Cuarentona cachonda
Relato real enviado por M.S.A
Tengo cuarenta años. Dirijo una empresa textil, desde la muerte de mi marido, acaecida en un accidente de tráfico, hace dieciocho años, casi al año de casarme con él. Soy una viuda de buen ver, pero dedicada exclusivamente a mi tarea directiva donde ejerzo mis poderes con severidad y rectitud.
No tengo devaneos sexuales ni he visto a un hombre, en este aspecto, desde que me quedé sola. Pero me ha ocurrido algo, muy recientemente, que siento deseos de contar. Cuando me trajeron el correo, como todas las mañanas, vino un sobre cerrado, blanco, dirigido personalmente a mí. Lo abrí y su contenido me llenó de estupor.
Era una declaración de amor, anónima, pero obscena por todas partes. Y además, el firmante decía ser un empleado mío que afirmaba verme todos los días. No pude adivinar de quién se trataba, pues, en mi despacho, entran y salen, diariamente, muchos empleados masculinos.
Mi comunicante era un hombre porque tuvo la osadía de enviarme una foto a todo color de su “inmensa polla” en erección, un tamaño calculo de 23×18. Soy una mujer sincera, como debo serlo, y en este escrito aquel miembro me pareció apetecible, dados mis largos años de abstinencia.
En la carta que acompañaba a la foto, escrita a máquina, me decía que yo debía tener un coño hecho a la medida de tal polla y que llevaba mucho tiempo soñando con mi chocho al que se imaginaba muy hermoso y con mucho vello negro. Me pedía, nada menos, que yo le enviase una fotografía, exclusivamente de mi coño, para no comprometerme. Debía enviarla a un apartado de correos, a un nombre extranjero totalmente desconocido para mí y me aseguraba la más completa discreción.
Estuve preocupada unos días con esa famosa carta. Debo decir que siempre he sido algo narcisista y cuando estoy en el baño, me contemplo muy complacida en los espejos y me cuido el coño con exquisitez, con champús y perfumes, porque resulta muy bello. De paso, suelo masturbarme ansiosamente y de este modo, suplo bastante bien mis necesidades sexuales de hembra solitaria.
Me entraron unas ganas horribles de complacer a mi comunicante y al fin me decidí. Un buen día, me acicalé el chocho y mediante un espejo, me saqué doce fotos de mi coño en primerísimo primer plano donde sólo se apreciaba el bellísimo triángulo sexual del que siempre he estado orgullosa.
De todas las fotos, escogí la que me pareció mejor y donde se apreciaba cualquier detalle del vello e incluso una insinuación de mi rosada raja. Curiosamente, estas imágenes mías me excitaron muchísimo y tuve que agitarme el chocho furiosamente mientras miraba la foto de aquel “inmenso rabo” desconocido.
Casi sigilosamente, metí mi foto de coño en un sobre y lo envié a la casi anónima dirección. Debo decir que temblaba cuando eché el sobre en un buzón cualquiera, acaso con temor de que me sorprendieran. Esperé casi quince días hasta que, en mi correo habitual, volvió a aparecer otro sobre blanco, dirigido personalmente a mí.
Tengo que transcribir algunos párrafos de esta segunda misiva que, curiosamente, estaba escrita con indudable respeto: empezaba por tratarme de distinguida señora y pasaba a decirme, entre otras cosas:
«… he visto con enorme placer la estupenda fotografía que ha tenido la gentileza de enviarme.
Su coño, señora, es aún mucho más bonito de lo que me imaginaba pero… me ha causado una desazón enorme. He pensado, enseguida: ¿Y cómo tendrá todo lo demás, es decir, sus pechos y su precioso culo? No dudo que sus prendas estarán en consonancia con ese divino conejo que usted guarda tan celosamente, porque me consta que usted vive muy honestamente…».
Acabó proponiéndome que llegásemos a un acuerdo mutuo y discretísimo. Yo tenía que darle una señal de asentimiento, y para ello, me proponía que un libro de encuadernación roja que yo tenía en mi despacho en la segunda estantería de un mueble, fuese colocado en la tercera estantería, al lado izquierdo y precedido de otros tres. Ello quería decir que podíamos hablar los dos y desvelar nuestras íntimas identidades, si él me parecía un interlocutor válido.
Yo sabía que me estaba metiendo en una senda muy peligrosa y que podía quedar en el más espantoso de los ridículos, si todo ello llegase a saberse y a comentarse. Pero se me había calentado la cabeza y también otros lugares de mi cuerpo. Y, al día siguiente, puse al libro rojo en el lugar indicado.
Estuve todo el día muy sofocada interiormente, porque cada empleado varón que entraba en mi despacho era sometido a mi vigilancia, tratando de espiar toda mirada que se dirigiese a la tercera estantería y al libro rojo.
