Vacaciones con una gorda
Relato enviado por José Luis (Madrid)
Tengo 37 años, vivo en Madrid y soy jefe de compras de una media empresa. Soy soltero y he disfrutado de varias experiencias sexuales. Pero no me considero un follador, ni mucho menos. Tampoco me gusta pagar a una prostituta.
—Jamás lo he hecho— Creo que no salen tantos chollos como se dice por ahí. De vez en cuando encuentras alguna amiga y puedes echar una cana al aire.
A mí siempre me han atraído las mujeres gordas, con enormes tetas y un culo descomunal. Sin embargo, hasta este verano, no había mantenido ningún contacto de este tipo. A pesar de desearlo tanto.
Me encontraba de vacaciones en un pueblo de Alicante. Y al volver al bar desde la playa, pasé por delante de una casa de una sola planta. Allí había ropa tendida. Me quedé atónito al ver unas bragas blancas, impresionantes por su tamaño.
El solo hecho de contemplarlas consiguió que se me pusiera la polla tiesa. Pero seguí caminando, sin parar de pensar en la mujer que se las ponía. Me metí en la ducha y me hice una paja, pensando en ella —imaginándola, por supuesto— Decidí ir a conocerla.
Después de comer, me encaminé hasta allí. Enfrente de la casa había un bar con una terraza. Me senté en una silla y pedí un café con hielo. Mientras, no separaba mis ojos de aquella prenda extraordinaria.
Cuando vino el camarero a mi lado, se me ocurrió decirle:
—Oye, estoy buscando a un amigo. Por las señas me parece que vive ahí enfrente.
—Es imposible. Porque en esa casa sólo reside una señora viuda, que no tiene familia. Claro que, durante el verano, suele alquilar una habitación. Igual su amigo ha estado aquí algún verano y le ha dado las señas. Pero este año no ha venido nadie.
A mí se me abrió el cielo. Terminé la bebida y crucé la calle. Llamé en la puerta y salió una mujer de unos 45 años —después me enteré que contaba 48— bastante guapa de cara y muy gorda; pero de un aspecto espléndido. Y, sobre todo, muy limpio.
Lucía un vestido negro y un delantal blanquísimo con puntillas.
—Buenas tardes —me saludó- ¿Qué quería?
—Buenas tardes, señora. Mire, me han dicho en el bar de enfrente que usted alquila una habitación. Quisiera saber si la tiene libre, pues yo llevo cuatro días en la «Fonda del Sol» y no estoy contento. Es un lugar donde hay mucho ruido.
—Pues sí, la tengo libre. Si quiere puede usted pasar a verla.
Entré ahí y me enseñó una habitación bonita y muy limpia. Daba a la costa y se veía el mar. No me preocupé por el precio, y le dije:
—Sería pensión completa, ¿verdad?
—De acuerdo.
Corrí a la fonda, liquidé los días que tenía pendientes, cogí el equipaje y marché a casa de doña Consuelo —así se llamaba la gorda cuarentona— Luego, ordené las cosas y salí a pasear.
Imaginando cómo podría tirarme a aquella hembra descomunal. A las 10 de la noche volví a la casa. Me esperaba la mesa puesta, pero con un solo plato.
—¿No va a cenar conmigo? —le pregunté.
—Hombre, es usted el huésped. Yo lo haré después.
—Seguro que esa será la norma. Por favor, siéntese conmigo. Así me sentiré menos solo.
Trajo otro plato y nos pusimos a cenar. El menú fue estupendo y estuvimos charlando todo el rato. Me pareció muy cordial. Me contó que su marido había muerto a los dos meses de casarse y que lo pasó muy mal. Pero que ya se iba acostumbrando a vivir sola. Por aquellas fechas se sentía bastante bien.
A las doce me fui a la cama y empecé a pensar en ella de nuevo. Me la imaginaba en camisón, con aquel cuerpo tan grande. Y la polla se me ponía a reventar, tan tiesa que se me rompía.
Y comencé a urdir un plan para seducirla. Mis primeros pasos me llevaron a hacerle unos regalitos, aduciendo que me encontraba muy a gusto con ella, ya que siempre vivía solo en Madrid. Me parecía familiar que se preocupara tanto por mí y debía agradecérselo de alguna manera.
