Cuando me enteré que mi marido me la pegaba con «otra», no estallé en un ataque de celos ni le monté ninguna escenita. Me pareció más lógico devolverle la jugarreta. Pero me dije que sólo daría este paso cuando supiera quién era la mala pécora. Supuse que esto no me sería fácil, por lo que esperé que Tomás, el que me ponía los «cuernos» cometiese algún error.
Para darle confianza, comencé un curso de vídeo en una academia que acababa de abrirse cerca de casa. Y a él no le extrañó porque sabía que yo siempre había estado interesada por el tema. Como trabajo por las mañanas en un ministerio, dispuse de todas las tardes libres; además, cuento con unos ingresos que me permitieron ese gasto. Claro que también se me brindó una justificación para no aceptar sus escasas insinuaciones sexuales, porque le resultaba creíble mi cansancio. Por otra parte, no penséis que el cabrito insistía mucho en sus intentos. Como la «otra» le dejaba completamente saturado, no hay duda de que mis razonamientos le vinieron de maravilla.
Al cabo de unas semanas, luego de registrar sus bolsillos con el cuidado de una espía, comencé a acumular las suficientes pruebas: cajas de cerillas de un pub, entradas de cine que correspondían a una zona específica de Madrid, un pañuelo azul femenino con las iniciales «L.B.» bordadas de una forma muy singular, vanas cuentas de restaurantes, gasolineras y grandes almacenes.
Todo esto me permitió saber que Tomás y la «otra» se veían por la zona de Goya, y me dispuse a dar unas vueltas por allí. No obstante, quiso el destino brindarme la clave de mis «pesquisas» de una forma definitiva. Fijaros cómo sucedió.
Había fallecido un compañero de trabajo de mi marido. Por humanidad me ofrecí a ir al velatorio, donde me encontré con infinidad de mujeres. Puedo juraros que en ningún momento pensé en mis investigaciones. Estaba obligada por un sentido humano de la vida. Me senté en un rincón de la estancia, manteniendo una conducta muy discreta. No conocía a casi nadie.
A eso de las dos de la madrugada, luego de servirnos unos cafés y unas pastas, a dos señoras les dio una especie de soponcio y tuvimos que acudir en su ayuda. A mí me tocó aguantar el peso de la más gorda, y una morena guapísima se cuidó de la otra. Nos hicieron sudar de lo lindo, hasta que logramos tranquilizarlas. En cuanto las dejamos al cuidado de sus familiares, volví a ocupar mi silla.
La morena se colocó a mi lado, muy amable. Estuvimos charlando de cosas banales; mientras, ella se limpiaba el sudor con un pañuelo azul, en una de cuyas puntas me parecieron ver unas iniciales bordadas que bien podían ser «L.B.».
—¿Cómo te llamas? —pregunté, tuteándola porque ella lo estaba haciendo desde el primer momento.
—Lucía, ¿y tú?
—Susana —mentí, para que no me relacionase con su amante—. ¿Quién es tu marido? Claro que, un momento, ¿acaso trabajas en la misma empresa que mi marido y Leonardo, el difunto?
—No, soy la mujer de Roberto Chaves, el jefe de ventas… Tienes la cara cubierta de sudor, ¿no te habrás olvidado el pañuelo?
—¡Pues sí, mira lo tonta que soy! ¿Me dejas el tuyo?
Cuando lo tuve en las manos me limpié la frente con una cierta parsimonia. Me consumía la excitación, pero supe ocultarlo. Con cierta habilidad comprobé que las iniciales bordadas era «L.B.». ¡Ya no cabía ninguna duda: ante mí estaba la «otra»!
Aunque os parezca extraño, no me sentí dispuesta a sacarle los ojos, como había venido creyendo desde que descubrí que mi marido me la pegaba follando lejos de nuestra cama. Lo que me sucedió fue algo extraño, que aún hoy me cuesta entenderlo. Supongo que debió ser algo parecido a como si me dijera: «si esta mujer es capaz de ponerle los «cuernos» a su marido sirviéndose del mío, ¿por qué yo no he de hacer lo mismo?»
A la vez, sentí el impulso de mejorar o de «empeorar», según como queráis llamarlo, aquel ejemplo en el que me estaba mirando. Desde el velatorio me hice íntima amiga de Lucía, porque deseaba enterarme de los máximos detalles de su marido. Y cuando dispuse de la suficiente información, me lancé al ataque.