No descubrí a nadie, en absoluto y así pasaron más de cuatro días. Cuando estaba más inquieta y desesperada al acabar la jornada laboral, llamaron a mi puerta. Era nuestro letrado y asesor legal que traía un grueso cartapacio amarillo bajo el brazo. Entró, se sentó frente a mí y me largó a la lectura de un expediente farragoso. Y el corazón me dio un vuelco enorme. A la quinta página, como un encarte, estaba la foto de mi coño, aquélla que había enviado a un desconocido.
Me atreví a levantar los ojos y le vi a él, preso de nerviosismo y arrebolado como un colegial. Tras uno segundos de mutuo silencio, me atreví a sonreírle y ello rompió el hielo. Me dijo que era un hombre muy tímido y que se le había ocurrido este extraño sistema para abordarme. Por mi parte, respiré tranquila porque este abogado es un solterón de buen ver, muy inteligente y con unos treinta y cinco años.
Hubieramos podido enseñar nuestras “cartas” al natural allí mismo, porque nos habíamos quedado solos en las oficinas de mi empresa. Pero no quisimos ser impacientes y quedamos en vernos al día siguiente, un domingo por cierto, fuera de la ciudad. Iríamos en coches separados -cada uno con el suyo- para evitar toda indiscreción.
Aquella mañana, me bañé y acicalé en abundante gel perfumado. Me puse ropa interior muy «sexy» (toda ella me cabía en un puño) y ¿cómo no? puse a mi coño en aspecto de exquisitez fragante.
Y llegó el momento en que nos vimos solos en una confortable habitación de un motel escondido entre pinares. Al principio, comprendí que yo debía ser la primera en desnudarme. El se arrellanó en una inmensa butaca, con un whisky y un cigarrillo y me fui aligerando de ropa hasta quedar con un sujetador y un tanga de tul a través del cual se adivinaba claramente la espesa negrura que rodeaba mi conejo.
Le dije entonces que había llegado el momento de mostrarme que su foto no era un engaño. En efecto, mi improvisado «striptease» lo había excitado y en un instante, extrajo aquella «inmensa polla» que aún me pareció más grande y amenazadora. Me quité rápidamente el tanga y el sujetador y me sentí enormemente dichosa de exhibirme, toda desnuda, ante aquel caballero embelesado y armado de aquella porra que parecía apuntarme por todas partes.
Estaba deseando que me hiciera una cosa que jamás logré de mi difunto esposo. Me acerqué a mi admirador y cogiéndole el rostro con ambas manos, se lo fui bajando y acercando a mí vagina que abrí todo lo posible mientras le daba pequeñas sacudidas en todas las direcciones.
Comprendió enseguida y hundió el rostro entre mis muslos buscando ansiosamente mi raja tibia y húmeda a la que sometió a chupadas, lamidas y mordiscos increíbles mientras yo empecé a gemir de gusto. Aquello, debió durar cerca de un cuarto de hora y acabé casi con un desmayo por haber experimentado cuatro orgasmos plenos. El retiró su rostro todo empapado y yo le retiré tres pelillos míos de las comisuras de su boca. Jadeante, mi pareja no dejaba de repetir:
«Un coño muy rico, pero que muy rico…».
Tengo que añadir que me seguía hablando sin tutearme, asegurándome que yo era una señora que tenía el mejor chocho del mundo.
Llegó el momento en que yo le cogí su «inmensa polla» con las dos manos, sopesándole todo el duro aparato y sus colgantes apretadísimos. Vi en sus ojos una petición ansiosa y, con toda la calma del mundo, descapullé el suculento miembro y tras rozarle la punta con mi lengua, me lo fui engullendo con avaricia y desorden, dándole mordisquitos que le arrancaban pequeños gestos de dolor hasta que tuve que tragarme una gran ración de semen tibio y lechoso que apuré hasta la última gota.
Descansamos un rato, casi en silencio hasta que él, repuesto de tanto derrame, ya que empecé a juguetear y a soplar a su aparato (cosa que jamás hice con mi difunto esposo y mucho menos, mamársela) que recuperó su erección. Me lo estaba imaginando taladrándome el conejo mío. Y con ésa cortesía y respeto, me dijo:
¿Me permite, señora, que hagamos las cosas hasta el final?.
No tuve fuerzas para seguir el ritual y le pedí que me jodiera, que me follara, que… Y él me tumbó al suelo, en la moqueta, me abrí de piernas todo lo que pude y cuando me di cuenta, tenía dentro, hurgándome duramente, a aquella inmensa polla de la foto, para mí sola, para mi precioso coño de hembra cuarentona cachonda y sedienta de sexo. Disfruté tanto aquella primera vez, en que me estaba jodiendo y hablándome de usted al mismo tiempo, porque, en fin de cuentas, se estaba follando a su patrona y empresaria.
De momento, lo pasamos la mar de bien. Es cierto que desearía que todo esto no acabase nunca pero también es cierto que no estoy en nada arrepentida de lo transcurrido hasta el momento. Es decir, que aunque esta magnífica relación se terminara hoy mismo, para mí quedaría como el imborrable y cachondo recuerdo de unos polvos de película. En un periodo de mi vida en que ya me consideraba casi fuera de combate.