La experiencia surgió de una forma casual. Las mejores cosas de la vida se presentan así, inesperadamente. También de la misma manera llegó a mi Whatsaap vuestra web. Ya veis, hay que dejar al destino que juegue sus bazas. Bueno, no siempre a uno le sale todo de cara.
Las encontré en el avión, ocupaban los asientos situados delante del mío. No paraban de hablar. Me enteré de que se llamaban Irene y Gabriela y que iban a actuar en una de las salas de fiestas de Tenerife.
Reían moviendo unas melenas negras, de ésas que las novelistas «rosas» consideran de un tono «ala de cuervo».
Para mi fortuna perdieron una maleta en la cinta trasportadora del aeropuerto al pesar demasiado; y yo salté a por ella cuando ya iba a perderse por las cortinillas del final. Ellas me lo agradecieron con unos aplausos. Después, nos presentamos y fuimos a buscar un taxi.
Como había dejado a mi esposa y a los niños en la península, les ofrecí mi casa. Me contestaron que tenían unas reservas en el hotel X; pero las convencí para que las anulasen por teléfono. Estábamos en temporada alta de turismo y no les harían pagar nada; al contrario, seguro que daban oportunidad a otras personas.
La casa tenía ese aspecto fantasmagórico de lo que ha estado cerrado más de un mes. Ellas me ayudaron a quitar las sábanas y las fundas que cubrían los muebles, abrieron las ventanas y se pusieron a limpiar el polvo. Para eliminar lo más gordo.
Por la tarde, las llevé a la sala de fiestas y me quedé esperándolas en el bar. Cerca había un cartel con sus nombres. Formaban un dúo de bailarinas musicales y, también cantaban salsa y tocaban la guitarra. Ya me había parecido que tenían algo de caribeñas.
—No actuamos hasta mañana —dijo Gabriela, en cuanto llegó a mi lado—. ¿Qué podemos hacer hasta entonces, Damián? A nosotras se nos ha ocurrido volver a tu casa. Compramos unas cosas en un «super», te preparamos la cena y después…
El «después» llegó en la cama. Gabriela sin ropas era como un conjunto de frutas tropicales, en especial cuando me fijaba en sus tetas. Sin embargo, en el momento que atrapó el cipote con su mano derecha, se dedicó a apretarlo con tanta fuerza que temí por mi resistencia. No es que me doliera; pero me entró un hervor.
De pronto, me mordió el capullo y me arrugué. Sus dientes me habían marcado e hice intención de gritar; lo que me fue imposible porque ella me estaba arañando los huevos. Di varios brincos. Pero su lengua buscó la mía.
—¿Qué me estás haciendo, leona? Mira que yo no soy un masoquista —le advertí, empezando a enfadarme—. Estas cosas tuyas me ponen muy nervioso.
Fue en aquel preciso instante cuando me introdujo un dedo en el agujero del culo y, a la vez, se entregó a pasar su lengüecita sobre mi capullo. No puedo describir lo que sentí. Si a esto añado que sacudió su larga melena para acariciarme con ella el rostro, puedo confesaros que me vi en el paraíso.
Además, apareció Irene, con sus grandes pendientes y la risa continua, dispuesta a morderme. ¡Qué manía la de estas leonas de utilizar sus dientes!
Se puso a aplicarme unos bocaditos por la espalda, las piernas y los hombros, siempre agrediendo» las zonas de mi cuerpo que su amiga dejaba al descubierto. Yo no sé cómo serán los famosos masajes tailandeses; pero lo que yo recibí fue como un masaje con una docena de vibradores, con el fabuloso añadido de poder joder.
Lo hice a mansalva, enardecido al comprobar que los arañazos, mordisquitos y otras lindezas no eran agresiones sádicas, más bien resultaban estímulos que me permitieron seguir erecto al rebasar los seis polvos. Una marca pocas veces alcanzada.
A la mañana siguiente, Irene me despertó rozando con sus labios la punta de mi picha; luego, la besó con una inmensa reverencia. Dejó caer la cabeza hacia adelante y su boca fue bajando por el capullo. Tanto su mandíbula como sus labios estaban muy relajados y mi picha se fue deslizando lentamente hasta la garganta, abriendo más y más la entrada a medida que se la tragaba.
Vi como toda mi herramienta iba esfumándose centímetro a centímetro; pensé que iba a desmayarme y observé cómo sus labios se distendían en una bellísimo y lujurioso abrazo sobre mi piel tensa. Y un instante después su lengua empezó a bailar recorriendo toda la longitud de mi tallo.
Me sentí indeciso ante el deseo de seguir observándola y la necesidad de reclinarme y dejarme llevar por las ondulaciones del placer. Ella echó la cabeza hacia atrás y vi emerger mi cetro cubierto de reluciente saliva. No llegó a soltarlo: volvió a inclinar la cabeza y siguió chupando. Su lengua me lamía con una cálida y amorosa suavidad, sin dejar de emitir unos gemidos ahogados.
—¡Diablos, qué buen aspecto tiene esto! —dijo Gabriela, poniendo su boca junto a la de su compañera.