Roberto no es un hombre demasiado guapo, pero resulta muy interesante. Pienso que la indiferencia que mostraba hacia su esposa, alimentaba en él una predisposición al ligue. Sólo tuve que activarsela con algo de ingenio. Como solía ir a comer a uno de esos restaurantes de hamburguesas y platos rápidos, nada más que debí procurar hacerme la encontradiza.
—¿Le importa que me siente en su mesa? Es que he dejado el coche mal aparcado, y desde aquí puedo echarle un vistazo —dije, muy decidida; coloqué la bandeja y ocupé la silla sin esperar a que él me lo autorizase.
—Como quiera —aceptó, sin mucha ilusión.
—Oiga, ¿se llama usted Roberto Chaves?
—Sí… ¿Es que nos conocemos?
—Yo a usted sí; ¡pero ya veo que me ha olvidado totalmente!
—¿Cómo?
—Fue hace unos dos meses, más o menos. Cuando usted dio una conferencia en el «Eurobuilding» sobre «Ventas en Japón y Estados Unidos».
—¿Asistió usted, señorita?
—Señora, si no le importa.
—Perdone… ¡Le aseguro que me ha dejado anonadado! ¿En qué momento nos saludamos usted y yo?
—Al final de la conferencia, a la salida. Ibas muy acompañado, profesor. ¿Te importa que nos tuteemos?
—No, claro que no… Pero no soy profesor. Ocupo el cargo de jefe de ventas en… (Aquí dio el nombre de una compañía que prefiero no mencionar para no implicar a unas personas que tienen nombres propios, trabajan en cargos de responsabilidad e ignoran que yo me he decidido a contar todo lo que pasamos en aquellos días).
Todas mis mentiras estaban funcionando, porque se apoyaban en hechos auténticos que yo había conocido gracias a Lucía. Luego de nuestro diálogo de presentación, me cuidé de comer con prisa y apetito, dando idea de que me había olvidado de él. Esto a los hombres acostumbra a ponerle muy intranquilos, porque son tan vanidosos que desean verse halagados con exceso cuando se les presenta la ocasión. Por eso él insistió:
—Lamento no recordar tu cara. La verdad es que eres muy guapa. Me cuesta aceptar que hayas podido borrarte de mi memoria… Oye, ¿qué te pareció mi conferencia?
—No estuvo mal.
—Bueno, sacarías alguna conclusión. ¿Qué opinas del sistema de ventas a través de «multinacionales»?
—Reconozco que es un tema muy interesante… Claro que, ¿tú cuando estás con una mujer sólo hablas de esas cosas? Yo también llevo la sección de ventas en mi empresa; pero, durante la comida, intento aligerarme la cabeza pensando en algo más agradable… ¿Sabes que eres un hombre muy interesante?
—No es la primera vez que me lo dicen… ¿Puedo saber tu nombre?
—Estás en tu derecho, pues yo me se el tuyo… Llámame Clara. ¿Sabes que me gusta mucho este lugar? ¡Voy a aficionarme a venir aquí, y tú tendrás toda la culpa, «profesor»!
—Hace casi un año que soy un cliente fijo. Se encuentra cerca de casa. Dado que me gusta hacer unas comidas muy rápidas…
De esta manera quedamos citados para vernos a la misma hora y en el mismo lugar. Le tenía en el bote. Y al cabo del tiempo, me llevó a un hotel. Estaba escrito que debíamos convertirnos en amantes…
Roberto me desnudó recreándose en lo que hacía: estaba desenvolviendo el mejor regalo que la vida le había brindado. Las yemas de sus dedos palpaban sensaciones en mi cuerpo, sus uñas dibujaban figuras de caricias al ir manipulando los botones, los elásticos y todas las demás sujeciones de mis ropas.
Entendía que el momento era excepcional para él; mientras que para mí significaba una especie de venganza. Pero decidí seguirle la corriente, debido a la inercia de la relación.
Una vez que me encontré echada en la cama, me cuidé de quitarle las ropas, sirviéndome del mismo exquisito trato que acababa de recibir por parte de mi amante, el primer hombre al que me entregaba después de cuatro años de matrimonio.
