Una hembra de superlujo
Relato enviado por Lozano (Valencia)
No me considero un hombre guapo, he cumplido los 29 años, soy contable en una importante compañía y he podido ganarme una cierta fama por mis conocimientos informáticos. En lo que se refiere a lo sexual, estoy muy lejos de tenerme por un amante normal.
Como soy asiduo a las llamadas eroticas, me he comprometido a no fantasear. En virtud de que toda la vida me la he pasado entre mujeres, ya fuese en el pueblo, en el colegio, en la universidad y en las distintas academias a las que he asistido, por no mencionar la compañía en la que trabajo, donde predomina el género femenino, no me corto a la hora de salir con una chica.
Lo que sucede es que jamás he aireado mis conquistas, ni doy pie a que ellas vayan por ahí divulgando mis méritos o mis virtudes.
Y luego de este largo preámbulo, debo contaros cómo establecí contacto con esa «hembra de súper lujo«. Sucedió a las pocas semanas de empezar a trabajar en la empresa.
La vi caminando por el pasillo, en medio de los cristales que ocupan las zonas altas de las mamparas que dividen o dan forma a los despachos. Me quedé absolutamente sin aliento.
Debo reconocer que yo creía que ese tipo de mujeres sólo se podían encontrar en las pasarelas de la alta costura, en las revistas de modas, en el cine o en algunos otros espectáculos. Pili, mi ayudante, tuvo que darme una patadita por debajo de la mesa, para que me desapareciese la expresión bobalicona que se me había quedado; ademas, me trajo un gran vaso de agua muy fría.
Aquel fue mi único error, que no transcendió porque Pili ya era una buena amiga. A partir de entonces me mostré muy distinto, pese a que me tocó estar al lado de Amalia, la «hembra de súper- lujo», en infinidad de ocasiones.
Era la esposa del dueño de la compañía. Y como disponía de gente que cuidaba de su casa, se empeñó en ocupar el tiempo libre jugando a la Bolsa o invirtiendo su dinero en negocios seguros, aunque no fuesen demasiado conocidos.
Aquí entré yo. Don Federico, el dueño de la compañía, me pidió que emplease algunas horas en crear un programa de asesoramiento, es decir, informar a su mujer del estado financiero de medio país. No resultó para mí un trabajo demasiado complicado, debido a que yo estaba abonado a los principales diarios y revistas financieras del país.
Con los estudios informáticos que éstos ya habían realizado, a lo que uní toda la información que yo mismo pude conseguir por otras vías, preparé el programa de ordenador que se me había pedido. Sin embargo, como es lógico, Amalia no entendió ni papa.
Se hizo necesario que le explicara todo paso a paso, pero teniéndola a mi espalda mientras yo estaba sentado manejando el ordenador. Olía a una fragancia que me ponía a cien, lo que no se reflejó en mis empalmamientos. Sé cómo detenerlos, lo mismo que puedo ocultar hábilmente mi excitación.
Tampoco me afectó que me rozara con sus tetas, que llevaba tapadas convenientemente, o me acariciara involuntariamente la cara con su cabello teñido de un tono caoba. Pequeños sufrimientos a soportar, al intuir que me estaba ganando lo que iba a llegar después. Debía tener paciencia. .
Al cabo de unas semanas, ella pudo efectuar sus primeras inversiones. Y en un mes tan solo comprobó que no había perdido ni un solo euro; al contrario, disponía de unos miles de euros de más. Todo a mi favor.
– ¡Lozano, es usted un genio de las finanzas! ¿Qué quiere de regalo? – me preguntó, luego de abrazarme muy efusivamente -. Lo suyo es que le correspondiera a usted una tercera parte de mis beneficios totales…
No sólo gané dinero, ya que obtuve, además, la confianza del matrimonio. Empecé a ir a comer a su casa, que era un chalet situado en una urbanización muy selecta. Y a conocer, como suele ocurrir al penetrar en la intimidad de una pareja, que allí había problemas de los que no se solucionan con euros.
Yo intenté aparentar que no me daba cuenta de nada; sin embargo, ellos me obligaban a participar en sus discusiones. Y lo más comprometido, me quedaba demasiadas horas a solas con Amalia. De ahí que sucediese lo inevitable…
En el momento que la tuve entre mis brazos, agitada y loca de deseo, me agaché para rendirle el homenaje que se merecía. Busqué entre sus bajos, con la lengua fuera de los labios. Un aroma a rosas secas, de ésas que nuestras madres solían introducir entre las sábanas al guardarlas en los armarios, me saludó por el simple hecho de subirle la falda.
