastante a menudo. Lo que me gusta es quedarme solo en casa, para darme una ducha y, después, continuando desnudo y mojado me tumbo en la cama. Así practico mi deporte favorito: darle a la manivela.

Me la meneo hasta que me voy a correr. Entonces me detengo, descanso un rato y, al bajarme la erección, prosigo. Este proceso lo repito algunas veces, hasta que no puedo aguantar más y me corro gozosamente. Entonces me lleno la barriga y el pecho de leche.

Os he descrito lo anterior porque tiene relación con mi experiencia. Ocurrió el pasado verano. Yo tengo 18 años. Uno de mis mejores amigos me invitó a su chalet a pasar unos días. No era la primera vez. Sus padres estaban divorciados y él vivía con su madre.

Estuvimos toda la mañana bañándonos y, después de comer, él se tuvo que ir a dar una clase. Yo quise acompañarle; pero me convencieron para que me quedara allí descansando.

Amalia, la madre, y yo estábamos tomando el sol cuando empecé a fijarme en su cuerpo. Tenía unos 48 años y era más bien gruesa, con unos grandes muslazos. Sin embargo, lo que destacaba mayormente eras sus enormes tetas. Por cierto que la parte alta de las mismas se hallaban al descubierto por haberse bajado el escote queriendo ponerse morena.

También resultaba muy peluda: abundante vello en los brazos y en los sobacos. Algo que a mí siempre me excitaba muchísimo, ya que imaginaba cómo debía estar de cubierto el coño. Amalia lo confirmaba al dejar que unos pelillos se salieran por la zona baja del bañador. Todo esto, unido al calor del sol, incendió mi entrepierna.

Me excité y acusé una bestial erección. De pronto, ella me preguntó si quería tomar un refresco. Noté cómo miraba furtivamente mi paquete un par de ocasiones. La cosa no llegó a más.

Me di el último baño y entré en la casa para cambiarme. Aún me notaba muy cachondo. Al verme desnudo, con los cojones duros a pesar de estar arrugados por el agua, no pude aguantarme y caí en la cama. Me hice un pajote pensando en el polvo que le hubiese echado a Amalia.

Repentinamente ella entró en el cuarto llevando mi camiseta. Me pilló sin ropas y con todo el asunto en la mano. Ninguno de los dos pudimos decir palabra. Yo me sentí muy avergonzado.

Me fui de allí casi sin despedirme. Con la cabeza «gacha».

Al día siguiente mi amigo me telefoneó para invitarme a la misma casa. Como me mostré reticente, insistió en que deseaba despedirse de mí porque se iba de campamento. Ni siquiera esto me convenció.

A los cinco días, Amalia me llamó para ver si podía ayudarle con unos bultos ya que su hijo no estaba. Acepté sin dudarlo. Trabajamos duro. Nada más terminar me pidió que comiese con ella. Insistió tanto que me vi obligado a decirle que sí.

Sacó una botella de vino y me dijo que debíamos terminarla. Así lo hicimos. Después de comer, se sentó junto a mí y comentó que me veía raro y añadió:

—No debes preocuparte por lo del otro día.

Se quedó mirándome fijamente. Pronto empezó a besarme, a lo que yo correspondí. Fue bajando su mano hasta mi paquete, que se entregó a sobarlo. Le ayudé quitándome el bañador. Me dedicó una paja increíble, que concluyó cuando le llené la mano de leche.

Mucho antes le había desabrochado la camisa, para sobarle las enormes tetas. Le puse como botones de sotana.

Acto seguido, ella me pidió que entrásemos en la casa. Nos desnudamos en un momento y se metió mi polla en la boca. Esto me proporcionó un placer impresionante. Yo empecé a acariciarle el conejo. Logré traérmelo a la boca. Montamos un «69» excepcional.

Para entonces había recuperado la erección. Aquella mujer se movía sin parar. Sentía unas increíbles ganas de polla, y daba muestras de no haber follado desde hacía mucho tiempo.

Se tumbó abriendo al máximo las piernas y exclamó:

—¡Por favor, métemela ya… No puedo más!

Le había estado chupando el coño y ella mamando mi polla. Estaba completamente encharcada. Me deleité con esto, ya que se la hundí de un golpe. Comencé una follada impresionante. Amalia no paraba de agitarse. Cuando terminamos, aún tuve que echarle otro polvo.

Ella se colocó a cuatro patas y se la hundí por atrás; a la vez, le sobaba las tetazas que no paraban de oscilar. Era insaciable y gemía con fuerza. Por momentos se interrumpía para darme voces de ánimo, queriendo que la follase muy deprisa. Colaboraba al completo.

Estuvimos jodiendo todos los días siguientes. Después, me fue llamando cuando quería que le echase un casquete.

José – Granada