Placer prohibido

Casado a los treinta años, padre de familia, a los cuarenta no voy a decir que se siente uno apartado de la vida —o mejor dicho: de la aventura— erótica. Se sigue anhelando, quizás con más intensidad que en años más jóvenes, precisamente por la conciencia de que cada día que pasa resultará más difícil atraer la atención de una mujer joven hacia nosotros.

Por eso están tan llenas las cafeterías de camareras de hombres cuya edad oscila entre los cuarenta y los cincuenta. Hombres aún vivos para el erotismo, que comprenden que sus posibilidades de conquista aumentan en los sitios donde la mujer valora el dinero más que el amor altruista y sentimental.

Porque cuando el hombre de esas edades habla de aventuras, se refiere a mujeres cuya edad empieza por 2. Si ha de empezar por 3 o por 4, para eso ya tenemos a nuestras esposas. Ya la aventura no tendría el maravilloso aliciente de volvernos a nuestra juventud Pero, naturalmente, nadie piensa a esa edad en mujeres cuyos años comiencen por 1. En ese grupo sólo están las niñas, nuestras propias hijas.

Por eso, el día que mi joven ayudante de trabajo, al telefonearle yo para verle fuera de sus horas de empleo y darle un recado urgente me dijo que fuera a verle a aquella discoteca, me sentí un poco cohibido y desplazado al entrar en el estruendoso local y verme rodeado por verdaderas veinteañeras.

Hasta sentí como un pudor, como un miedo a que pensasen que yo era algo así como un maniático sexual. Y busqué al joven Alberto para darle el encargo y marcharme corriendo de allí, donde no me sentía cómodo.

Alberto estaba charlando con tres chicas, ninguna de las cuales tendría aún los 20. A una de ellas la tenía abrazada por la cintura, contra su costado, pero sin hacerle demasiado caso. Hablaba con las tres.

Al acercarme al grupo, mi ayudante me presentó a las tres muchachitas como la cosa más natural del mundo. Y yo hice un cumplido de que eran muy bonitas, como hombre galante que soy. Y punto. Cualquiera de ellas podía ser mi propia hija.

Como lo que tenía que decir a Alberto era cosa privada, él las despachó muy naturalmente, diciéndoles que teníamos que hablar. Y ellas se fueron, sin enfadarse. Sólo una de ellas, quizás la más jovencita, comentó:

—¿No podemos tomar algo mientras os esperamos? Estamos secas y no tenemos un céntimo entre las tres.

¡Qué de particular tiene que yo me ofreciese a invitarlas a lo que quisieran! Pero, el terminar mi recado de trabajo, tuve que acercarme a la mesa que ellas habían ocupado, puesto que tenía que pagar. Y me senté precisamente junto a la jovencita, que se llamaba Cris.

Todo ocurrió de forma muy natural. Alberto se fue a bailar con su pareja y yo me quedé sentado, con un whisky en la mano, entre las otras dos. Y aquí venía mi problema: ¿De qué iba a hablar yo con aquellas niñatas?

Cris me evitó el quebradero de cabeza. De pronto, me miró seriamente a los ojos, preguntándome:

—¿No te apetece follar un rato?

El vaso de whisky no se me cayó de la mano. Quizás porque me quedé tan agarrotado que lo difícil era abrir los dedos.

—¿Cómo dices! —pregunté, aturdido, seguro de que había oído mal.

Pero Cris estaba muy segura de sí misma.

—¡Yo es que estoy hoy…! —comentó, como quien habla de un dolor de pies—. Debe ser que ayer terminé la regla, y siempre que termino me paso tres días cachonda desde que me levanto, hasta que me acuesto.

—A mí me pasa igual —confirmó su compañera, que no tendría más de 19 años—. ¡Y el Andrés no ha venido esta tarde! Me veo haciéndome una paja en los servicios.

—¡Bah, chica! —despreció Cris—. Mientras haya hombres, yo no me meto el dedo. ¿No te parece? —preguntó, dirigiéndose a mí.