Y Roberto me besó por todo el cuerpo, devoró mis pezones, jugó con mi plano vientre y con mis caderas. Y me penetró: recta y profundamente, hasta que sus testículos encontraron el freno de mi roja y goteante carne. Y una lava no destructora se generó en el ajuste de nuestros genitales; al mismo tiempo, nos acariciábamos, y él me entraba y se salía para que la frotación resultase más intensa. Los dos jadeamos, y yo gemí:
—¡Te adoro, «profesor»… Mi vida… ¡Cómo me pones…! ¡Y eso que parecías un principiante… Estás en forma… Me derrito…! ¡Qué extraordinario!
Se aflojó mi cuerpo, mis pupilas se pusieron blancas, mis respiraciones nasales y bucales se hicieron entrecortadas, un chispazo de agradecimiento relampagueó en mi gesto, y el orgasmo me dominó… ¡Pero, no acababa de coronarlo, cuando ya me estaba apresando el torbellino de un segundo, porque su polla continuaba machacando en las zonas más sensibles de mi coño!
Entonces, le llegó el momento a Roberto: se tensaron sus piernas, se vio obligado a apoyar las palmas de las manos en la colcha, su cuello se estiró hacia atrás, como si su cabeza fuera a separarse del tronco, cerró los ojos, apretó los labios —aunque tuvo que abrirlos en una carcajada-gemido-estallido de alegría—, y respiró sonoramente.
—¡Clara, tú me la rompeeess… ¡Qué bueno…! ¡Cómo me fuerzas… a olvidar todos mis problemas… Aaaahhh!
Chorros de semen se dispararon desde la punta de su capullo a mis interiores paradisíacos, formando esa pasta que crea el más perfecto de los ajustes humanos y el mayor de los entendimientos plurales: el Sexo que es razón de vida y de placer.
Por espacio de unos minutos, la polla siguió en mi alojamiento, rebozándose complacida en su propio néctar y en mis flujos. Luego, despacio, se fue produciendo la lógica flacidez. Y se realizó la separación.
—¿Qué problemas has traído contigo, «profesor»? —me atreví a preguntarle, cuando le vi recuperado.
Sin embargo, él no me contestó. Prefirió buscar mi coño, lamerlo, comérselo, envolviéndome el clítoris en las sacudidas linguales, a la vez que resistía las presiones de mis temblorosos y entregados muslos. Seguidamente, montamos un 69, la más igualitaria de las experiencias eróticas, donde se prueban las habilidades de los amantes, y en la que sólo existe una diferencia: al final, cuando el torrente blanquecino del macho no puede ser equilibrado, sólo en cantidad, por los humores de la hembra. Pero la felicidad de ambos siempre es la misma.
Continuamos con otras caricias, y volvimos a follar. También le permití que me sodomizase… ¡Qué polla más hermosa poseía Roberto! Luego, irremisiblemente, tuvo que surgir la explicación de su problema:
—Ya sabes que soy un hombre casado. Desde hace días vengo pensando que mi mujer se acuesta con otro hombre.
—¿Y eso te preocupa teniéndome a mí? Sabes que soy una mujer casada… ¿No supone una especie de empate?
—¡Clara…! ¿Qué significa esa forma de razonar? ¿Debo aceptar que has puesto los «cuernos» a tu marido con otros hombres?
—¡Tú eres el primero, Roberto!
—¿Entonces…?
Resulta que yo soy la esposa del tío que se está jodiendo a tu mujer — le solté así, de una vez, y con la mayor tranquilidad.
—¡¿CÓMO?!
—Te he utilizado como un elemento de venganza… ¡Pero, ahora lo siento, porque me he enamorado de ti!
—¡Es lo más sucio que me ha ocurrido en toda mi vida! ¡Seguro que ni siquiera te llamas Clara, ni eres encargada de ventas…! ¡Me cago en la puta…! ¿Por qué me has hecho esto?
—Acabamos de echar un polvo sensacional: te la he mamado, me he dejado sodomizar y has gozado de mi cuerpo, ¿a cambió de qué? ¡Piénsalo a fondo! No te he pedido dinero, ni regalos… Si hubiera querido vengarme de alguien sería de tu esposa y de mi marido: los habría hecho venir aquí, para que nos viesen juntos y desnudos… ¡Pero jamás te habría entregado mi cuerpo, como lo acabo de hacer! ¿No te sirve esto para comprender que te amo?
