Orgasmos asesinos

En ocasiones me detengo a pensar lo tonta que podemos ser las mujeres cuando creemos amar a un hombre. Todas las sumisiones ancestrales, esas que han debido dejarnos en herencia nuestras abuelas, nos surgen para invitarnos a actuar como si fuéramos unas esclavas de ellos.

No me considero una mujer fea ni guapa. Puedo ser del «montón», aunque si me arreglo un poco y me maquillo con gracia llego a resultar hasta interesante. Pero eso lo he sabido hace poco tiempo. Por aquella época cuando acababa de cumplir los veinticuatro años, debía tener la cabeza llena de pájaros.

Yo estaba trabajando en una empresa dedicada a la importación de maquinaria pesada. Era una de las secretarias del jefe de expediciones. Mi sueldo podía considerarse aceptable, y había salido con algunos hombres. Con dos de ellos llegué a meterme en la cama. Pese a lo que pudiéramos hacer, lo consideré una experiencia pasajera. Algo necesario para sentirme una mujer más hecha. En ningún momento corrí el menor peligro, ya que tomaba las debidas precauciones anticonceptivas.

Sin saber cómo llegué a la conclusión de que la sexualidad y el erotismo eran para otro tipo de mujeres: más bellas que yo y que dispusieran de unos hombres experimentados junto a los cuales pudieran disfrutar de momentos inolvidables. Vamos, que a las vulgares nos pasaba como al ver esas playas de moda o los lujosos yates: objetos para soñar, pero que nunca los conseguirás alcanzar. Resumiendo, yo había nacido para obtener unas relaciones pobres, insignificantes y que me dejarán insatisfecha.

Conocí a Ricardo en un viaje que organizó la empresa. Era uno de los representantes más populares. Nos sentaron juntos en el autocar y, desde el primer momento, me di cuenta que mi compañía le traía sin cuidado. Lo único que hacía era permanecer con la cabeza recostada, dormitando y, de vez en cuando, se limpiaba el sudor. Sin embargo, a mí él me gustaba mucho. Poseía una belleza parecida a la de David Beckan, el futbolista..

Cuando estaba lamentando mi mala suerte, ya que él no me daba pie para que iniciáramos la conversación, le vi ponerse muy malo, comenzar a vomitar y quedarse como si estuviera al borde de la muerte. Muy preocupada corrí a pedirle al conductor que parase, y me cuidé de hablar con el encargado del viaje. Por fortuna con nosotros iba un médico, que diagnosticó que Ricardo debía ser hospitalizado con la mayor urgencia.

Sufría una perforación de estómago. Y yo me quedé en la clínica, a su lado, hasta que vinieran sus familiares, a los que pos cuidamos de telefonear. Me sentía bastante culpable por el egoísmo de haber querido que me prestase atención, sin darse cuenta de lo enfermo que se encontraba.

Materialmente permanecí allí durante los quince días que Ricardo estuvo internado. Era una clínica particular y nadie me prohibió mi presencia. Me iba al trabajo, luego pasaba por mi casa para vestirme y asearme y volvía a su lado hasta las diez de la noche, que ya me invitaban a desalojar la sala de espera.

Me dio mucha alegría saber que no estaba casado y que tampoco tenía novia. Le vinieron a ver algunas chicas muy guapas, pero casi todas eran hermanas o primas de él, cuando no cuñadas o familiares de la misma clase. Pocas veces estuve en su habitación, porque me daba corte que sus padres me preguntasen el tipo de relación que me unía a su hijo. Sin embargo, en todo momento, estuve el tanto de la evolución del posoperatorio y de la convalecencia de Ricardo.

En el momento que le dieron el alta, ya intenté despreocuparme del asunto. Un imposible. Ese hombre se había metido de tal manera en mi vida, que le sentía como algo mío. A pesar de que estaba convencida de que nunca pasaríamos de ser unos simples compañeros de empresa.