Y yo, ¿qué podía contestarle? Sí, estoy seguro de que había perdido el color. Menos mal que la discoteca no tenía demasiada luz.

—Yo… —balbuceé, como un tonto—, no sé…

—Sólo falta que me digas que te gusta comerte un coñito fresco, ¡y te follo aquí mismo, fíjate!

La compañera de Cris sorbió entre los dientes, como recibiendo la caricia.

—¡Eso es lo que a mí me gusta! —comentó, abriendo las piernas como ofreciéndome su sexo a través de los pantalones—. ¡Y el Andrés se lo hace de miedo!

—Pero se te ha ido hoy a comérselo a otra —se rió Cris.

Su amiguita se encogió de hombros.

—¡Que le den por culo! ¡Pues sí que me van a faltar a mí hombres!

¿Se imaginan mi situación? Por un lado, la sorpresa, el asombro, la lógica repugnancia ante aquella conversación en boca de unas niñatas. Por otro, el que tenían unos pechitos bien marcados, unos muslos que adivinaba turbadores, y que me estaban ofreciendo así de sencillamente lo que nunca me había ofrecido una mujer —ni la mía de casados— con aquella facilidad.

Cris volvió a enfrentarse a mí.

—¿Qué? ¿Te decides y nos vamos a buscar una cama?

—Es que… —volví a turbarme— me da no sé qué… Sois unas niñas de 18 años y yo puedo ser vuestro padre…

—¡Anda, coño! ¿Ahora tienes complejo de viejo…? ¿Qué pasa? ¿Qué no se te pone tiesa ya?

—¡Claro que sí, pero…!

—Oye, no sufras. Si no te apetece, tan amigos. Ya me busco otro.

—¡No, no! —exclamé, sujetándola cuando se levantaba—. Te aseguro que estoy deseando.

—¡Pues andando, que no me aguanto más!

—Voy con vosotros —comentó la otra, levantándose también—. A ver si aprendo algo nuevo, viéndoos.

—Tú lo que quieres es ver si te cae un nabo de rebote —se rió Cris.

—Claro que si aquí, el amigo, está tan viejo como dice, en cuanto eche un polvo, seguro que nos tenemos que comer el coño nosotras, para consolarnos.

—Pues por mí, si vamos a partes iguales.

No hablaban por hablar. No era una pose, ni un truco para reírse de mí. Ellas mismas pidieron la llave de un apartamento a una amiga y allí nos fuimos. Y puedo asegurar que sabían todo lo que hay que saber.

Me chuparon con sabiduría, me hicieron chuparles a ellas todo el cuerpo, me pidieron posturas, hicieron el sesenta y nueve entre ellas, se metieron vibradores que llevaban en el bolso, se turnaron, se amontonaron…

Aquella noche, no pude dormir. Los recuerdos eran como una pesadilla. Sentía un complejo de culpabilidad insoportable.

Al día siguiente, tuve que confesarle a Alberto lo que había ocurrido. Pero su reacción no fue la que esperaba. Se encogió de hombros, diciendo:

—Es que son unas salidas. Se pasan el día buscando polla. Yo las huyo. Y no sólo ellas. ¡Si muchos días tenemos que follarnos a estas niñatas allí mismo, en la discoteca, para que se queden a gusto!

Amigos, la mujer ha tomado el mando sexual. No es que ahora cedan. ¡Es que ahora piden! Y, aunque no soy futurólogo, estoy seguro de que eso va a cambiar muchas cosas. Quizás demasiadas.

Y una idea me aterra, sobre todas las demás: Mi esposa, por ejemplo, tiene treinta y seis años y hace el amor con la misma ilusión que cualquiera de estas jovencitas. Y aún se sorprende y se excita por las variaciones que voy buscando, para reverdecer nuestro matrimonio. Y llega a los orgasmos con facilidad y con plenitud.

Pero ellas, las nuevas «Lolitas», ¿podrán conservar alguna ilusión?

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