Una velada inolvidable

Relato enviado por Margot (Guipúzcoa)

Yo había heredado la mansión de mis abuelos y al encontrarme en un ambiente de los años 50 quedé tan fascinada que me convertí en una mujer de aquella época. Hasta mis gustos y aficiones se transformaron…

En la actualidad toda mi habitación se halla recargada de cojines forrados de terciopelo, plumas de marabú, cortinas de damasco, frutas tropicales y otros elementos que recargan la atmósfera de un tono decadente, sin dejar de resultar hermoso por su sensualidad.

Dentro de todo este marco destacaba yo, con mi vestido de generoso escote, mi sombrerito adornado con pequeños diamantes y mi gran collar de perlas de dos vueltas.

Domingo se detuvo ante mí. Le había mandado llamar para que escribiese la historia de mis antepasados. No era la primera vez que él pisaba un lugar como el mío; sin embargo, el olor a sándalo, mi belleza y la carga de sexualidad que latía por todas partes, le condujeron a olvidarse de la pipa que estaba fumando. Apoyó su mano derecha en uno de mis hombros. Yo también dejé la larga boquilla, en la que se consumía un cigarrillo egipcio. Los dos nos estábamos mirando fijamente…

El historiador se colocó ante mis piernas, las levantó un poco y, en el acto, percibió ese aroma tan característico de un conejo lavado con agua de rosas. Una tentación que yo no protegía con las bragas. De ahí que él se atreviera a lanzarse a la caza.

La caza se efectuó con la lengua y toda la boca: luego, procedió a iniciar un recorrido por la zona sirviéndose de las manos. Y mi conejo empezó a soltar gotitas de fluido, a la vez que palpitaba abriéndose o cerrándose. Formando unas llamadas de aceptación, que yo interrumpí gimiendo.

Sin lágrimas y con una sonrisa lujuriosa, que no perdí al dedicarme a desvestir a Domingo. Nada más que le tuve con el traje de adán, me tumbé para relamer su grueso carajo.

Mi técnica de mamada la he aprendido en las novelas de Anais Nain y en las de Henry Miller, porque muestro la procacidad de las callejeras parisinas y, al mismo tiempo, ese ligero pudor de las estudiantes norteamericanas de arte que se atrevían a joder con los bohemios del Barrio Hispano allá por los años 60. Una combinación explosiva, que llevó a Domingo a decidirse por visitar mi exquisito conejo… ¡Vaya mordisquitos que yo le apliqué en el glande y hasta en el escroto, como pago a su tratamiento!

De repente, el carajo de Domingo devolvió allí la realidad del presente más rabioso, al comportarse sin ningún miramiento. Yo me vi en medio de una balsa de clímax a cual más liberador. Y llenita de caldos, casi desmadejada, recibí el semen en el interior del conejo. Entonces proferí un aullido de placer, qué tembló en mil ecos dentro de aquel decorado…

Al mismo tiempo, hice que se presentara Virginia, mi doncella. Esta traía una botella de champaña con tres copas, porque ella misma iba a beber con nosotros. Yo me desmelené… Se diría que el champaña había servido de elixir de amor y orgasmos, cuando todo el mérito se debía al carajo de Domingo.

Un trofeo que Virginia procuró mamar y chupar, bien tumbada en la recargada cama. Mientras tanto, se abría de piernas y dejaba que sus ingles se convirtieran en un banquete para mi boca. Comilona que era la primera vez que se servía en aquel dormitorio. La novedad la aportaba el historiador, al cual no le extrañó aquella demostración sáfica. Las mujeres que nos adornamos demasiado solemos exhibir una fabulosa sensualidad. Otro mérito que apuntarnos.

Temblaron las cortinas, los cojines rodaron por el suelo y hasta las vidrieras fueron sacudidas por el vendaval humano. Si allí todo había sido controlado, al principio, por una decadente sensualidad, en aquel momento las acciones más vertiginosas, la voracidad de nuestras bocas y el furor de nuestros conejos incendiaron la colcha de raso y las sábanas de lino. Porque Virginia estaba siendo penetrada por el culo; a la vez, ella devoraba mis tetas.

No había duda de que los tres nos encontrábamos sumidos en una especie de trance lujurioso, que nos permitía resistir más que nunca. De la misma manera que las yeguas y los potros en época de celo. Nuestros conejos se frotaron; y el carajo sacó chispas al poder visitar nuestras oquedades. Se hallaban en el mismo plano, lo que le permitió pasar de una a otra en el momento que nos llegaban los nuevos orgasmos. Ventaja que le llevó a correrse y, al poco rato, volver a recuperar la erección.

Todo un increíble prodigio… ¿Por culpa de la lujuriosa atmósfera que reinaba en mi dormitorio? Amontonarse en una cama tan sofisticada, elegante, que guardaba muchísimos recuerdos, resultaba toda una profanación. Lo que requeríamos unos folladores que nos estábamos exigiendo lo máximo, acaso para homenajear a las gentes que habían jodido en aquel mismo lugar desde el siglo XIX hasta hoy día.

Por otro lado, cada orgasmo actuaba como un nuevo afrodisíaco, que nos daba energías para continuar. Nuestros conejos se iban a por el carajo o nuestras bocas se encontraban en una exhibición de bisexualidad.

Horas y horas de gozo desenfrenado, que ninguno de los tres detuvimos hasta que nos faltaron las fuerzas. Las dos quedamos tumbadas la una sobre la otra; a la vez, Domingo intentaba la última penetración…

Estábamos haciendo historia dentro de la vieja historia de mi fascinante dormitorio, porque ninguno íbamos a olvidar lo conseguido. Nosotras con el pelo suelto, y él con el carajo flojo y brillante. Gloriosas consecuencias de una velada inolvidable, que hemos escrito en exclusiva para polvazotelefonico. Recibid todo nuestro cariño, amigos de polvazo!.

 

 

 

 

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