Como una tonta me vi preguntando a todo el mundo si sabían algo de él; pero no quise llamarle por teléfono, como me sugirieron muchas personas, algunas con evidente mala intención. De ahí la inmensa alegría que recibí al ver un ramo de flores sobre mi mesa de trabajo. Encontré un sobre con una tarjeta dentro, cuyo contenido podía ser más o menos éste:

«Estas rosas nunca estarán tan fragantes como la dedicación que me prestaste tú en unos días tan amargos. ¡Es muy estimulante saber que uno cuenta con una «perrita faldera»!

Ricardo

No me importó que me llamase «perrita faldera», porque lo único que vi fue que había tenido en cuenta mi acción. Además, se abría ante mí la posibilidad de que estableciésemos una sólida relación. Y esto fue lo que sucedió. Bueno, me parece que les ahorraré leer todo lo que sucedió hasta la primera noche que la pasamos juntos en mi apartamento…

Recuerdo que llevaba puesto un vestido de una sola pieza, que iba provisto de una cremallera en la parte de atrás. Ricardo la desplazó con una exquisita suavidad, y me dejó tan solo con la ropa interior. Yo no quería pensar en las otras experiencias sexuales. Porque ésta iba a ser la primera, debido a que jamás había deseado tanto a un hombre.

Con la misma exquisitez soltó mi sujetador y descendió hasta el suelo mis pequeñas braguitas negras y caladas. Luego, su mano avanzó por mi vientre, llegó a mis ingles e introdujo dos dedos en mi coño. Me abrí de piernas todo lo que me fue posible. Para darle idea de que era todo suyo, que en mí no encontraría el más mínimo obstáculo.

—Mi «perrita faldera»… ¡Vaya, aquí está tu clítoris, esperando el contacto sin que yo tenga necesidad de arrancarlo de su capuchón! Voy a masajearlo un poco… ¿Te lo han hecho alguna vez?

—No… Por favor, desnúdate, Ricardo… Te amo tanto, que deseo yerte sin ropa… ¡Sólo mío!

La voz salió de mis labios sin ningún tipo de pudor, como la confidencia que se hace a la persona más importante del mundo. Por eso sonreí al ver que me complacía empleando una sola mano. Ya que no dejó de titilarme el clítoris… Sin ropas me pareció todavía más guapo, y me impresionó una enormidad ver su polla erecta, convertida en un ariete que parecía apuntar hacia mi cuerpo.

Se la acaricié en medio de unos suspiros, provocados por los orgasmos que se concentraban en mis galerías vaginales. Los dos nos sentamos en la cama, para que se diera forma a una honda penetración. Entonces, comprendí que me estaba tocando la maravillosa suerte de poder disfrutar de lo que siempre había considerado un imposible, una conquista que se hallaba muy lejos de una mujer como yo.

De esta manera tan prodigiosa dio comienzo un goce esclavizador. Queriendo hacer algo más que mantener una actitud pasiva, le recorrí toda la columna vertebral con mis dedos. Mientras, en el interior del coño, su polla estaba dando las embestidas propias de la eyaculación.

El riego de mis entrañas por medio de una leche abrasadora, poderosa y aromatizada, me dejó con la boca abierta. Pareció como si me faltara el aire, por haber alcanzado esas alturas donde a los alpinistas le es necesario utilizar las máscaras de oxígeno. Me hallaba en el mismo techo del mundo. Nunca había sido tan feliz.

Encima el contacto no finalizó allí, ya que Ricardo me ofreció un beso larguísimo, lento y algo jadeante. Esperaba recuperarse muy pronto, y no quería que yo pudiese ni siquiera imaginar que se iba a conformar con «tan poco». Los ojos le reían y su boca componía una mueca divina, en el momento que nos separamos del boca a boca.

—«Mi perrita faldera», follar contigo es tan fácil como si los dos lo hubiésemos ensayado: te acoplas a cada uno de mis movimientos, se cierra tu coñito al paso de mi verga y tiemblas bajo cada una de mis caricias… ¡Eres una mujer maravillosa!

Unió al elogio la acción de bajar la cabeza, para apoderarse de mi teta derecha. Mordisqueó el pezoncillo; acto seguido, desplazó los dedos de su mano izquierda sobre mi vientre… De nuevo mis piernas se aflojaron y mi respiración adquirió una gran sonoridad. Bajo los efectos de otra posesión mágica: arrodillándose me sujetó por las nalgas, me atrajo hasta él y con su lengua me encontró el centro del coño. Nada le costó alcanzar mi clítoris, para lamerlo y masajearlo con mayor intensidad que al emplear los dedos. Todo mi cuerpo se hizo un solo temblor, igual que si estuviera a punto de sufrir un descontrol nervioso.

