Se gustaba a sí misma Lucinda. Se sabía hermosa y, cuando se quedaba sola en casa frente al gran espejo de su dormitorio, comenzaba a desnudarse y a gozar contemplando su propia belleza.
Era de noche, hacía frío y estábamos muertos de hambre. En nuestro largo caminar entre encinares y robles, tropezamos con aquel caserón que nos pareció estar deshabitado. Intentamos derribar su puerta y una voz profunda nos gritó desde el interior de aquella especie de caserío en ruinas:
¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?