A los pocos días, me levanté una mañana y encontré que el desayuno estaba en la mesa. Me dijo que iba a hacer unas compras y se marchó. Cuando la vi doblar la esquina, fui a su habitación. Allí estaba la cama aún sin hacer. Vi el camisón blanco con puntillas, precioso. Y al fin localicé las bragas con una mancha pequeña y con un pelo rizado pegado a ella. Un pelo duro y rizado, maravilloso. Me lo arrimé a la nariz y pude oler el aroma de una diosa.
La polla se me puso tiesa al instante; mientras, volvía a olfatearlo, me hice una paja para que no se notara nada extraño.
Después de desayunar, me marché a la playa. Aquella misma noche, pasé por una tienda y compré una botella de champán. Y a la hora de cenar la llevé a la mesa y ella me preguntó:
— ¿Qué vamos a celebrar?
— Lo estoy pasando muy bien en su casa, doña Consuelo. Soy feliz. ¿Le parece suficiente motivo?
Bebimos un poco.
—Yo no estoy muy acostumbrada —me dijo, disculpándose.
En seguida comenzamos a hablar de cosas más íntimas.
—¿No echa usted en falta a un hombre? —me atreví a preguntarle.
—Sí, muchas veces. Pero desde que murió mi marido jamás he ido con nadie a la cama… Oye, ¿y tú cómo no te has casado?
—Amo la libertad… Mire, Consuelo, yo a usted le aprecio a pesar de lo poco que nos conocemos. Me gusta estar a su lado; la considero una mujer simpática, alegre, ordenada y limpia. Son las cualidades que más me gustan. Ni mucho menos pretendo ofenderle… A mí me haría usted muy feliz si se decidiera a acostarse conmigo. No me lo tome a mal… Sólo sería una vez…
En el caso de que lo considerara una burrada; por favor, le ruego que lo olvide… Sin embargo, el hecho de que me aceptara, supondría para mí el mayor de los regalos. ¡Nadie de esta ciudad se enteraría…!
—Mi querido José Luis, eso es algo que estoy deseando… Pero, ya ves, estoy tan gorda, que cuando me vieras desnuda te desilusionarías… ¡Jamás consentiría que te acostases conmigo por lástima!
—¡No, mujer, si es lo que más me gusta! ¡Siempre he esperado el momento de meterme en la cama con una mujer gruesa!
—Bueno, acepto. Ahora he de decirte que no tengo experiencia, pues mi vida de casada fue muy corta. Llegué al matrimonio totalmente virgen, encima mi marido era camionero, con lo que se pueden contar con los dedos de una sola mano las veces que follé con él…
—No se preocupe. Sabré tratarla como usted se merece.
Me dio un beso en la frente y me indicó que fuera a su dormitorio. Cogí el pijama de mi habitación y me fui al cuarto de baño, para ducharme. Por último, me metí en su cama a esperar el glorioso momento. Escuché el sonido de la ducha y, al poco rato, ella apareció llevando una bata rosa. Estaba preciosa.
Se la quitó y se quedó con un camisón blanco. Se tumbó a mi lado. La abracé y, al arrimarse con sus grandes tetas, le di un beso en la boca. Nuestras lenguas se entremezclaron. Aparté las sábanas y comencé a levantarle el camisón. Según lo iba subiendo, aparecieron las bragas enormes que le cubrían todo hasta el ombligo. Después, las dos tetas: cántaros blancos como la harina, provistos de unos pezones rosados.
En el momento que se terminó de quitar el camisón, hice que se girara. Y al bajarle las bragas, descubrí un culo ampuloso, grande y blanquecino. Lo aparté con mis manos y allí tuve el agujero marrón; que besé con pasión y deleite. Mientras, Consuelo gemía de placer.
Terminada esta fase de precalentamiento, ella misma se dio la vuelta. Pude contemplar su coño maravilloso, con una mata de pelo que casi le alcanzaba el ombligo.
—¡Es el cuerpo más maravilloso que he visto en mi vida!
Uní la exclamación con un beso en aquel chumino pantagruélico; después, comencé a desnudarme. Al fin apareció mi polla. Tiesa. Consuelo la cogió, para acariciarla suavemente. Lloraba de alegría. Me la besó. Yo me deslicé por entre las sábanas, hasta que conseguí montar un «69». Rápidamente me entregué a extraer líquidos de su cueva.
En las proximidades de mi corrida, me aparté y se la introdujo hasta el fondo. Y fue asombroso aquel «mete-saca» que rebotaba en sus carnes. Al mismo tiempo, ella se agitaba y gemía. Porque yo le había metido la cabeza entre sus cántaros mamarios, bufando. Hasta que solté un suspiro y le inundé de leche las entrañas.