Me abrí ligeramente de piernas, para dejar que el beso bucogenital continuase realizando tan acariciadora y enervante labor. Unos débiles jadeos y unos susurros se escaparon de mis labios, porque estaba percibiendo cómo la curva del placer ascendía aceleradamente.

De pronto, en otra muestra de esclavitud asumida, giré muy despacio mi cuerpo y me coloqué a horcajadas. De tal forma que su polla quedó ante mis labios. No perdí la ocasión, ni el tiempo: abrí los labios, moví la cabeza y proporcioné un húmedo alojamiento a aquella hermosa espada.

Me inundaron mil temblores de excitación, mientras me asombraba de lo hermoso que podía resultar el sexo junto a un hombre experto y al que amaba con locura. ¡Qué fantástico goce sentir mi boca repleta por aquella durísima carnosidad!

Advertí que me encontraba en las puertas de un nuevo orgasmo; sin embargo, no sé cómo, encontré la forma de contenerme para que el placer se desbordara en el interior de mi cuerpo. Y lo mismo debió sentir él, cuya picha mostraba la inquietud a medida que se iba engrandeciendo, hasta que, en un rápido movimiento, cambió de posición.

Yo casi me quedé inmóvil, pero me bastó con dejarme caer hacia un lado para quedar con las piernas abiertas, dispuesta a recibir nuevamente la anhelada picha.

Un instante más tarde, me noté penetrada. Exhalé un gemido de felicidad, a la vez que cerraba los muslos y mis piernas le rodeaban la cintura, para que no contase con ninguna posibilidad de escapatoria. Sabía que eso no iba a ocurrir —¿o acaso ya presentí que no iba a ser mío nada más que aquella noche?

Los alcanzamos un orgasmo simultáneo gimiendo de placer: yo le acompañé también en los sonidos de satisfacción, mientras percibía de qué manera su esperma se esparcía por mis galerías internas.

«¡Extraordinario… Extraordinario», pensé, enloquecida y más enamorada que nunca.

Y así concluyó uno de los momentos más excelsos de mi vida, dentro de lo sexual. Pero que, posteriormente, sirvió para vivir dos años materialmente esclavizada a un hombre que me había utilizado como a su «perrita faldera». La follada había sido el pago a mi dedicación; luego, comenzaron a surgir las disculpas, que consideré lógicas por su condición de representante.

Continuamente debía estar viajando por toda España. Cuando venía a la ciudad, estaba obligado a cumplir con su familia. A mí me concedía unas horas, nunca como esas que acabo de describir: unas veces porque estaba cansado, y otras porque había quedado citado con alguien. Algo así como eso del «aquí te pillo y aquí te mato».

Pero yo seguía enamorada. Se lo disculpaba todo.

Lo peor llegó cuando, al llevarle un traje a la tintorería —aquella misma tarde se lo había manchado en el restaurante, por culpa de una discusión que tuvo conmigo—, le encontré una carta. Era de una chica de Zaragoza. Sé que hice mal en leerla… ¡Maldita sea! ¿Cómo era posible que le escribiera unas frases tan apasionadas sin pensar que eran el fruto de unas folladas superiores a las que yo recibía?

La rabia que sentí la pagué únicamente con la carta, ya que la rompí en mil pedazos. Pero a él no le dije nada. Y quise atraparle mostrándome complaciente con él, regalándole el estómago y cubriendo todos sus caprichos. Ni una mala cara en el caso de que me dejase plantada o se olvidara de telefonearme en sus viajes. Cuando volvía a mi lado, le sonreía y le preparaba las cosas como si fuera su más fiel esposa.

Esta mansedumbre mía, o tal grado de esclavitud, le llevó a pedirme algo más: dinero y los informes de las ventas y el nombre de los clientes de los otros vendedores o representantes. Yo sabía que iba en contra de las normas de la empresa, ya que los clientes dependían en exclusiva de quien los había sabido conseguir.

