Una chica seductora
Relato enviado por Aries – Barcelona
«No todo lo que reluce es oro» y lo sé por experiencia. Yo soy uno de esos seres de relumbrón, de quien la gente puede pensar que soy una auténtica triunfadora, guapa y simpática, que todo lo consigue en la vida y vive a su aire haciendo lo que se le viene en gana a cada momento.
Yo también lo pensé en un tiempo, pero ahora he cambiado totalmente la opinión que tenía sobre mí misma y he caído en la cuenta que mi vida más bien es para inspirar lástima. Al menos yo lo siento así.
He pasado muchos años de mi vida rompiendo hogares, destrozando parejas, separando amigos, para ser yo el centro, para poder reinar a mi gusto.
Desde pequeña fui así. No soportaba ver que mis padres se hicieran una caricia porque, de inmediato, corría a ponerme entre ellos dos y me agarraba a las piernas de mi padre. Por la noche, cuando estaban acostados, yo fingía malestares para que me llevasen a su cama y dormir en el medio de los dos. A pesar de que era mi madre quien se encargaba de mi cuidado, yo prefería a mi padre. Con ella era muy mala pero, con mi padre, era la niña más obediente y encantadora del mundo. Era su preferida, y yo me sentía feliz al comprobar que el trato que tenía con mis otras hermanas era completamente distinto y que casi no las tomaba en cuenta.
Yo me valía de cien mil astucias distintas para acentuar la conducta de mi padre y, por lo tanto, resaltar yo: le iba a contar cosas que habían hecho mis hermanas, le compraba regalos con el dinero que me daban para la semana y, como ya dije, fingía cantidad de enfermedades.
En el colegio me pasaba lo mismo. Era amiga solamente de los chicos y mi relación con las niñas duraba muy poco. Yo inmediatamente buscaba sacar a relucir sus defectos y las ponía en ridículo ante los chicos, para que riesen de ellas y continuasen admirándome a mí.
Me gustaban todos y ninguno, porque, cuando me daba cuenta de que habían mordido el anzuelo, de inmediato empezaba a tratarlos mal y a burlarme de ellos para hacerlos sufrir.
Aunque mis primeros devaneos sexuales se remontan a cuando tenía quince años, mi primera relación sexual la tuve completa a los dieciséis. Con un hombre casado, por supuesto.
Era un hombre joven, amigo de la familia, que solía venir con frecuencia a casa cuando yo era pequeña. Después, cuando se casó, cambió de casa y únicamente lo veíamos una o dos veces al año.
Tenía un pequeño bar de su propiedad, que atendía él solo, aunque, a veces, su mujer iba a echarle una mano. Yo solía pasar a verlo siempre que tenía tiempo y lo ayudaba. Un día en que estábamos limpiando un poco después de cerrar yo le pedí que me diera las llaves del cuarto trastero porque necesitaba algunas cosas. Cuando me las extendió, yo le cogí las manos y lo miré profundamente a los ojos.
«Qué pasa» me preguntó. Y yo, como única respuesta le rodeé el cuello con mis brazos y le besé en la boca. El no me rechazó sino todo lo contrario. Me cogió por la cintura, me estrechó contra su cuerpo y me besó con furia desatada.
Empezamos a recorrer nuestros cuerpos con las manos mientras continuábamos besándonos. El apretó mis nalgas con las manos y me apretó más aún contra su cuerpo para que yo pudiese sentir cuánto me estaba deseando en ese momento. Lo que sentí me pareció muy tentador y quise tenerlo entre mis manos.
Le bajé la cremallera del pantalón y metí la mano por la abertura para que a él no le quedasen dudas de que había captado muy bien el mensaje. Comencé a acariciárselo sin prisas. Poco a poco fui descendiendo con mi cuerpo hasta quedar de rodillas ante él y demostrarle que era muy decidida y despierta a pesar de mi juventud.
No pude exhibirle todas mis habilidades porque él, en un momento, me cogió por los brazos y, casi arrastrándome, me llevó al cuarto trastero. El sitio no era muy cómodo, pero algo lo mejoró extendiendo unas toallas viejas en el suelo. Me tumbó de espaldas y empezó a quitarme la ropa. Después se quitó la suya y subió encima de mí dispuesto a todo.
Sin embargo, a pesar de su enorme excitación, se comportó con mucha dulzura y no me hizo ningún daño. También fue muy sensato y tomó ciertas medidas para que nuestro acto no tuviese consecuencias lamentables para mí (y para él también, desde luego). Claro está que esas medidas no son muy gratas, cuando uno quiere llegar al fin del asunto gozando a tope, pero no hubo más remedio.