Consuelo me sujetó por el culo, con sus fuertes manos. Apretando con energía, como si temiera que yo me fuera a salir de ella. Después, nos quedamos abrazados hasta que nos dormimos.
A la mañana siguiente, me despertó con un beso. Me había traído el desayuno en una bandeja: una taza de chocolate y unos bizcochos. Me lo tomé casi todo y los recipientes los coloqué en una banqueta que había al lado de la cama. Entonces, le pedí que se desnudara. Ella compuso un gesto de extrañeza, pero lo hizo.
Una vez que la tuve ante mí sin ropas, cogí uno de los bizcochos que había reservado intencionadamente y lo mojé en el poco chocolate que quedaba. Este dulce lo introduje en el coño y le sugerí:
—Moja la punta que ha quedado fuera en el chocolate.
Esto me animó a comérmelo. Pero, en el momento que terminé, Consuelo se cuidó de meterse otro. De esta manera terminé de desayunar en sus ingles peludas y abundantes en carnes y aromas naturales.
Después nos fuimos a la cocina, donde fui yo el que le preparé a ella el desayuno. Se sentó en una silla y me coloqué encima de la mesa. Para untar la punta del capullo en el chocolate y así se lo metí en la boca… ¡Cómo me lo chupaba golosamente!
Completamos un desayuno inolvidable para ambos. Más tarde, nos fuimos al cuarto de baño. Ella se dispuso a mear. Antes de que lo hiciera, le dije que iba a ayudarla.
—De acuerdo, José Luis.
Le separé el coño con mis manos. Y en el momento que hubo meado, le pasé la lengua por los grandes labios. Se lo limpié a conciencia. Ella gozó mucho y me dio un fuerte abrazo. Así pasamos muchos días.
Una noche, mientras follábamos, me dijo que tenía una hermana en Valencia. Le había contado todo por teléfono. La hermana era soltera y nunca había estado con un hombre a pesar de contar 65 años. La historia le había provocado una gran envidia. Por eso me pidió Consuelo que desvirgara a su hermana. Yo respondí con una afirmación rotunda, convencido.
—Puedes avisarle. Iríamos el domingo a verla.
El arreglo fue cuestión de minutos. Y el día señalado, los dos nos levantamos a las ocho de la mañana, cogimos el coche y fuimos a la ciudad del Turia. Llegamos puntuales.
Me encontré ante una casa grande, señorial. Llamamos en la puerta, que era enorme y disponía de una mirilla gigantesca. Salió a abrirnos una señora, que si bien se veía a las claras que era mayor, resultaba elegante e iba bien vestida. También era gruesa y vestía falda negra y una blusa blanca. Las dos se saludaron y Consuelo me presentó. La sesentona me dio unos besos, aunque bastante colorada.
—¡Es usted muy bonita! —le dije.
Salimos a tomar unos aperitivos y, después, llegamos a comer. Nos había preparado una paella riquísima. Al final tomamos unas copas y empezó la fiesta.
La hermana de Consuelo nos confesó que le daba mucho corte, pues era la primera vez. Y a sus años… Mi casera le animó:
—No te preocupes. Empezaré yo.
Nos dirigimos a la habitación de la sesentona. Era un cuarto antiguo, provisto de una cama grande y alta. Todo muy bonito. Consuelo la sentó en una silla y empezó a desnudarme. Cuando se quitó la ropa, vino hasta mí y me cogió la polla. La encontró morcillona.
—Esto va a ser para ti. ¡Enterita! —anunció a su hermana.
Después la levantó y la desembarazó de la blusa. Yo contemplé un sujetador tremendo, que le tapaba las tetas. Y bajo la falda, se me mostró una faja inmensa de la que colgaban cuatro cintas que sujetaban las medias negras. También le libró de éstas, y con un poco de esfuerzo se deshizo de la prenda ventral. La última ropa que vi fueron unas bragas negras, descomunales.
Finalmente, surgieron sus cántaros blanquísimos, que le cayeron hasta la tripa.
—Déjame a mí las bragas —pedí a Consuelo.
Así fue como me correspondió tal honor, para hallarme frente a un coño cubierto de una pelambrera, blanca. Empecé a olfatear, y la polla se me empinó. Las dos se fueron a la cama. La visión de aquellos cuerpos me pareció fabulosa; encima me estaban aguardando con los chochazos totalmente abiertos.