Fueron muchos errores, unos detrás de otros y en una cadena ascendente, porque Ricardo se mostraba insaciable. Le estaba brindando las armas para vencer a sus rivales, y las utilizó con tanta habilidad que terminó convirtiéndose en el jefe de los vendedores. Cuando me enteré me sentí muy feliz, porque eso supondría que iba a quedarse de una manera permanente en la ciudad. No obstante, se comportó de la forma más cruel:

—Mira, Angelines…

Mi nombre me sonó como una bofetada, ya que me había acostumbrado al apodo de «perrita faldera». Y comprendí que me aguardaba algo muy desagradable.

—Hemos llegado a un punto en el que es imposible que nos sigamos relacionando. En la empresa no se acepta que los empleados mantengan tratos sentimentales. Además, ya hay muchos que piensan que mi suerte no se ha debido a una habilidad natural. Si conocieran lo nuestro, seguro que atarían cabos… ¡Vaya, que debemos romper!

—¿Después de todo lo que he hecho por ti? ¡De qué manera más sucia me has utilizado…! —me quejé, mientras rompía a llorar.

—Por favor, no te pongas así, Angelines… Yo vendré a verte a menudo…

—¿A qué llamas tú «a menudo» a aparecer por aquí una vez al mes o en los días, que ahora serán muy pocos, que te sientas solo…?

—¡Pues mira cómo te pones por nada! —exclamó, alzándose de hombre, aplastando el cigarrillo que estaba fumando en el cenicero y dirigiéndose hasta la puerta, desde donde me dijo — Conoces mi aversión a las lágrimas. Tienes mi número de teléfono. En el caso de que cambies de opinión, ya sabes dónde puedes encontrarme.

Jamás he vuelto a llamarle. Nos vemos en la empresa, nada más. Como entenderéis él ha llegado a querer volver a mi apartamento. Varios días, en estos últimos cinco meses, se ha presentado cargado de flores y regalos. Pero no le he abierto. También me ha pasado papelitos a escondidas, ya fuera al cruzarnos por el pasillo o al entrar en mi despacho por cualquier asunto laboral. Todos han ido a parar a la papelera.

Decía mi abuela una frase muy antigua y sabía: «Dios aprieta pero no ahoga». En efecto, cuando creía que el mundo se había acabado para mí, por lo que debía volver a mis actividades anteriores, fui a encontrarme con Alfredo. No es un hombre muy guapo, ni siquiera simpático; pero es un tío de los pies a la cabeza, de esos que cuando dan una palabra, la cumplen sin ningún tipo de disculpas.

Y lo mejor de él: conoce como nadie las relaciones sexuales. Por cierto, las llama «lecciones de anatomía». Voy a describiros una de ellas:

—No quiero que me tengas por un empollón, Angelines. Lo que sucede es que entiendo este encuentro como una prueba de amor, que se materializa por medio de un perfecto conocimiento del cuerpo femenino… Porque te adoro, no puedo concentrarme únicamente en tu coño, sino que he de hacerte saber que me importa todo lo que te pertenece.

Al mismo tiempo que preparaba unas copas de licor, noté cómo me acariciaba la espalda y se detenía en mi trasero. Como yo me resistí un poco intencionadamente, para comprobar hasta dónde podía él llegar, siguió con la caricia. Deslizó los dedos de abajo a arriba en toda la extensión.

Con una gran maestría me quitó el vestido y las braguitas. Luego, olvidándose de las bebidas y la botella, me pasó la mano izquierda entre las nalgas marcando todo el valle que conducía el ano.

Ya no retuve lo estremecimientos; al mismo tiempo, me llegaban en tromba los chorrillos de humor. Alfredo me rodeó por la cintura, me besó con pasión en la boca, en el cuello, en las orejas, en la nuca y en cada punto de los hombros.

Mientras, presionaba mis glúteos. Seguidamente se dedicó a masajearme el coño y sus labios se posaron en mis pezones. Me los relamió con mucha parsimonia, exquisitamente. De la misma manera que un bebé hambriento. Y, de muy pronto, consiguió que me convulsionara dominada por una excitación superior a todas las conocidas —hasta las que obtuve con Ricardo.

