Le gustan los amigos del marido
Relato enviado por Javier – Gijón
Tengo un amigo que se ha casado hace un año con una chica que es terrible en lo sexual. Pero eso no sería nada si no fuera porque le gusta ligar con los amigos de su marido.
Yo no sé si esto lo hace por comodidad, porque, siendo amigos de él visitamos su casa con frecuencia y, entonces, no es lo mismo tenerlos en la casa a tener que salir a ligar a la calle con tíos que no conoce para nada. También puede ser que nos prefiera a nosotros, que busque acostarse con nosotros, como una forma de vengarse de su marido que, a pesar de ser un buen tío con nosotros, es bastante frío con ella y a veces suele irse de putas nada más que por simple diversión.
Ella es una chica guapísima, capaz de enloquecer a cualquier hombre. Por eso no entiendo la conducta de mi amigo, que siempre la deja sola para irse con nosotros o salir con otras mujeres..
Nunca hemos podido hablar con él de este tema. El es muy simpático y abierto, pero si uno llega a hacer la menor insinuación con respecto a su matrimonio, él se cierra en banda y no hay quien le saque una palabra. Un auténtico misterio.
Somos varios los que formamos el grupo de amigos. Ella gusta de todos nosotros, quiere ligar con cualquiera de nosotros y no muestra una preferencia por alguno en especial.
La mayoría del grupo vive cerca de su casa. Yo soy el único que no vive por allí. Los otros muchachos me han contado que a veces ella se les presenta en su casa por la mañana, cuando aún no se han levantado.
Se les sienta en la cama y empieza a hablarles, a decirles que está sola, y les invita a desayunar en su casa. Ellos al principio no querían ir por respeto a nuestro amigo. Pero después de muchas insinuaciones por parte de ella no aguantaron más la tentación. Desde hace varios meses son muchos los que han desfilado por su casa y por su alcoba. Su cuñado ha sido también uno de los que la ha visitado, él mismo nos lo ha confesado.
Creo que su suegro también, a pesar de que no puedo asegurarlo. El es un hombre bastante joven, bien conservado y muy simpático. Varias veces he visto su coche aparcado frente a la casa varias horas, precisamente cuando su hijo está fuera.
La experiencia que tuve con ella fue angustiosa. Durante mucho tiempo yo aguanté sus insinuaciones. Pensaba que lo mejor era no meterme en líos con una chica que era la mujer de mi amigo.
Un día fui a su casa a buscar a mi amigo, pero estaba ella sola. Me hizo pasar, me invitó a que me sentara y se marchó por unos minutos. Cuando regresó comprobé que había ido a maquillarse.
Al verla le dije que estaba muy guapa. Ella me miró y me dijo: «¿Eres tonto o te haces?». Después, se subió a una silla para correr el cortinado de una ventana que daba al jardín de la entrada.
Al bajar de la silla trastabilló de verdad —o fingió, no lo sé— y yo me apresuré a extenderle mis manos para que no se cayese. Cuando bajó, me pasó los brazos por el cuello y me besó.
¿Qué podía hacer yo en ese momento con aquella hermosa criatura besándome como una loba?
La besé, por supuesto. Estuvimos unos minutos besándonos y nos tumbamos en el sofá y empezamos a hacernos caricias más audaces. Era tanta la prisa que ni siquiera el abrigo me había quitado (¡menos mal que no me lo quité!).
Yo acostumbro a llevar siempre en algún bolsillo algún preservativo para poder estar bien preparado por si se presenta alguna ocasión de estar con alguna chica. Me lo puse, me subí encima de ella e hicimos el amor.
Cuando terminamos, ella se marchó al servicio a lavarse, y yo me quedé sentado en el sofá esperando que ella saliese para entrar yo. En ese momento se abre la puerta y entra mi amigo. Mi movimiento más inmediato fue cerrarme el abrigo para cubrirme y que él no viese nada.
«Qué haces aquí» me preguntó. Yo le contesté que había ido a invitarle a salir a dar una vuelta y jugar un poco con las máquinas tragaperras.
«Vale» me respondió, y nos marchamos juntos. Yo me sentía incomodísimo con el abrigo cerrado y tenía miedo a tener alguna manchita en las piernas del pantalón que hiciese entrar en sospechas a mi amigo.
Cuando llegamos al salón de las maquinitas yo estaba sudando como un burro; sudaba por los nervios y sudaba por el abrigo que tenía abrochado de punta a punta.
Miré alrededor en busca de un servicio, pero mi amigo me arrastró hacia unas máquinas y empezamos a jugar.
En un momento él me dijo: «Oye ¿no tienes calor con el abrigo? ¿por qué no te lo quitas?».
Yo le dije que no podía quitármelo, porque era el primer día que salía a la calle después de una gripe muy fuerte y que tenía miedo de recaer si me desabrigaba.
Tenía las orejas y la cara que me ardían de calor, me sentía pegajoso por tanto sudor, pero era imposible quitarme el maldito abrigo (aunque en realidad tendría que decir el bendito abrigo, porque fue el pobrecito el que me sacó de aquel aprieto).
En un momento, dije que iba al servicio a hacer pis. Cuando me libré del preservativo sentí un tremendo alivio. ¡Estaba definitivamente a salvo!
Volví a la sala de juegos con el abrigo puesto porque, si había dicho que estaba enfermo, era ilógico que me lo quitase. Tenía un calor tan grande que no tardé en decirle a mi amigo que debía irme a casa. En cuanto nos perdimos de vista me lo quité. Había pasado tantos nervios y tanto calor que no sentía el frío de la calle.
Desde esa vez no fui más por casa de mi amigo. Le llamo por teléfono y quedamos en algún sitio, pero allí no pienso ir porque cuando me acuerdo de los momentos horribles que pasé me corre un escalofrío por todo el cuerpo.