¡Yo no me hallaba dispuesto a contener mis impulsos lujuriosos! ¡Al instante puse toda la carne en el asador!
Amalia no llevaba bragas, por lo que olfateé directamente sus ingles afeitadas, con lo que pude ver cómo se dilataban sus grandes labios. Todo prodigio, igual que sentir la vida natural crecer en el interior del más exquisito jardín.
– Por favor, Lozano – suplicó ella, apoyándose en la pared del vestíbulo -. Ya me tienes bastante caliente… ¡Quiero notarte dentro de mí… Por favor, no me hagas esperar tanto…!
Intentó abrirse aún más, alzó un poquito los pies descansando en parte el cuerpo en las puntas de sus zapatos y echó las manos alrededor de mi espalda. Su humanidad voluptuosa y ardiente todavía guardaba el tono aceitunado del verano, a pesar de que estábamos a finales de noviembre.
Sus tetas, grandes y altas, buscaron mi cuerpo con ansiedad. La barbilla le temblaba ligeramente.
Tuve que contemplarla con alguna preocupación. Sin separarme de ella, le pregunté:
– ¿Tan mal te trata tu marido?
No me hagas esa pregunta.
¡Tú sabes que me muero a chorros por disfrutar de una buena jodienda… Si hasta he llegado a creer que eso sólo ocurre en las películas, en las revistas y en los vídeos pornográficos!
– Entonces, ¿cómo se explica que lleves las ingles afeitadas, querida Amalia?
-Esa es otra cuestión. Porque intento servir a mi esposo todo lo que le gusta, porque hace tiempo me pidió que me afeitase el chichi, ¡pero ni por ésas!
Sus palabras y sus miradas encerraban tal grado de intensidad, que me quedé un momento inmóvil y anonadado.
De repente, Amalia me cogió por la cintura con una fuerza impresionante. Llegó a hincarme las uñas en la espalda como clavos que se fijan en una pared rocosa a escalar.
Esto me decidió a poseerla en el acto, para lo que sólo necesité agarrarla bien por las cachas.
Mi entrada en su coño se hizo tan sencilla como ajustarse un guante de gamuza de alguien que tuviese la mano mas grande y gruesa que la mía. Bueno, conté con la ventaja de que, una vez estuvo mi picha dentro, las paredes internas de ese «guante» se cerraron como si se hallaran provistas de unas ventosas.
Y es que ella me estaba llevando hasta su cuerpo, queriendo que nos mantuviésemos pegados. Y cuando nuestra pieles fueron solo una, combinándose hasta nuestras respiraciones, la vi relajarse.
Su dedos dejaron de presionar y sus muslos siguieron mi ritmo. Con los vientres juntos, mecidos por medio de unos movimientos de vaivén, quedé arqueado sobre el hermosísimo cuerpo de Amalia.
Los destellos de lujuria seguían reflejándose en sus pupilas. Observé impresionado el espectáculo que suponía estar follando, estrenándome, con una casada.
Después presté la máxima importancia al frenesí que mostraba aquella hembra que apenas rozaba los cuarenta años y era más hermosa que todas las otras mujeres que yo había conocido en mi vida.
Y debí reconocer que jamás había contemplado tanta pasión, aquella manifestación de que la follada era el hecho más importante en la existencia de la «hembra de superlujo’’. Me sorprendí.
– Está resultando como en esas noches de delirio lo he soñado… cuando me revolvía entre las sábanas de mi cama… masturbándome… Sabía que en algún momento iba a encontrar a un amante de tu calidad -musitó apretándose sobre mí, para que la picha le entrase todavía más.
– ¿Deseas que cambiemos de postura, amor? Quizá tengas alguna preferencia…
-En mis sueños más morbosos siempre me veo colocada de una manera muy especial. Espera que te la muestre.
Se separó de mí con un pequeño esfuerzo. ¡Entonces me di cuenta de que ella acababa de orgasmear, ya que todo su entusiasmo había sido la demostración más rotunda de esa explosión de gozo!
Y luego de secarse el coño con sus enaguas, se mantuvo a gatas sobre la colcha de raso de su cama de matrimonio. Pero colocando ante mí su suculento trasero. ¡Qué tentación!
– ¡Esta es mi fantasía!
Me quedé impresionado ante nalgas tan exuberantes, en cuyo centro aparecía un diminuto agujero oscuro y, cerca, toda la breva encarnada que formaba el chumino cerrado. Y acerqué el capullo a la tentadora escultura, para recorrerla desde la cima hasta la base. Pronto noté las abundantes pegajosidades vaginales.