—¡Cómo me conoces, cariño…! —debí admitir.

Me noté arder por la eficacia de sus acciones «anatómicas». Y el momento alcanzó una proporciones de triunfo en ese segundo que yo me deslicé hacia abajo. Porque ambos habíamos caído sobre el sofá. Le extraje la polla, y me retorcí para, al mismo tiempo, conseguir que él me siguiera acariciando el chocho.

—Me gusta que no quieras perder ni una sola de las oportunidades de obtener placer, Angelines.

Sin ningún género de dudas aquella fue una excelente manera de iniciar la diversión. Dado que su polla mantenía una gran dureza, yo no dejé de frotarme sobre ella. Apreté para que entrase en mi gruta. Allí le di el alojamiento que se merecía.

Sus manos, sus piernas y su boca no dejaron de ir tocando zonas de mi piel, buscando anatómicos donde se concentran las energías erógenas. Aquello tuvo mucho de una labor de acupuntura. Me vi brincando sobre un capullo diamante, que se deslizaba prodigiosamente por un túnel muy lubricado. Y en el instante preciso me dejó toda la carga de su leche.

—¡Maravilloso…! —grité satisfecha.

Nos mantuvimos pegados por espacio de varios minutos, sin que su verga perdiera ni la mitad de la erección. Me dediqué a acariciarle por todas partes, dulcemente. Cambié de posición. Nos dimos un beso muy intenso.

Me agaché y dejé a la altura de sus ojos la pequeña entrada de mi ano. Los dos sonreíamos. Le observé queriendo apreciar todos los grados de su calentura, de sus deseos y de nuestro placer.

Hizo que me colocase en posición, y me dio unos toques con sus sabios dedos. Me pasó su lengua tibia y rosada por el cuerpo. Así fue recorriendo todo el camino, desde mis pezones hasta la mata de pelo púbico. Entonces, le invité con una extrema dulzura:

—¿Quieres follarme por donde serías el primero?

Yo me notaba arder, y hubiese querido que él me encajase la verga en mi estrecha. Pero seguí jugando con la lengua y con los besos, que quedaban como sellos marcados en toda su piel. También le chupé el vástago, tan tieso como una barra de hierro.

Alfredo me metió sus dedos en el valle de las dos oquedades, aplicándome un masaje suave, para finalmente introducirme el índice en medio de la pelambrera del trasero, ya húmeda por la corriente del flujo que manaba de mi coño. Se untó el pulgar con una enorme cantidad de saliva, con lo que me dio un masaje en redondo, para que mi esfínter se relajara.

De esta manera continuó hasta dejarlo totalmente lubricado; y, acto seguido, puso la cabeza de su polla en la misma entrada, y la fue introduciendo con suavidad. Se deslizó sin ninguna dificultad, aprisionándola en todo su contorno y abriéndose camino, un poco más, con cada empujón.

Sintiéndola cada vez más dentro, empecé a liberar unos pequeños quejidos de placer, hasta que me acoplé a sus movimientos, a pesar de que el dulzor de fuego me venía con intensidad. El orgasmo tardó un poco, a la vez que nuestros movimientos eran tan ajustados que casi su polla formaba parte de mi vientre… ¡Así exploté con un caudal increíble, soberbio; extraordinario!

Pocos segundos más tarde, él se echó encima de mí, queriendo beberse los restos de mis jugos. Me provocó otra calentura inmediata, que apagué sentándome sobre su mástil, que me metí hasta los cojones.

Sin dar muestras de cansancio, Alfredo se entregó a realizar unos movimientos «anatómicos» de caderas, que me permitieron alcanzar un orgasmo superior al primero…

De esta manera me convencí que una mujer como yo podía alcanzar el paraíso, sin necesidad de dejarse esclavizar por un canalla. En la actualidad faltan escasas semanas para que Alfredo y yo nos casemos. Le he contado todo lo que me pasó con Ricardo. No le importa, porque sabe que ya sólo significa para mí una historia, un error, que no estoy dispuesta a repetir.

Angelines – Valladolid

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