A la pelirroja le hinqué el diente

Relato enviado por Serafín (Barcelona)

Si de algo puedo presumir es de ser observador y meticuloso. Al fijar mi atención en Margarita, me di cuenta de que la pelirroja cañón se hallaba demasiado asediada por los hombres. Esto le había llevado a creérselo… ¿Es que era una diosa?

En efecto; sin embargo, estaba recibiendo un exceso de «adoraciones» por parte de sus numerosos amantes. Resultaba muy fácil comprobarlo viendo los regalos que recibía, la manera que entraba en los coches lujosos y muchas otras cosas más…

Vivo en el mismo rellano donde está el apartamento de Margarita. Puede decirse que todas nuestras habitaciones son exactamente iguales. Esto permitió la «repentina» aparición de una serie de averías domésticas en el hogar de la pelirroja. Precisamente los sábados por la noche o los domingos.

Dado que ella había podido ver que yo era un «manitas» con el bricolaje y reparando los aparatos electrónicos, no dudó a la hora de pedirme ayuda. Teníamos una serie de ventanas por las que nos podíamos observar diariamente.

Coincidencia que yo había utilizado para provocar las averías, con el simple hecho de saltar desde el balcón de mi cocina al que correspondía el apartamento de Margarita. Como ésta siempre dejaba la puerta de cristal abierta. Un error que me sirvió de maravilla.

– No sé yo que haría sin ti, vecino – reconoció la pelirroja a los seis meses-. Con el calor que hace, que hayas arreglado el aparato de aire acondicionado va a facilitar que pueda pasar toda la tarde en casa. Tengo que repasar unos balances en el ordenador…

Se hallaba tan cerca de mí, que los cuerpos de ambos materialmente estaban pegados. Por eso yo nada más que debí incorporarme, retirar los tirantes del vestido y esperar a que las tetas surgieran en su exuberante desnudez. No existía el obstáculo de un sujetador. Busqué los pezones con los dientes…. ¡y los mordí!

– Pero, ¿¡qué haces!? -preguntó Margarita dentro de su exclamación de airada protesta –, ¡¡Basta!!

Yo no me moví, aunque sí dejé de morder. Ante mi demostración de tranquilidad ella volvió a reventar con una voz más alta, aunque no más furiosa:

-¡Tú te has confundido conmigo, chico! ¿Te enteras? ¡Yo no soy como las putillas con las que sales! ¡A mí se me trata con más respeto, porque soy una señorita…! ¡Métetelo en la cabeza!

No acababa de terminar de hablar cuando se vio atrapada por los brazos, ya que mis manos la aferraban con dureza. Quedó pegada a la pared; ¡y volví a morderla en los pezones, en los hombros y en el vientre! ¡¡En esta ocasión la pelirroja ni se quejó!!

Se limitó a maldecir, a lamentarse luego en un tono bajo y, por último, a someterse a un tratamiento que le era totalmente desconocido. Sentía dolor con mis mordiscos; pero no era algo que fuese incapaz de soportar. Por otra parte, comenzaba a gustarle. Tampoco protestó en el momento que la arrojé sobre el sofá.

Con todo mi peso encima de su cuerpo, el vestido recogido en la cintura y teniendo mi puño dentro de su chochazo, intentó volver a quejarse. Pero sus labios fueron absorbidos por los míos, con lo que le dejé muda y sin aliento.

Intentó desplazarse buscando algún tipo de defensa y se fue a encontrar con que yo le «aplastaba» los brazos con mis rodillas y, al mismo tiempo, le sujetaba por el cuerpo. Como no dejaba de morderla, luego de haberle sacado el puño del chochazo, gimió rendida. Sus ojos se veían cargados de sorpresa, de ahí que me dijese:

-No sé si es ésta la técnica que empleas con las putillas… digo con las chicas; pero conmigo te ha dado resultado… ¡Vaya caníbal que estás hecho con tanto mordisco… Me parece que serías capaz de comerme por entero, «manitas»!

El elogio ni siquiera me hizo sonreír. Aquello formaba parte de mi plan, al entender que a ella le sobraba el mimo y, sobre todo, necesitaba que alguien le hincase el diente.

También procuré ahorrarme el grito triunfal al ver que Margarita me estaba bajando la cremallera del pantalón, con el único propósito de disponer de mi cipote para la mamada. Un detalle que parecía impropio de una diosa. ¡Cuidado!