-¡Métemela con la mayor potencia! – exclamó.
Me asaltó un instante de indecisión. ¿Por dónde quería que se la «metiera’’? ¡Acaso por el culo, lo que nunca me ha agradado demasiado, o por el coño?
Esperé un poco.
-¡Vamos, cariño, la deseo por la vía normal! ¡Como antes, pero siendo yo tu pastorcita enamorada! ¿Hay algún problema para ti?
-¡No, de ninguna manera! – dije entusiasmado.
Más allá de la pequeña confusión, empuñé la picha y repetí la penetración por el túnel natural, que me recibió elástico y abrasador. Rápidamente, efectué unos avances y unos retrocesos con el capullo, materializando una cabalgada en todo momento más acelerada. Tenía ante mí muchos estímulos; y no quería pensar en los perjuicios.
-¡Mmmhhh… Ooohhh, qué grande la siento… Ooohh…! – liberó unos alaridos con los labios junto a la almohada enloquecida de pasión.
Cada vez que notaba mi picha ascendiendo por la escalera del placer, yo aumentaba las acciones propinando unas terribles arremetidas en el corazón de aquellos glúteos semiesféricos que se mostraban sobre sus muslos recogidos. ¡Qué estímulos!
Y en el momento que Amalia me iba a entregar su vida, me lancé con unas energías superiores, igual que un bólido de fórmula uno en una recta. Era mi ocasión.
Ella alcanzó un nuevo orgasmo; y mi capullo recibió en su punta las rítmicas pulsaciones de la gozada y del baño de caldos que siguió a continuación. Momento en el que reduje la cadencia de mis acciones de jodienda y grité:
– ¡Ya me viene!
Proseguí follando, con la respiración más fuerte y sudando como si estuviera en una sauna. E intenté no perder calidad, al acariciar el cuerpo desnudo de la «hembra de súper lujo» y cuidarme, a la vez, de que en sus retrocesos mi picha frotase el siempre erecto clítoris. Era mi ocasión.
-Pero, ¿qué has tomado para mantenerte bien empalmado durante tanto rato? – logró ella articular la pregunta entre unos gemidos muy prolongados-. A mi esposo se le ablanda al poco de empezar. Yo me esmero y…
-Es posible, pero tiene más dinero que pesa. Le preocuparán demasiado sus negocios.
Volví a coger el ritmo de la follada, presionando con todo lo que se hallaba a mi disposición. Sabía que iba por el mejor camino. Pero Amalia no dejaba de hablar con una obsesiva cantinela.
Embriagada de pasión:
– ¡Ya llevo más de ocho orgasmos… Esto es formidable, querido Lozano! ¡Y tú con ganas de soltarme una nueva carga de manteca!
-No estamos participando en ningún tipo de competición, mi amada Amalia. Tú a mí me gustas un montón. Podría decir que estoy coladito por ti… ¡Vaya, sigamos con esto… Nos encontramos en lo mejor! ¡¡Palabra de contable!!
-¡Y pensar que al conocerte te creí un ingenuo «chupatintas»! ¡Ah, me felicito por mi idea de meterme en el mundo de las altas finanzas… Qué ocasión más fantástica…!
-¡Te lo voy a echar, cachondísima.. Prepárate!
-¡Me tienes bien dispuesta!
Yo no dejaba de ir y venir con unas poderosas embestidas, actuando como si me estuviera deslizando por un tobogán. Había perdido el control sobre mis actos, solo era un maravilloso instrumento de la más fabulosa corrida.
Todo un vaciado explosivo, que intenté controlar en los momentos más decisivos. Por último, nos dejamos caer de lado, besándonos abrazados. Sudorosos y embriagados de ese placer que consolida las más peligrosas relaciones…, ¡y da fuerzas para mantenerlas a toda costa!
Relaciones que los dos venimos manteniendo con bastante habilidad desde entonces. Porque hacemos gala de la mayor discreción. El marido de Amalia ni se entera, ya que no le damos motivo para que sospeche.
Ella sigue coqueteando conmigo, como hacía antes, aunque esté delante don Federico. Y como yo no dejo de tener éxito con mis nuevos programas informáticos…
Comprendo que vosotros y vosotras, los que me estéis leyendo, pensaréis sino he previsto mi futuro. Prefiero disfrutar del presente. Tiempo habrá de irme adaptando a los cambios que se puedan producir, aunque éstos sean de lo más drástico.
¡Pero nadie me podrá arrebatar lo que he gozado con esta «hembra de súper lujo»!