Le dejé tan desconcertado que le llevó más de un cuarto de hora rendirse a la evidencia: los dos nos hallábamos desnudos, nos amábamos y estábamos en la misma situación que los «otros» —su esposa y mi marido—.
Entonces, a él se le ocurrió algo divertidísimo:
—¿Por qué no los citamos a los dos en la suite de un hotel? Acudirían pensando en hacer las paces con su pareja oficial, ¡y nos encontrarían a nosotros! ¿Qué te parece?
—¡Estupendo!
Organizar la trampa nos llevó tres días. Y una noche de sábado los esperamos. Primero apareció Lucía, y Roberto la recibió solo. Los dos se quedaron en la salita de estar; mientras, yo estaba en el dormitorio, pero sin dejarme ver. Cuando sonó el golpeteo en la puerta, corrí a abrir —mi amante retuvo a su mujercita como habíamos convenido—, y besé a Tomás en los labios.
—¿Cómo se te ha ocurrido traerme a esta suite, Pepi?
—¡Soñaba con repetir nuestra «luna de miel»! ¡Ven, que te reservo otra sorpresa! —le dije gatunamente, a la vez que le tiraba de una mano.
Al entrar en la salita de estar, Tomás y Lucía se quedaron de piedra, muertecitos. Y tuve que ser yo quien les inyectase un refuerzo de sangre al proponerles lo siguiente:
—¿Qué os parece si, aprovechando que estamos aquí, donde disponemos de una cama gigantesca, organizamos una orgía que acabe con esa manía nuestra de follar con «otros» a escondidas y poniéndole los «cuernos» al marido o a la esposa?
Tardaron en aceptar, porque se sentían tan mosqueados que creyeron que era otra trampa. Pero, cuando recuperaron el ánimo, las cosas marcharon de esta manera…
Durante unos minutos, los cuatro no supimos que hacer. Sin embargo, en el acto, nos decidimos por lo más práctico: follar como descosidos.
—¡Tienes un bonito coño, Pepi! —exclamó mi marido, llevándonos a las dos mujeres al dormitorio—. ¡Y te lo voy a chupar hasta que a borbotones saque todo el jugo que guardas ahí dentro…!
—¡Oh, querido! ¡Qué bien hablas… Cómo me excitas! —le respondí, poniendo los ojos de carnero.
—¡Sí, chúpala a ella! ¡Mientras yo haré lo mismo con la polla y los cojones de mi esposo! —intervino Lucía.
Rápidamente los hechos siguieron a las palabras. La boca de la «otra» se apoderó del asta de Roberto, ya llena de viscosos humores, y con la lengua y los labios comenzó a cosquillearla, hasta hacerla enloquecer. Y Tomás, en lugar de chuparme a mí, me hizo una paja con dos dedos, a la manera de ensayo. Siempre deseaba ir despacio en todas las cosas del Sexo, sin forzar los tiempos: una gozada cada vez era lo ideal.
Mi espléndido y cremoso coño, rodeado de un rubio vello, quedó al descubierto. Al mismo tiempo, los otros continuaban chupándose en un 69, produciendo unos ruiditos de succión que a todos nos llevaron al éxtasis. De pronto, bajo los dedos de mi marido, unido a los hervores de todo aquel juego tramado, me corrí apoteósicamente, gimiendo y suspirando como si me estuviera matando; no obstante, me estaba dando la vida.
—¡Ahora yo también quiero gozar! —se entrometió Lucía, dejando la orgullosa picha de su marido.
— ¡Sigue aquí, preciosa! ¡Luego continuaré con Pepi! —ordenó Roberto. ¡Tú y yo nos estamos regalando con un sabrosísimo sesenta y nueve!
—¡Oh, sí, ¡Un bellísimo y largo sesenta y nueve es justo lo que deseo!
Volvieron a colocarse en la posición característica: verga en la boca femenina, y labios del macho en el coño. Dieron inicio al juego. Ella chupaba, y él mugía. Parecían dos animales: sin darse reposo, trabajando con tenacidad y demostrando una gran maestría.