Sabíamos que la próxima vez íbamos a ir prevenidos para poder hacerlo sin ningún freno. Nuestra relación duró dos meses aproximadamente. A medida que los días iban pasando su interés por mí aumentaba, mientras el mío decrecía. A él no le bastaba con aquellos momentos que pasábamos en el bar, sino que pretendía que nos viésemos el día en el que él libraba. A veces, incluso, llegó a pedirle en varias ocasiones a su mujer que le atendiese el bar por algunas horas con la excusa de que tenía que hacer algunos trámites, para poder pasar más tiempo conmigo.
A mí no me interesaba en absoluto que la gente me descubriese con él, primero porque no quería tener problemas en casa y segundo porque no estaba dispuesta a que me arruinase la posibilidad de ligar con otros chicos. Ya no lo podía aguantar más; me resultaba baboso, empalagoso y estúpido.
Tuve mi mejor ocasión para deshacerme de él cuando una tarde me dijo que pensaba dejar a su mujer y continuar la relación conmigo. «No — le dije —, tú tienes una hija pequeña y debes pensar en ella… será mejor que no continuemos con esta locura para que no sufran seres inocentes… no soy una destroza hogares».
El trató de convencerme de todas las maneras, pero yo —haciendo aflorar unas lágrimas hipócritas en mis ojos— le dije que lo nuestro era imposible, que yo lo sentía más que él pero que estaba decidida a hacer su felicidad y a sacrificarme.
No lo aceptó del todo y empezó a hacerme persecuciones. Un día me esperó cerca de mi casa para pedirme explicaciones. Me había visto con otro hombre y quería saber quién era y qué hacía yo con él. Yo le dije que no tenía que rendirle cuentas a nadie de mis pasos y me di media vuelta para marcharme. El entonces me agarró de un brazo con fuerza e insistió en que yo le tenía que decir toda la verdad.
Yo me solté y salí corriendo para mi casa. Casualmente mi madre estaba mirando por la ventana y, nada más llegar, me preguntó qué pasaba. Yo tramé una historia de inmediato, y le dije que no había dicho nada en casa para no crear problemas pero que, en realidad, desde hacía algún tiempo él me venía persiguiendo y haciéndome propuestas deshonestas.
Mi madre estaba furiosa contra aquel hombre que creía un amigo de la casa, leal y decente. Se armó un follón fenomenal, pero no salió de aquellas cuatro paredes, porque pensaron que lo mejor era no hacer escándalo y pedirle cuentas considerando que su mujer —pobrecita— no tenía la culpa de nada y era mejor que no llegase a ella ni siquiera el mínimo rumor que la pusiese en la pista de las andanzas de su marido.
Sentí un gran alivio ante la decisión de mi familia. Era una buena manera de quitarme de encima a aquel tonto de una vez por todas. «Si él insiste —pensé—, le diré que mis padres le vieron, que yo les dije una mentira para no crear problemas, pero que iba a ser mejor que no volviera a presentarse más.
Así lo hice y me lo quité definitivamente de encima. No volví a verlo y quedé absolutamente libre para continuar mis amoríos por aquí y por allá.
La siguiente «buena acción» la cometí quitándole el novio a una amiga que le faltaban unos pocos meses para casarse. Estaban poniendo el piso y yo me ofrecí a ayudarles. Íbamos casi todos los días a trabajar un rato. Yo aproveché desde el principio la situación para ganar terreno en la conquista. Con la excusa de que era necesario trabajar con ropa cómoda, yo me ponía unos pantaloncitos muy ajustados que me dejaban el borde de las nalgas de fuera y una camisa de tela ligera que dejaba a las claras que no tenía puesto el sujetador.
No satisfecha con eso buscaba pasar rozándole, haciéndole sentir mis pechos en la espalda, por ejemplo. A él no le pasó inadvertido, aunque se mantuvo en principio sin dar respuesta a mis insinuaciones. Después empezó a meterme mano. Empezamos a meternos mano como locos sin decirnos ni palabra, aprovechando cualquier descuido de mi amiga.
Era muy extraño y excitante. Después de toquetearnos todo lo que podíamos y, cuando terminábamos de trabajar, montábamos los tres en el coche, me dejaban en mi casa y ellos se marchaban juntos.
Un día de mucho calor mi amiga se fue a duchar y nosotros nos quedamos solos. Empezamos a fregotearnos y a besarnos como desesperados; nuestras manos iban y volvían recorriendo cada pliegue de nuestros cuerpos. Estábamos atentos a los sonidos que venían del baño para estar preparados y separarnos cuando ella regresase.
Pero aún no sé cómo ocurrió. Ella apareció en el salón sin que nosotros nos enterásemos de nada. Se armó un escándalo que casi mejor no recordarlo. Mi amiga se quedó tiesa y muda por unos segundos. Después se precipitó hacia nosotros y, en una crisis de nervios, empezó a golpearnos y a llorar desesperadamente.