Yo estaba recibiendo más de lo que esperaba, lo que no debía suponer que me dejase llevar por la excitación. Supe controlarme con un viejo recurso de amante experto.

– ¡Vaya con lo que estoy descubriendo, «manitas de plata»! – reconoció Margarita, en una de las pausas que debió hacer para tragar saliva y respirar por la boca-. A las chicas les debes dedicar unos trabajitos de artesanía… ¡Y has tenido que conocer a muchas para aguantar así, a pie firme, sin que tu miembro de muestras de irse a “rendir».

De un paso hacia atrás y, con la misma acción, cogí a la pelirroja por la cintura. La levanté en vilo y la dejé en el sofá, de rodillas y con el cuerpo vencido sobre uno de los posa brazos. Terminé de desnudarla; y yo me quité las últimas prendas que llevaba. A partir de entonces mi cipote se convirtió en un ariete.

Un ariete o una «picadora de carne”, que introduje en el chocho con una potencia arrasadora. Este «castigo» lo incrementé dejando mis manos sobre la espalda femenina, descargando todo el peso de mi cuerpo. Margarita se vio obligada a chillar desesperada:

– ¡Maldita sea, no me trates como a una bestia… Estás haciéndome daño… Ay…, ay… Basta, basta..! – Pero, al ver que yo parecía dispuesto a abandonarla, no le quedó más remedio que suplicar: ¡No te vayas… Por favor, quédate a mi lado… Por favor…!

La coloqué en otra posición sobre el sofá, con las piernas en alto y recibiendo mi cipote de arriba a abajo. Su excitación alcanzó tales niveles, que se acarició las tetas. La piel le abrasaba y todo en ella era un clamor de orgasmos. Al sentirlos llegar en riada, empapando mi capullo y parte de mi herramienta carnosa, entrando con una eficacia suprema, me dije que estaba «reparándole otra avería». Seguro que la más vital.

– ¡Serafín Serafín…, debí fijarme antes en ti…! – se quejó en medio de un goce alocado.

Al sentirme aludido avancé el cuerpo, arremetiendo con el cipote hasta las grandes profundidades del chocho; al mismo tiempo, mordí uno de los hombros femeninos. Acto saludado al momento con una cascada de escalofríos y otra andanada de jugos vaginales. Mi agresión intencionada se hizo más intensa, sin pausas.

– Yo debo gustarte mucho, como a los demás hombres…, ¿o no? – se preguntó en voz alta la pelirroja cañón, haciendo uso de los últimos resquicios de su orgullo -. Me resulta incomprensible cómo me tratas así… ¡Caníbal, caníbal! ¡Devórame, devórame!

Sus peticiones fueron atendidas por mí al dejarla boca arriba, aunque ella soltó un alarido de queja al quedar su chocho vacío. Pronto tuvo mi cipote entre las tetas. Lo recogió apretándolo con desesperación. Le quemaba el canal mamario y la parte baja del cuello. Luchó por extraer la corrida… ¡Lo exigía mentalmente!

Esto tardó en producirse debido a que era yo el que decidía. Mi plan había funcionado a la perfección. Pero debía rematarlo. Esperé a que Margarita volviera a sentir la explosión de una nueva cadena de orgasmos. El momento óptimo para soltar la leche sobre el cuello, la barbilla y la cara de la pelirroja cañón. Terminó agarrando mi cipote como si fuera una manguera, sometida a un riego seguro…

– Tendré que averiar yo los aparatos de mi casa para que vengas a mi lado, «caníbal – dijo ella cuando estábamos terminando de ducharnos juntos.

-Vendré más a menudo a darte tu merecido, pelirroja – prometí, sonriendo.

Pero ya había conseguido lo que deseaba. Me hice rogar; y Margarita continuó saliendo con sus «devotos». A los pocos días, la sorprendí espiándome por las ventanas. Ya he dejado escrito que disponemos de varias que están confrontadas, es decir, podemos vernos aunque no lo pretendamos.

Lógicamente, seguí provocando algunas averías durante las tardes de los sábados y los domingos, para que ella no sospechase. Pero las fui espaciando, hasta que dejaron de producirse.

Hoy día me acuesto con la pelirroja siempre que me apetece. No es por presumir, dado que estoy escribiendo para gente que se las sabe todas como sois los que leéis, como yo, los relatos de polvazo; pero he dejado claro cómo se puede conquistar a una «diosa»: paciencia, astucia y servirle lo que ella nunca había recibido en el plano sexual.

 

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