—¡Así…! ¡Oh, oh…! ¡Chupad, chupad…! ¡Qué yo gozo tanto como vosotros! —grité yo, frotándome la raja contra la polla de Tomás.
Esta herramienta se había convertido en una especie de cabeza de puente, en una bomba, en un ariete que me cuidé de girar con los labios del coño, y le di vueltas llenándola de líquidos vaginales, de abundantes apretones, y de golpes que producían vértigo. Pero él también gozaba sin dejar de actuar. Su lengua trabajaba con precisión y dureza contra mi paladar, hundiéndose hasta el fondo, dando fuertes sacudidas en mi boca, como si quisiera llegar a mis amígdalas…
Mientras, su picha buscaba el agujero de mi culo, que se hallaba golosamente empeñado en sentirle en todo su crecimiento.
Nos corrimos los cuatro juntos. Y cuando la boca de Roberto se separó del chumino de Lucía, yo me eché entre las piernas de mi ex rival, loquita de lujuria. Gusté de sus carnes internas, llenas del esperma dejado por mi amante y de los humores recientes de ella, para chuparlas y renovarlas de orgasmos. La lamí todo lo que me fue posible, igual que lo haría una lesbiana en la búsqueda de su mayor placer.
Después nos echamos sobre los dos machos, porque estos se mostraban cada vez más rígidos, debido a que, a medida que se iban sucediendo los orgasmos, en lugar de aflojarse cada vez se excitaban más, y tenían mayor cantidad de esperma en las bolsas de los cojones.
Y nada más que nos tumbamos en la colcha las dos hembras, permanentemente ansiosas, nos pusimos de culo, y tomamos las vergas entre nuestras nalgas… Compusimos un maravilloso espectáculo: los dos coños proyectados hacia arriba, con los hermosos culos apretados en medio de las poderosas espadas carnosas, que apuntaban como unos gruesos olmos que surgiesen de la tierra.
Moviendo rítmicamente los culos, cada una por nuestro lado y con oscilaciones sincronizadas y precisas, a la vez que nos tocábamos los respectivos coños, las dos nos entregamos a hacer unas fabulosas pajas a Tomás y a Roberto. Actuamos a la española, con la diferencia de que, en lugar de servirnos de las tetas, utilizamos los surcos de las nalgas… Y cuando, al fin, los machos proyectaron hacia el techo los chorretones de esperma, que parecían los surtidores de unos pozos petrolíferos, fuimos a rociarnos las nalgas, ya que nos encontrábamos dispuestas a recibir la preciosa lluvia.
Las dos hembras nos echamos ávidamente sobre las vergas, para volverlas a endurecer. Y la verdad es que lo conseguimos en seguida.
—¡Debéis follarnos, queridos! —ordené yo.
—¡Sí, queremos una clavada a lo marica! —exclamó Lucía.
—¡La tendréis, por todos los demonios! ¡Os las hundiremos hasta el fondo! —vociferó Roberto, en el paroxismo de su entusiasmo.
Y en efecto, nos montaron a la manera de las ovejas, propinándonos unos golpes tan formidables que fue un milagro que los coños no se nos hicieran pedazos. Las dos agitamos las nalgas y chillamos como unas obsesas: gimiendo y llorando conmocionadas, llenas de gozo y lujuria. Fue algo que nos dejó sin aliento… Una vez que ellos se descargaron dentro de nosotras, se cuidaron de colocarnos con las piernas por el aire. Y mientras enculaban a una metían la lengua en el coño de la otra, levantándola extraordinariamente, gracias a lo cual pudieron recoger en sus propias lenguas todo el esperma que antes nos habían derramado.
Momentos después, nos abrieron de piernas, para hacer un puente sobre nuestros cuerpos, y agarraron sus pollas, con los glandes despojados de sus envolturas de piel; los capullos estaban completamente hinchados, por lo que brillaban bajo los intensos reflejos de la luz. Y como si fueran unas brochas los hicieron correr por nuestros cuerpos y los estrellaron contra las tetas, sobando los pezones con unas enérgicas pasadas… Nos brindaron unas sensaciones excitantes, hasta límites de locura. Porque se cuidaron de acercar y alejar sus astas de nuestras ávidas bocas.