Me eché hacia atrás y esperé sentir cómo las dos leonas me engullían. Pero Irene se apartó y lo único que sentí fue la cálida caricia del aire sobre mi picha. Algo se movió junto a mis piernas y miré hacia abajo, para descubrir que las dos leonas tenían las bocas juntas. Se estaban abrazando por la cintura y sus piernas se unían igual que lianas alrededor de un tronco de árbol.
Me aupé un poco para observarlas. Mis ojos se dieron un auténtico banquete: algo tan suculento como una tarta de plátanos y nata. El opulento trasero de Irene se tensaba, moviéndose hacia adelante y hacia atrás cuando colocó su coño junto al de Gabriela; y el trasero de ésta, algo más pequeño pero más provocativo, comenzó a moverse con un ritmo saltarín a medida que usaba sus ingles de una manera más experta. Hizo bajar el hueso púbico y lo metió entre los muslos de su amante.
Las bocas de las leonas parecían tan grandes y ávidas como el chochazo de una ballena. Empezaron a morderse y a chuparse los labios y las lenguas, igual que si estuvieran extrayendo algún fluido vital del cuerpo de la otra.
A aquellas alturas lo que estaba viendo era pura pasión llameante, sin ningún esfuerzo ni recelo. El fuego se había apoderado de las dos y empezaron a mover las manos locamente, dándose un atracón de culo, espalda y cara. Irene emitió un sonido que recordaba al de las cachorrillas satisfechas, encogió el cuerpo y escondió su rostro en el cuello de Gabriela. Agitó las rodillas y las pegó al vientre.
La otra se apoyó en un codo y movió lentamente la otra mano hasta colocarla sobre el coño de Irene. Esta permaneció unos segundos sin moverse, tumbada en la cama, hasta que sus piernas empezaron a separarse con la lenta majestuosidad de una leona cazadora.
Momento en que Gabriela bajó la mano y vi cómo extendía un dedo, para meterlo por entre los labios del coño de Irene, que dejó escapar un lento y tembloroso suspiro. Alzó la cabeza y su rostro reveló que estaba llegando al orgasmo.
Luego de satisfacer, ambas se arrodillaron en la cama, una a cada lado. Abrí los brazos al verlas venir. Apoyaron las cabezas en mis hombros, uno para cada una, deslizándose hacia arriba para pasarme las piernas alrededor de los muslos. Sentí en cada cadera la dureza del hueso púbico, el vello genital y la presión de los suaves labios del coño.
Al principio experimenté una sacudida emocional. Estábamos bastante cómodos y se notaba.
«¡Dios, si he de palmarla, deja que sea como en un momento como éste!», pedí en silencio.
Todas las imágenes que tenía en la cabeza adquirieron luz y capté la realidad del momento. Ladeé la cabeza y sentí la sabia y lujuriosa caricia de los labios de Irene en mi boca. Esta era capaz de «devorarme» hasta besando; y su lengua empezó a provocarme. Intentó hacerme alcanzar el límite más extremo de la pasión para convertirme en su presa. Volvía a ser la leona que caza y goza.
Pero Gabriela empezó a acariciarme desde el otro lado, y sus dedos bailaron lentamente sobre mi pezón, bajando hasta mi vientre y enredándose entre mi vello púbico.
Se puso a horcajadas sobre mi muslo y se dejó caer hasta que acabé teniéndola entre las piernas: un delicioso cosquilleo de placer recorrió todo mi cuerpo. Sonrió, se lamió los labios y su boca empezó un lento descenso por mi cuerpo. Se movía despacio, estando muy segura de lo que hacía.
Pero aceleraron sus manipulaciones, hasta que me exigieron que las follase al mismo tiempo. Se echaron en la cama; y tuve que pasar de una a otra sin dedicar más tiempo a un coño. Empezaron a contar para que supiera los minutos que dedicaba a cada una. Eran sensuales hasta en esto. Me quedé completamente hueco de tanto soltar leche…
Al mediodía pensé que faltaba una semana hasta que viniera mi familia. Pasé por la oficina, hablé con mi socio y le conté lo que me estaba ocurriendo. El bueno de Federico me comprendió. Acordamos que me tomase unas vacaciones.
Debo reconocer que lo mío con las leonas nada tuvo que envidiar a la guerra de Troya. Me refiero más bien al famoso caballo, pues ellas empezaron a traer tíos a mi casa. Primero fue uno, luego tres y, al final, llegamos a montar una orgía.
Pese a que os haya parecido que lamento lo anterior, acabé por acostumbrarme. Porque pude seguir disponiendo de las leonas.
Se fueron un día antes de que llegásemos a la fecha peligrosa. Tenían un nuevo contrato en Las Palmas. La última noche me la dedicaron sólo a mí: leonas devorando sexualmente a un bravo canario. Me dijeron adiós con un «hasta pronto».
También se dejaron olvidada una braga debajo del armario, que fue a encontrar mi suegra. La bruja se la mostró a su hija y únicamente os diré que esto lo he escrito después de que me quitaran la escayola del brazo derecho.
Damián – Tenerife