Nosotros lo que hacíamos era evitar los golpes y tratar de agarrarle los brazos. Pero era tanta la fuerza que tenía en ese momento, que nos fue imposible contenerla. Después se tiró al suelo llorando, pateando y dando puñetazos en el suelo.
El quiso calmarla y se acercó a hablarle, pero ella le pateó las piernas y le llamó «cerdo». Después se puso de pie y salió del piso a toda velocidad y llorando como loca. Nosotros nos quedamos allí tiesos y sin saber qué hacer.
Mi amiga no quiso saber más nada de él y, por supuesto, nada de mí, pasé a ser su más firme enemiga. El no pareció demasiado afectado por la ruptura y no tuvo ningún problema en continuar saliendo conmigo. Cada día se mostraba más afectuoso, más contento de estar junto a mí y buscaba satisfacerme hasta en los más mínimos caprichos.
No tardé en aburrirme profundamente de él. A esa altura yo ya me había liado con otro casado y no estaba dispuesta a fastidiarme más con aquel chico que me decía «sí» a todo, que andaba siempre tras mis talones y que lo único que le faltaba era besarme los pies.
Pero jamás les dije la verdad a ninguno de mis amantes. No les decía que eran imbéciles y que les detestaba, sino que me inventaba historias de todos los colores para salir del paso. Yo me creía una especie de heroína de película y cuando me deshacía de aquellos hombres me ponía muy dramática, lloraba como si estuviese destrozada por el dolor, aunque por dentro me reía de ellos a carcajadas.
Pasé momentos de auténtico peligro debido a mi conducta. Una vez uno de mis amantes me descubrió con otro y casi me mata. Me vio y se lo guardó hasta el otro día en que me fue a buscar a la salida de mi trabajo en su coche. Cogió por un camino solitario, paró el coche y, cogiéndome del cuello me dijo: «Ahora me vas a explicar qué estabas haciendo anoche con un tío así y así…».
Mientras trataba de zafarme empecé a contarles mentiras. Pero no se las creyó, y a cada cosa que yo decía, el me gritaba que era una mentirosa. La cosa pudo ir a peor pero después de gritarme y de abrir la puerta del coche para que me bajara, se marchó dejándome sola en aquel sitio y me las vi muy mal para regresar a mi casa.
Con mi jefe, el director de una empresa de mucha fama, también tuve un lío bastante gordo. Al poco tiempo de empezar a trabajar allí, me tomó como secretaria privada. Se trataba de trabajar muy poco y de encerrarnos en su despacho todo el tiempo posible y de hacer todo lo imaginable y mucho más.
El despacho tenía dos puertas que siempre cerrábamos antes de disponernos a hacer nuestras cosas. Pero un día nos olvidamos de cerrar una y por ella entró su hijo una tarde y nos pilló a los dos: a su padre espatarrado en su sillón y a mí de rodillas con la cabeza entre sus piernas.
Fue un escándalo tan grande que en un momento yo pensé que aquel muchacho enfurecido nos iba a tirar a los dos por la ventana, y que nuestros cuerpos iban a quedar como flanes, reventados por la caída desde aquella altura. Pero a mí me hizo salir del despacho y se quedó discutiendo a solas con su padre.
Mi jefe le prometió que me despediría y así se arregló el asunto. Pero no me despidió, sino que me nombró encargada de un departamento muy importante y continuamos viéndonos.
Llegó un momento, también, en que no lo aguanté más, y me inventé otra historia llorosa y lo planté, aunque él quedó convencido de que yo había quedado con el corazón destrozado. Varios años después empecé a recapacitar sobre mi conducta. Continuaba actuando como siempre: me liaba con hombres casados o con algún compromiso y, en cuanto los sentía entregados a mí, perdía por completo el interés.
Traté de resolver el asunto yo misma, pero después busqué el consejo de algunos psiquiatras y psicólogos para saber qué me pasaba.
Pero los resultados fueron negativos, porque dejé de ir en cuanto comprobé que su interés por mí era tan sólo el de especialista y paciente, y que no estaban dispuestos a caer en mis redes a pesar de todas mis insinuaciones. Creo que hubieran podido ayudarme si mi conducta hubiese sido la correcta. Quizá ahora yo no estaría escribiendo este relato si los hubiese dejado actuar a ellos como era debido.
Es por eso que al principio dije que «no todo lo que reluce es oro». Hay gente que cree que soy una mujer de éxito porque soy guapa, tengo un excelente trabajo y hago con los hombres lo que se me antoja.
Piensan que soy fenomenal porque muchos han querido de verdad casarse conmigo y yo los he rechazado. Esa gente no sabe tampoco que hubo algunos hombres que me rechazaron. Ignoran que esos son los únicos hombres a quienes recuerdo con respeto y afecto, pero, que si hubiesen sido míos, ahora estarían olvidados y aborrecidos como los demás.
Quisiera cambiar, pero no sé cómo. ¿Hay alguna posibilidad para mí?
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