Me metí entre ambas y pasé un brazo por cada una de ellas. Se unieron a mí. La hermana de Consuelo me agarró la chorra y empezó a palparla. Aquella nueva sensación le obligó a actuar con cierta lentitud y mirándome fijamente, como sino creyera su suerte.
Por mi parte, le estaba palpando el coño, buscando el clítoris en la masa de carne. Mientras, ella se agitaba como una loca. Además, Consuelo no cesaba de chuparme el culo. Pronto la mano se me inundó de líquidos vaginales. Introduje la cabeza entre los cántaros de la sesentona, lamiendo y mamando igualito que una fiera.
A la vez, ella gemía sin parar, hasta que la monté. Consuelo me agarró la polla y la enfiló al chochazo de su hermana. Mi entrada en el mismo se realizó con una lentitud prodigiosa en aquel canal estrechísimo —era la primera vez que desvirgaba a una mujer, ¡y para mi fortuna poseía esas características tan especiales! —Al final, realicé un empujoncito, que acompañé en el acto con unas tremendas embestidas. La sesentona me sujetaba con fuerzas.
Por último, me corrí y quedé rendido encima de un cuerpo agradecido, que ya no se iría al otro mundo sin haber conocido la extraordinaria realidad del orgasmo que se corona a través de la follada.
—¡Lo que me he estado perdiendo durante toda mi vida…!
—Susurraba, en un lamento que no ocultaba la felicidad que la embargaba —¡Qué tonta ha sido no habiendo empezado de joven!
La consolé. Me separé y, según se me salía la verga floja y balanceante, ella la cogió y se la llevó a la boca. Se dedicó a chuparla con deleite. Al mismo tiempo, yo le pasaba la lengua a Consuelo en la raja. Lo disfrutamos de miedo.
Por último, nos duchamos los tres juntos y salimos para el pueblo por la noche. Me fui a comprar tabaco mientras Consuelo preparaba la cena. Cuando volví a casa, estaba la mesa puesta. Había dos huevos fritos, y empecé a comérmelos. En cuanto terminé, ella me dijo que había un segundo plato.
Apartó la vajilla utilizada y se subió a la mesa. Yo me hallaba mosca. Se tumbó y dijo:
—Si quieres continuar cenando, quítame las bragas y cómete mi coño.
Lo hice. Pero, al abrir ella las piernas, apareció una salchicha asomando por su chochazo. Empecé a devorarla. Y según lo hacía iba brotando toda. Seguro que tuvo que ver con todo aquello el inmenso placer almacenado. El hecho fue que disfruté una enormidad.
Cuando di cuenta de la salchicha, Consuelo se metió otra… ¡Así terminé por comerme media docena! Al final, me indicó:
—Bueno, ahora me toca cenar a mí.
Trajo otras seis salchichas. Yo no sabía lo que pretendía.
—José Luis, desnúdate y ponte a cuatro patas.
La complací. Me untó el culo con mantequilla; luego, se entregó a frotarme toda la zona, me metió un dedo y, luego, lo sacó.
Seguidamente, me introdujo una salchicha en el ano.
– ¡Joder! ¡Vaya placer que sentí! Nunca lo había experimentado antes. En el momento que sólo asomaba la punta, acercó la boca y empezó a morder.
—Haz fuerzas, como si te cagaras, para que salga entera.
Aquello resultó asombroso. Se me puso la polla tiesa, aún después del día que llevaba de folladas. Empleamos las seis salchichas.
Después, utilicé mantequilla para lubricar el culo de Consuelo. Repetí el sensual jueguecito. La rematé metiéndole la polla por el mismo orificio. Se derritió de placer, en especial cuando le inundé el culo de esperma.
Llegó el día final de mis vacaciones, y me sentí muy triste de que aquello se acabara. Ella también se quedó bastante apagada.
La última noche resultó muy feliz. Consuelo me confesó que nunca había sido tan dichosa como aquel verano conmigo. Le dije que se viniera a Madrid; pero me respondió que no podía:
—José Luis, tú eres muy joven y tienes que seguir tu vida. Lo que sí te prometo es que iré a visitarte de vez en cuando.
—Cuenta conmigo todos los veranos, Consuelo.
Estando en la puerta con las maletas, nos dimos un beso profundo. En el momento mismo que me iba a alejar, me bajó el pantalón y me dio un beso en la polla. Después, me subió el pan-talón y me sujetó la correa.
En el camino hacia Madrid, pensé mucho en lo maravilloso que podía ser pasar unas vacaciones con una señora gorda, tan maravillosa como Consuelo.