Un singular exhibicionismo

Desde que me sucedió aquello empecé a creer en mi «suerte». No voy a contaros que antes fuese un desgraciado, lo que me pasaba es que la vida era más bien tacaña conmigo. Me refiero al área de las emociones.

Soy joyero porque así lo quiso mi padre, del que aprendí la profesión. He de reconocer que me gusta lo que hago y estoy muy bien considerado donde trabajo. En lo que se refiere al Sexo, me sucedería lo que a la mayoría de no haberme ocurrido «eso».

Me casé de rebote; no obstante, cuando vino la niña me enamoré de mi esposa.

Precisamente fue ella la que me aficionó a leer «relatos eróticos». Contando con las historias de vuestra web hemos ido mejorando en la cama y en la manera de entender la sexualidad de los demás. Cierto que lo que me dispongo a confiaros rompió mis moldes y, a la vez, supuso el golpe de «suerte» que necesitaba. La cosa dio comienzo así…

Cuando compré la Polaroid no tenía mucha fe en las posibilidades de una cámara instantánea. No entendía los folletos de las otras, me hacía un lío con las distancias, las luces, los objetivos y todas las demás normas. Lo mío era fijar el objetivo, pulsar un botón y confiar en que la foto iba a salir lo menos horrible posible.

Acaso porque tenía ese clásico cuñado, que abunda en todas las familias, que sabía más que nadie en cuestión de cámaras fotográficas, me dio corte hablar de lo que acababa de adquirir. Me limité a que lo supiera mi mujer, a la que tomé unas instantáneas. También saqué otras a nuestra hija.

El ruidito que se produce en la espera y, luego, la aparición por la zona baja de la fotografía, que iba adquiriendo tono a medida que se tenía en la mano me pareció un mágico proceso. Y como no dejaba de ser un poco ingenuo se lo conté a Charito, la camarera que me atendía todos los días a la hora de la comida.

Nos habíamos hecho amigos desde que una noche yo la vi dentro de un coche llorando porque acababa de ser abandonada por su novio. Pero nos contábamos las cosas íntimas sin más, tal vez por esa necesidad que tenemos los seres humanos de disponer de «hermanos» o «hermanas»…

—Me vas a sacar una foto luego, majo —me dijo la camarera muy animada—. ¿Te importaría venir por la tarde cuando dejas la joyería? Yo estaría arreglada y saldría mejor.

No era cuestión de preguntarle a ella la razón por la que daba tanto valor a una instantánea que tenía muy poco de artística; por eso me quedé con la duda en la mente. Horas después, cuando entré en el restaurante por la puerta de los empleados, fui a encontrarme con que Charito estaba sola.

Una circunstancia que no debía considerar anormal; pero sí me lo pareció que ella sólo llevara puesta una bata veraniega y unas zapatillas de playa… ¿Acaso se había quitado toda la ropa interior?

—Prepara la cámara, majo —ordenó la camarera, algo impaciente—. ¡Y no te extrañes de lo que veas!

Antes de que yo cogiera la Polaroid con las dos manos, Charito se quitó la bata y dio dos patadas a las zapatillas para quedarse descalza… ¡Con lo que se exhibió ante mí tan tentadora como Eva al ofrecer a Adán la manzana del paraíso!

—¡Aprieta el botón, tonto, aprieta el botón! ¿Es que nunca has visto a una mujer desnuda? ¡Vamos, dispara el «pajarito»… Dispara, «so alelao»… No te quedes como un pasmarote!

De verdad, nunca podré saber si accioné el disparador de la cámara con los dedos o con el capullo. El hecho es que la foto salió; y ella se arrodilló a extraerla lo antes posible. Seguidamente, se la pasó por el chochazo y, al final, me la entregó. Yo estaba muy confundido. Encima la oí exclamar algo parecido a esto:

—¡Cómo me gusta verme así… Desnuda, al natural y tomada en una foto instantánea, sin el artificio de las luces de un laboratorio y con una pose de modelo profesional!

Seguidamente, le saqué muchas más instantáneas: tumbada en el suelo, masturbándose, acariciándose las tetas, enseñándome el chochazo en primer término, etc.