En un momento preciso, colocaron sus pichas en medio de nuestras tetas, y las apretaron contra ellas para bombear suavemente… Los cuatro continuábamos en plena excitación, y nuestros deseos corrieron con fuerza por todos los cuerpos. Lucía alargó su mano y tomó la polla de Tomás. Estaba caliente como una tea ardiente, y tan dura como un trozo de mármol. Le besó el glande, mojándolo con la lengua para lubricar la zona antes de aplicarle sus labios y darle una succión.
Esta acción despertó la excitación de Roberto, por lo que, casi de un modo instintivo, empujó la polla contra mi boca, y yo la acepté, abriendo los labios. La dejé entrar hasta el tope mismo de mi garganta. Era una espada que tenía gusto a sal de mar, que conjugaba a perfección con el sabor ácido de las gotas de semen que escapaban por el ojo del capullo.
Al mismo tiempo, él me llenaba con sus caricias, que me recorrían el cuerpo hasta los lugares que le permitía la forzada postura en la que me estaba entregando su picha. Comencé a chuparla, haciendo que mi boca se apretara todo lo intensamente que podía; succioné y lamí las venas del órgano, tan pleno y vigoroso.
A la vez, Lucía se había entregado a chupar los traseros de sus amantes: saltando de uno a otro. Mientras, allá arriba, Tomás había vuelto a coronar el estallido de placer, y bajó las manos para ayudarnos con algunos roces y penetraciones de sus dedos… Así conseguimos un singular orgasmo, de gran intensidad y consistencia. Yo me tragué los jugos, y abajo me sentí acompañada por las manos de dos machos y de una hembra, hasta que toda la zona de mi coño se quedó completamente encharcada.
Roberto quitó su polla de mi boca, y me besó entre las ingles, succionándome y llenándome de placer. Lentamente el camino de los besos le fue llevando hasta mi fuente de miel, no sin antes detenerse en mi ombligo, que llenó con su saliva. Al mismo tiempo, su lengua trazaba círculos alrededor de toda la zona. Yo me hallaba en el estado de total excitación, lista para un nuevo disfrute. Y él ya había llegado a la raíz de mi coño.
Exhibió una lengua de maravilla, que ya me había dado muestras de su habilidad en varias ocasiones. Pero su trabajo en mi raja fue simplemente perfecto: sabía dónde debía aplicar su roce y, por cierto, dio un tratamiento muy especial a mi clítoris.
Mientras, la otra pareja no pudieron evitar que salieran gemidos de sus bocas abiertas, de brillantes dientes, como si de esta manera pudieran aumentar el placer que estaban recibiendo. Tomás apretaba los pezones de Lucía, y le metía dos dedos de la mano derecha en el coño, con lo que le aumentaba el deseo y los hervores. Así a ella le vino un orgasmo tremendo y casi doloroso, porque se hallaban electrizados todos sus músculos y terminaciones nerviosas.
Roberto seguía lamiéndome a mí, hasta que concluyó la escalada. Entonces, él ya tenía su polla recuperada, y me cogió con sus poderosos brazos, alzándome para que recibiese su polla, estando él de espaldas. Me sostenía con fuerza, y me fue bajando, lentamente, para ensartarme en su herramienta.
Lucía me cogió con sus manos, para facilitarme la operación. Y cuando mi cuerpo descansó sobre el suyo, ya tenía toda la carne en el interior. Nos movimos como un mecanismo regulado en su fuerza y en su ritmo: mi clítoris se apretaba en cada entrada, y salía pegado a la caliente carne. Esto me causó un anticipo del placer que iba a recibir.
La polla parecía hincharse en cada penetración. Yo puse en juego los músculos de mi vagina para tensarlos alrededor del falo, con lo que se produjo un roce perfecto y mis paredes quedaron suficientemente lubricadas…
Los cuatro realizamos perfectamente el trabajo sexual, y comprendimos que ya estábamos preparando nuestros propios goces, porque sentíamos que al final de las penetraciones, los glandes se hinchaban como si latieran y fueran cada vez a más. Así continuamos hasta que las explosiones fueron inminentes, y el cuarteto cabalgamos por la escala del placer, empujados por una pendiente: ya habíamos llegado hasta la cima del pleno goce…
Así fue como Lucía, Roberto, Tomás y yo nos aficionamos a la orgía: ¡el mejor remedio contra los cuernos!
Pepi – Madrid