Confidencias de una prostituta

confidencias de una prostituta

Relato erótico enviado por Julia – La Coruña

Hace años ejercía la prostitución. Empecé a hacerlo cuando descubrí que todos los hombres eran unos cerdos y que lo único que querían de una mujer era llevársela a la cama. «Si es eso lo que quieren, que paguen» pensé.

Se habla de la prostitución como del «triste oficio». Yo no lo creo así. Yo me vendía por un rato y nada más. Después cada cual se va por su lado y «si te he visto no me acuerdo»… Lo que me parece triste son esas pobres mujeres que tienen que aguantar a unos maridos babosos, borrachos y pervertidos. Que les tengan que lavar los calzoncillos, hacerles la comida, aguantar que le pongan cuernos y que les hagan hijos que ellos no se encargan de criar.

En estos años he visto muchos de estos señores. Hay algunos que se quitan la alianza de matrimonio para venirse conmigo. Yo no sé para qué lo hacen. A lo mejor se imaginan que están seduciendo a una doncella adolescente a quien quieren engañar con su «soltería». Si es así, lo mejor sería que se cuidasen de que no se le note la señal en el dedo.

Hay algunos que, después de llevar a la práctica sus fantasías más aberrantes conmigo, ponen cara de hermanitos o de papaítos y me preguntan que por qué estoy en esto. Eso no me lo preguntan antes, desde luego, sino después que se quitan las ganas y se les ha borrado de su cara la expresión de animales viciosos.

Yo siempre les invento historias de pobreza, padres alcohólicos, orfanatos, etc. He descubierto que les encanta; que les complace mi triste vida que les da la oportunidad de sentirse buenos y darme consejos. Algunos, incluso, me dejan algún dinerillo de más.

La fauna es variopinta y merecería figurar en una abultada enciclopedia. Yo los he anotado en mi diario personal que tengo pensado publicar algún día. No habrá nombres ni datos que puedan revelar la identidad de los «actores». Por lo tanto, podéis dormir tranquilos… ¡puteros!

Uno de mis clientes asiduos era un señor que gustaba vestir con elegancia, siempre con trajes oscuros y jamás dejaba de venir con su negro maletín. Por su aspecto cualquiera pensaría que es un empleado de una funeraria que sólo se ha acercado a ti para darte el «pésame» y venderte sus servicios. Pero su maletín sólo cargaba con ropa interior negra. Había braguitas de encajes, picardías, panties, ligueros, sujetadores…

Nada más entrar se sienta con las piernas muy juntas y tiesas, apoya en ellas el maletín y empieza a sacar toda aquella serie de trapos como si fuese un mago sacando pañuelos de una chistera.

Yo me los tengo que poner y pasearme delante de él repitiendo por ejemplo: «si eres un buen chico todo lo que tengo es para ti», o «no hagas enfadar a tu mamita (que soy yo) porque me marcho y te dejo solo».

A medida que le voy diciendo estas cosas él se va excitando más y más. Tumbado en la cama o sentado en una silla, se masturba mientras yo continuó caminando por la habitación y repitiendo un montón de frases distintas. Después, cuando termina satisfecho, le devuelvo la ropa, la coloca doblada con cuidado en el maletín y se marcha hasta la semana siguiente.

Hay otro que me pide mis bragas para olerlas y masturbarse. Las primeras veces tenía vergüenza y me pedía que me fuese al servicio mientras él gozaba a solas con mis bragas. Después cogió confianza y ahora lo pasa mejor si yo estoy mirándole.

Otro cliente gusta de irse a la cama con dos chicas. En realidad el único que se va a la cama es él, porque nosotras tenemos que simular una discusión, hacer que nos peleamos por él. Nos cogemos del pelo, nos empujamos, nos revolcamos por el suelo gritando: «Fulanito es mío, fulanito es mío… una zorra como tú no me lo va a quitar a mi…».

Y él, entonces, mientras se masturba frenético nos dice: «chicas, no riñáis por mí… Si yo soy vuestro, ¡vuestro!…». Siempre llega al clímax gritando como un poseído que es nuestro. Que es nuestro.

Hay clientes que vienen dos veces a la semana y más. Otros cada quince días y los hay mensuales. Uno de estos últimos lleva anotando la fecha de mi regla y es infaltable en esos días. Lo que hace podéis imaginarlo vosotros con mi ayuda, pues lo he bautizado «el vampiro Drácula». Es un joven amable y simpático. A veces, hasta tiene el detalle de regalarme algunas flores.

Aquellos que les gustan las golpizas son muy bien recibidos. Me encanta azotarles; me produce una embriaguez deliciosa pisarles con mis botas altas y negras mientras les pego en el culo con una fusta. Me siento dichosa agarrándoles del pelo, arañándoles o atándoles a la cama con una mordaza en la boca.

Ellos gozan y yo también. Son los únicos momentos en que mis clientes y yo quedamos satisfechos.

Con los otros — con los más normalitos y con los menos normalitos — lo único que hago es fingir siempre. Según las circunstancias finjo que soy una madre cariñosa, una actriz famosa, una mujer que se disputa con otra el «amor» de un cliente, etc. O finjo, también, que he gozado plenamente con un amante experimentado que me ha dejado agotada de tanto satisfacerme.

Excepto en el caso en que les azoto, yo no siento ningún placer. Sólo haciendo el amor con mis amigas me he sentido satisfecha y feliz. Las mujeres solemos ser amantes extraordinarias. Sabemos muy bien qué es lo que hace gozar y somos muy generosas entre nosotras.

Los hombres, por el contrario, son groseros, torpes y egoístas. A ellos sólo les importa el propio placer y no toman en cuenta el placer de la mujer. Que continúen pensando los pobrecitos que son los seres más extraordinarios de la creación… ¡allá ellos! ¡puteros!

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