Creo que lo pude aguantar por el respeto que tenía a las inclinaciones sexuales de los demás. Lo de Charito, la camarera, formaba parte de un impulso exhibicionista muy singular. Pero, a pesar de que mi cabeza se empeñaba en mantenerse fría, no sucedió lo mismo con mi polla. Esta se puso a funcionar «por libre».

Es posible que se escapara de la cremallera del pantalón con alguna ayuda consciente mía. El hecho es que las últimas instantáneas las saqué con la polla fuera.

Charito tardó bastante en darse cuenta, debido a que las estaba gozando más que una mona con un saco de cacahuetes. En el momento que le había tomado una foto agachada, mostrándome todo el desnudo pandero y con su mano derecha tirándose de la pelambrera del chochazo, cayó en la cuenta.

—¡Vaya «cantimpalo» que te ha crecido ahí, Ernesto! —bromeó—. ¡Gajes del oficio!

Entonces se acercó donde yo estaba. Aguardó a que apareciese la instantánea; luego, la recogió, la echó un vistazo y la pasó por encima de mi capullo. Sentí como una especie de escalofrío.

Emoción que fue en aumento cuando ella me la chupó. Quise retirarla pensando que era un hombre casado; pero, ¿es que había aceptado todo su juego exhibicionista como una simple colaboración de la que no pensaba obtener algún beneficio?

—Ernesto, que tú me gustas más que las tartas que prepara mamá. De haber sabido que te gastabas este «cantimpalo», ¡ten la seguridad de que hace mucho tiempo que tú y yo estaríamos liados! ¡Ha sido la Polaroid!

Me dejé llevar por aquel torbellino de mujer. Jamás la había tenido por una puta, ¡y no lo era! Pero a mí me dedicó una mamada que me dejó viendo alucinaciones.

Y cuando ella quedó cansada de tanto darle a la boca, me dejó que la follase en la pared: los dos de pie, como si fuéramos amantes furtivos y en el mundo no hubiesen camas.

—¡Charito, Charito, que yo no sabía que eras tan cachondona! —exclamé, deshechito—. Si lo quieres puedo fotografiarte toda la vida… ¡Qué polvazo!

Lo más positivo fue que ella, la camarera exhibicionista, aceptó el trato, para convertirse en el objetivo de mi Polaroid. Y el día que yo le pregunté si compraba una videocámara, ella me respondió.

—No, me recogerías en imágenes continuas, que necesitan aparatos electrónicos para ser reproducidas. Mientras que estas instantáneas las guardo en un cajón y siempre se hallan accesibles para quienes me importan, como tú… ¡Y tu mujercita!

—¿¡Mi mujer!? —grité anonadado— ¿Por qué ella?

—Verás, le he mandado una de las fotos que nos hicimos el otro día. ¿Te acuerdas cuando me dejaste sacar una instantánea de tu polla antes de que me follases? Se la he mandado a Carmen, tu mujer. ¡Seguro que la reconoce!

Yo creí que el cielo había caído sobre mi cabeza. Se me acabaron las ganas de follar y me marché de allí. No sé por dónde estuve; pero no falté al trabajo a pesar de que ni aparecí en casa.

Sin embargo, en la puerta de la joyería, me encontré con Carmen y Charito. Las dos me besaron sin dejar de reír y, a empujones, me llevaron al restaurante. En los aseos de este local me pude afeitar, lavar un poco y cambiarme de camisa y de ropa interior. Todo lo necesario ellas me lo habían traído.

—Eres un berzota, Ernesto —me dijo mi mujer— Debiste imaginar que a mí no me iba a importar lo tuyo con Charito. Si desde que tú empezaste a hablar de ella, hace más de un año, he querido conocerla.

Hoy día los tres vivimos materialmente juntos. Tengo dos mujeres para mí sólo, a las que hago fotos instantáneas que van a parar a nuestra colección particular. Una situación que ha cambiado mi vida, porque me ha traído la «suerte».

La seguridad que me proporciona contar con la ayuda, no sólo en la cama, de estas dos formidables mujeres, me ha permitido tomar decisiones. He pasado a ser encargado de la joyería.

Ernesto – Valencia