Erotismo Sangriento

erotismo

Enviado por Manuel, Madrid

Cuando conocí a aquella mujer que me dijo llamarse Daniela, no pensé en la cantidad de sorpresas que me depararía una hembra tan fantástica, tan atractiva, tan misteriosa y tan llena de erotismo.

Me encontraba yo medio tumbado sobre la barra de un bar perdido en los entresijos de una barriada madrileña cargada de historia y de caserones antiguos, muchos de ellos hasta con escudos heráldicos en sus fachadas.

También me encontraba algo ebrio y bastante aburrido, cuando, de repente, descubrí a Daniela, fumando cigarrillo tras cigarrillo en el rincón más discreto del local y con gesto de desesperación que denunciaba perfectamente su impaciencia por ver aparecer a alguien que no llegaba ni llegó en toda la tarde.

Mi aburrimiento y mi especie de borrachera me animaron a acercarme a la misteriosa dama para ofrecerle una copa y mi compañía. No rechazó ella ninguna de las dos cosas. Al parecer,  en mi aspecto, no me consideró individuo peligroso.

Antes de abordarla, la estuve observando durante largo rato. Mi vista iba de sus pechos sugeridos bajo la blusa de finísima tela transparente, a sus muslos que dejaba ver la minifalda arrugada y a sus finos labios que, a mi juicio, anhelaban besar, además de chupar un pitillo tras otro.

En la corta distancia que nos separaba, fantaseé con las cosas que podríamos hacer juntos la bella desconocida y yo, si ella quisiera. Por eso, agobiado por estos pensamientos que volaban dentro de mi cabeza como pájaros siniestros, me decidí a acercarme a ella.

¿Me permite, señorita? ¿Puedo ofrecerle una copa? ¿Un cigarrillo? ¿Un ratito de compañía?

Esperando como respuesta un mal gesto o un exabrupto, me quedé extasiado cuando la oí responderme:

– En estos momentos, cualquiera de las tres cosas que usted me ofrece pueden serme muy útiles y agradables.

Muchas gracias. Me acomodé a su lado y le hablé de mi aburrimiento aquella tarde, de mi soledad diaria y de mi absoluta necesidad de poseer compañía femenina. Con todo aquello, mi bragueta comenzó a oprimirme la polla.

Hablamos durante largo rato y en vista de que entre ambos se había establecido una corriente de simpatía y confianza, me pidió, con toda normalidad, que la acompañase a su apartamento. Juntos salimos de aquel siniestro establecimiento y juntos comenzamos a caminar.

Durante el trayecto hasta su casa, pude robarle un par de besos, convencidos ambos de que íbamos a proporcionarnos mutuamente una noche de erotismo y placer.

– He sufrido mucho por causa del amor -me decía- quizás porque comencé a practicarlo desde muy jovencita y, porque nunca me he sentido satisfecha con los gestos habituales del sexo. Cada vez quiero más y más.

La primera vez que hice el amor, disfruté tanto que no pude darme cuenta de que estaba follando sobre un montón de vidrios, los cuales me arañaron el culo y me dejaron los muslos hechos una auténtica carnicería. ¿Me comprendes ahora?

-. Sí, claro que te comprendo, como no. Además puedo decirte para tu tranquilidad que yo también soy amante de las cosas nuevas en el sexo. Me gusta utilizar mucho la fantasía, el erotismo, la imaginación. Creo que no me sorprenderás por mucho que exijas de mí.

Pero me sorprendió. Y me sorprendió, porque apenas entré en su casa y me introdujo en su dormitorio, vi que aquel recinto era, prácticamente, la sucursal de un sex-shop.

Había de todo: Consoladores de todas clases, grandes, medianos, pequeños, látigos de siete colas, bolas chinas, prendas íntimas sugestivas y excitantes, garfios, amarras de cuero y, hasta un potro de castigo. Sin pronunciar palabra alguna, comenzó a desnudarse.

¡Haz tú lo mismo que yo! Me dijo con voz de mando.

¡Desnúdate! Quiero, antes de comenzar nuestra sesión de fantasías eróticas, hacerte una mamada.

Dicho y hecho. Se arrodilló frente a mí y engulló mi polla como si fuera el bombón más sabroso del mundo.

Con la lengua recorría de arriba a abajo y de abajo a arriba todo mi rabo, deteniéndose unas veces en la punta de mi cipote para chupar y rechupar todo su capullo y otras, se entregaba a saborear mis huevos, la raja de mi culo y hasta mi repugnante ano, el cual, cosa singular, decía que era la parte de mi cuerpo que más le agradaba.

Cuando parece ser que se hartó de chuparme el ojete, me pidió que la tumbase en la cama, que la atase a los barrotes de la misma y que la golpease fuertemente.

-. ¡No, no! ¡No puedo hacer tal cosa! ¡Me niego a hacerte daño!

-. ¿A hacerme daño? ¡Estúpido maricón de feria! ¿No te das cuenta que tus golpes me van a proporcionar mucho más placer que tu micropene?

Me enfureció que me llamara estúpido, maricón y por si fuera poco, micropene, y, aunque me di cuenta de que cuanto pretendía la muy ladina era enfurecerme, comencé a golpearla con todas mis fuerzas.

¡Y qué cosa más extraordinaria! Vi cómo se retorcía de placer, cómo gritaba de erotismo, de angustia dolorosa y sexual, cómo verdaderamente gozaba.

Cuando me cansé de azotarla y de martirizarla, decidí comerme su coño, morderle el clítoris y hacer que sufriera y gozara de una forma diferente, pero ¡Oh dioses!

Me encontré con un chocho cuajado de zumos y de mieles, tropecé con una vagina sudorosa y ansiosa de ser dilatada, descubrí un clítoris endurecido y palpitante.

¿Qué hacer? ¿Qué poder hacer en esos momentos delirantes?

Pues hincarle mi polla y rasgarle todo el coño, hincarle el capullo a lo bestia y demostrarle que nunca mis golpes le producirían mayor placer que el que sabía proporcionarle mi rabo.

Y así fue, después de la sesión de sadismo maquiavélico, de mis golpes fuertes y dolorosos, surgió los puntazos bestiales de mi verga dentro de su coño.

¡Toma, cabrona! ¡Toma y sufre gozando como estoy sufriendo y gozando yo!

Creo que le aplasté hasta la matriz. Tuvo que dolerle demasiado, pero la enigmática mujer sádica continuaba gritando:

– Más, más, más, quiero más!

Y yo más le daba, hasta que me fue imposible continuar aguantando mi corrida y solté brutalmente toda mi lefa dentro de aquella fiera que se corrió conmigo y que, en su paroxismo, rompió las amarras con que la había sujetado a los hierros de la cama y se abrazó a mí.

– ¡Qué feliz me has hecho, mamón!

En ese momento, saqué de su vagina mi picha que rezumaba leche por doquier y me tumbé junto a la bella sádica.

La sesión de erotismo sangriento continuó durante toda la noche en la habitación del dolor y del placer.

Nunca me había pasado esto. Nunca en mi vida había disfrutado de tal manera y tan intensamente. Nos separamos a la amanecida, quedando en fijar una cita para un nuevo encuentro de erotismo en el que ella prometió sorprenderme mucho más que aquella primera vez.

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